«¡Reconciliaos con Dios!»

La liturgia de hoy nos presenta un decisivo choque entre los embajadores de Cristo y los del demonio, que tiene como campo de batalla la sociedad actual y cada alma en particular. ¿De qué lado estaremos en esta Cuaresma que comienza?

Evangelio del Miércoles de Ceniza

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial.

Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.

Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará.

16 Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. 17 Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, 18 para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará» (Mt 6, 1-6.16-18).

I – Conversión: La invitación de los embajadores de Dios

La liturgia del Miércoles de Ceniza abre el tiempo penitencial de la Cuaresma, que la Santa Iglesia reserva a sus fieles para que cambien de vida. Aquel propósito de conversión que tantas veces hemos hecho al comenzar el año y no cumplimos, puede ser retomado ahora, con las gracias propias a este período.

Sabia como es, la Esposa Mística de Cristo anhela que nuestras almas estén limpias de los apegos que acumulamos a lo largo de los meses, de cara a la solemnidad más importante del año: el Triduo Pascual, en el que conmemoramos los misterios de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor. A petición suya, el Espíritu Santo se muestra especialmente solícito en distribuir gracias de enmienda entre los católicos que viven esos días con compenetración.

«Acuérdate de que eres polvo»

En esta celebración, la Iglesia prescribe la imposición de la ceniza, completándola de manera muy simbólica con el ayuno que establece la liturgia. El acto recuerda que de nada le valen al hombre todos los bienes de la tierra si, por el proceso normal de la naturaleza, ha de morir y regresar al polvo del cual salió, como así lo subraya una de las fórmulas usadas en la ceremonia: Memento, homo, quia pulvis es, et in pulverem reverteris; esto es, «Acuérdate, hombre, que polvo eres y en polvo te convertirás».

Las lecturas de este día reúnen algunas de las voces más autorizadas para hablar en nombre de Dios, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, exhortándonos a volver al Señor, a quien, lamentablemente, abandonamos con demasiada frecuencia para abrazar el pecado…

«¡Convertíos a mí!»: el grito de los verdaderos profetas

En el Antiguo Testamento observamos a menudo cómo, después de inmensas calamidades causadas por los pecados del pueblo elegido, Dios lo llama a la conversión por medio de sus auténticos emisarios, los profetas.

Así sucedió en tiempos de Joel, cuatrocientos años antes de la venida del divino Redentor, cuyo oráculo recoge la primera lectura (cf. Jl 2, 12-18). El profeta previó tremendos castigos para Israel, clamando: «Tocad la trompeta en Sion, gritad en mi monte santo, se estremecen todos los habitantes del país, pues llega el Día del Señor. Sí, se acerca, día de oscuridad y negrura, día de niebla y oscuridad» (Jl 2, 1-2).

La amenaza de un castigo inminente siempre ha sido un recurso usado por Dios en el lenguaje profético para exhortar al cambio de rumbo. En las Escrituras se puede constatar cuántas veces se cumplió la advertencia porque, ignorando la voz del embajador divino, los judíos omitieron las obras de conversión. Sin embargo, para detener la punición bastaba adoptar la vía de la penitencia propuesta: «Convertíos a mí de todo corazón, con ayunos, llantos y lamentos» (Jl 2, 12). Cuando hay una clara conciencia del pecado, arrepentimiento y petición de perdón, el Señor, que es la Misericordia, está dispuesto a volver atrás en sus amenazas y olvidar las faltas cometidas. E incluso lo hace en atención a su propia gloria, pues su herencia —que en el Nuevo Testamento es la Santa Iglesia— podría sufrir infamia cuando los impíos dijeran: «¿Dónde está su Dios?» (Jl 2, 17).

Luego en la penitencia vemos que se encuentra la solución para muchos de los problemas que asolan nuestras vidas. Incluso porque Dios no solamente perdona a quienes se convierten, sino que también les concede nuevos dones que lleven a cabo una verdadera restauración en sus almas. Cuando los pasos divinos se apresuren y oigamos el rumor del castigo que se avecina, entonces pidámosle perdón al Señor con un corazón abierto a la corrección.

La liturgia nos presenta también el ejemplo de una de las más admirables conversiones del Antiguo Testamento: la de David, quien hizo caso a la reprensión de otro embajador de Dios, el profeta Natán, y se enmendó. El salmo 50, conocido como Miserere y compuesto por él para pedirle perdón a Dios por los pecados de adulterio y homicidio que había cometido, refleja la perfecta postura del alma contrita: «Crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (50, 12). ¡Qué hermosa es la historia de una persona que escuchó la voz de los profetas y enderezó su vida! Su nombre, lejos de convertirse en un signo de ignominia, se transforma en un título de gloria: Rey David, ¡antepasado del Mesías!

Embajador de Cristo entre los hombres

Al igual que en la Antigua Alianza, en el Nuevo Testamento el apóstol San Pablo se presenta como embajador de Dios, esta vez hecho hombre: Nuestro Señor Jesucristo. A la luz del misterio de la Redención, esta misión adquiere otros fulgores, como nos muestra la segunda lectura: «Nosotros actuamos como embajadores de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Cor 5, 20).

La reconciliación es para los que están fuera de la amistad con Dios, es decir, los que han cometido alguna falta grave. A excepción de Jesús, de la Virgen y, sin duda, de San José, ¿quién no tiene alguna razón para darse golpes de pecho? Decir lo contrario sería presunción, pues aunque nuestra conciencia nos acusara únicamente de faltas leves, hemos de considerar que un solo pecado venial —al tratarse de una ofensa a un ser infinito— no puede ser reparado ni siquiera por los méritos de María Santísima, sumados a los de todos los bienaventurados y ángeles del Cielo. Así pues, para que recibamos adecuadamente esa reconciliación, el Padre entregó a su Hijo a la muerte de cruz por nosotros: «Al que no conocía el pecado, lo hizo pecado en favor nuestro, para que nosotros llegáramos a ser justicia de Dios en Él» (2 Cor 5, 21).

Finalmente, el Evangelio nos advierte por boca del Embajador divino por excelencia contra los emisarios del demonio, cuya hipocresía, aunque se revista de apariencia religiosa, pretende apartarnos de la salvación.

II – El orgullo, arma de los embajadores del demonio

Los versículos del Evangelio de esta conmemoración, ya ampliamente comentados en otra ocasión,1 sacan a colación la trilogía formada por la limosna, la oración y el ayuno, como obras piadosas que nos hacen agradables a Dios. En este sentido, la actual penitencia obligatoria en la Cuaresma se reduce a algo casi simbólico: dos días de ayuno —el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo—, además de la abstinencia de carne los viernes. No obstante, existe un ayuno del cual habla el Señor más especialmente, una penitencia que nunca será abolida ni mitigada, sino, por el contrario, siempre más recomendada, y que podemos practicar con gran beneficio para nuestras almas. Concierne más a los delirios propios del espíritu que a los de la carne.

Orgullo: el fariseísmo de todas las épocas

La oración del fariseo – Museo Lázaro Galdiano, Madrid

No hay pecado que no tenga como raíz el orgullo. Y para combatirlo es necesario ponerse en la contemplación de Dios: cuanto más se ama al Señor, más se reciben luces para participar de su felicidad. Esta realidad, tan simple de enunciar, constituye la gran dificultad del hombre en esta tierra. Por eso, los que quieren servir al demonio en su obra de perdición y, por tanto, se erigen en embajadores suyos, se valen de este terrible vicio para conducir a los demás por las sendas que llevan al infierno.

Tal locura es estigmatizada por el divino Maestro en el capítulo sexto del Evangelio de San Mateo, al describir una serie de costumbres practicadas por los que Él llama «hipócritas», refiriéndose, sin duda, a los judíos que se dejaban guiar por la práctica religiosa hecha toda ella de exterioridades de la secta farisaica.

Que no pida el premio quien ya lo ha recibido

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tenéis recompensa de vuestro Padre celestial».

En este primer versículo, el Señor censura a los que practican la justicia para ser vistos por los otros. Sin embargo, en el capítulo anterior, que también se incluye en el Sermón de la montaña, legitima la actuación de aquellos cuyas buenas obras son contempladas por los demás: «No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa» (Mt 5, 14-15).

A primera vista pareciera que hay una contradicción en el discurso del Salvador. Pero en realidad nos enseña que no se debe hacer el bien únicamente con esta finalidad, sino sobre todo para alabar a Dios. Su advertencia, por tanto, no obliga a esconder las obras buenas en un baúl; tan sólo previene contra el error de los fariseos, que se habían plegado a sí mismos hasta el punto de olvidarse del Señor.

Como la palabra del divino Maestro es eterna y se aplica a todos los hombres, también nosotros debemos tener cuidado de no practicar la justicia con el objetivo de constituirnos en el centro de atención de los otros. El que procede así pierde el mérito y tiene su paga —es decir, la satisfacción consigo mismo— ya en esta tierra. En consecuencia, no podrá comparecer a su juicio particular con la esperanza de recibir, como San Pablo, «la corona de la justicia» (2 Tim 4, 8).

El peligro del «afecto retributivo»

2 «Por tanto, cuando hagas limosna, no mandes tocar la trompeta ante ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles para ser honrados por la gente; en verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».

Para los judíos, como para tantos hombres contemporáneos, el dar una limosna comportaba un enorme sacrificio… ¡Les costaba sacarla de sus propios bienes para favorecer al prójimo! Trataban de compensar esa «gran renuncia» con el premio del reconocimiento. Sonaban trompetas y todos se detenían a aclamar al benefactor, que se henchía de orgullo. Una vez más el Señor afirma que quien así procede ya ha sido pagado, pues ha recibido como recompensa el incienso de los demás, el cual —es triste constatarlo— se desvanece con el primer viento que pasa.

Hay que considerar otro matiz. Existe una tendencia en la naturaleza humana, especialmente en regiones donde la comunicatividad y la bienquerencia en el trato son más intensas, que podríamos definir como un deseo de «afecto retributivo». Al igual que quien trabaja para recibir su salario a final de mes, a menudo somos generosos con los demás esperando una reciprocidad, que si se nos niega, nos produce un fuerte resentimiento. En el fondo, la misma recriminación que el Señor les hace a los fariseos recae sobre ese desvío egoísta del instinto de sociabilidad.

¿Cómo obtener la correcta ordenación de este instinto? Perfectísimo en su humanidad, aunque con una personalidad divina, Nuestro Señor Jesucristo es quien nos responde con su ejemplo. Sin perder el afecto por sus hermanos, a lo largo de todo el Evangelio nos da muestras de una relación intensísima con el Padre que, luego, desborda en un desinteresado deseo de hacer el bien al prójimo.

El vacío de la oración hecha para sí mismo

«Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vean los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará».

Los defectos farisaicos de aquel tiempo, que incluían un ridículo exhibicionismo religioso, exigían que el Señor exhortara a rezar en la intimidad del aposento y no en presencia de los demás. ¿Significaría esto que los católicos no pueden rezar en un lugar público? Obviamente que no. Lo que este pasaje nos enseña es que han de evitarse ciertas actitudes, ya sean fisonómicas, ya corporales, que lleven a otros a creer que tenemos una piedad inusual o que estamos siendo contemplados con un éxtasis o una revelación…

Al mismo tiempo, al criticar la oración ostentosa característica de la raza de víboras farisaica, el Salvador nos advierte contra un defecto al que está sujeta toda la humanidad. En la vida corriente, no le conviene al buen católico adoptar ninguna actitud que suponga sustituir a Dios y al mundo sobrenatural por su propia persona. Y aquí volvemos al punto ya enunciado: necesitamos relacionarnos en función de Dios, ¡y Dios es un ser simple!2 El católico debe ser discreto y no actuar como un niño que agita continuamente el sonajero para que los otros le presten atención…

La vanidad anula el valor de cualquier sacrificio

16 «Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas que desfiguran sus rostros para hacer ver a los hombres que ayunan. En verdad os digo que ya han recibido su paga. 17 Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, 18 para que tu ayuno lo note, no los hombres, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará».

En una ocasión en que el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira conversaba con el autor de estas líneas sobre ciertas jaquecas que veía que éste solía padecer, le aconsejó que, cuando le pasara eso, no dejara nunca que se le notaran las molestias en su fisonomía o actitudes exteriores. E ilustraba tal recomendación con una pintoresca, pero elocuente expresión: «Cuando una persona sale de casa, no lo hace en pijama». De hecho, causaría extrañeza que alguien se levantara por la mañana y se presentara en público con la ropa de dormir. Semejante comportamiento equivaldría, en el ámbito físico, al deseo de llamar la atención de los demás sobre situaciones interiores que deben ser conservadas en la intimidad del alma con Dios.

Ésa era la pésima costumbre de los fariseos. Cuando ayunaban, se ponían ceniza en la cabeza, se desgreñaban la barba, andaban desaliñados y con una fisonomía dramática, para que los otros supieran que estaban haciendo un sacrificio fuera de lo común.

La actitud que exige el apostolado contemporáneo no es ésa. En una sociedad que desprecia el sacrificio, sobre todo cuando se hace por amor al Señor, quienes renuncian a las solicitaciones del mundo deben mostrar la alegría de servir a Dios, para poner en evidencia la vacuidad de los bienes terrenales. Y como la gente hoy se viste de forma cada vez más vulgar —cuando todavía se visten— y no suelen apreciar el valor de la higiene, conviene unir la limpieza a la práctica de la virtud, y manifestar la felicidad de los hijos de la verdadera Iglesia en la fisonomía y en la presentación exterior.

Las buenas obras deben ser vistas, para que sea alabado quien las ha inspirado

Así como el Señor quiso manifestarse a lo largo de tres años de vida pública para cumplir en plenitud su misión, la Iglesia, que es una sociedad visible, necesita resplandecer a los ojos de todos. Contemplar su esplendor se convierte en una ocasión para que los hombres reciban gracias, prolongando la acción del propio Cristo sobre la humanidad. Pero ese «ver» debe siempre tenerlo a Él como centro y punto final.

Por lo que a nosotros respecta, cuando tengamos que ser un punto de referencia para los demás, hemos de aceptarlo sólo como un medio para que las personas se eleven hasta Dios. Las imágenes presentadas en el Evangelio de hoy nos muestran cómo el orgullo lleva al hombre a situaciones ridículas y nos invitan a la sencillez de corazón y a no llamar nunca la atención sobre nosotros mismos. En suma, nos enseñan que quien busca su tesoro en la tierra pierde el del Cielo, y quien niega los premios del mundo gana los del Cielo.

III – El choque entre dos profetismos

En el Evangelio de este inicio de la Cuaresma, el divino Maestro confronta la piedad y la penitencia falsas con las auténticas. Los hipócritas ostentan limosnas, oraciones y ayunos para agradar a los hombres, y reciben la recompensa que el mundo les ofrece. Jesús, sin embargo, nos enseña que debemos anhelar únicamente la retribución que procede de Dios, la cual nos es prometida por sus legítimos embajadores.

Como en los días de Joel, de San Pablo o de Nuestro Señor, también hoy el mundo está asolado por terribles catástrofes. Cuando no se trata de la amenaza de inimaginables cataclismos naturales en sus más diversas formas, es el peligro de una guerra mundial a punto de convertirse en nuclear lo que despunta en el horizonte. En medio de esta inseguridad, Dios nos ofrece en esta Cuaresma, una vez más, un tiempo propicio para la conversión.

Las falsas promesas de los embajadores del demonio

En el 2023, este período penitencial se reviste de un carácter especial. Como en las épocas consideradas en las lecturas de esta liturgia, se nos da a elegir entre los embajadores de Cristo, que nos presentan el camino de la salvación, y los nuevos embajadores del demonio que, como los fariseos del tiempo de Jesús, nos ofrecen soluciones basadas en el orgullo y en recursos humanos, cuyo fin último reside en esta tierra.

Se multiplican los descubrimientos científicos que pretenden hacer más placentera la vida humana y prolongarla indefinidamente, como si la felicidad plena se encontrara en este mundo y no en el Cielo. Proliferan los avances tecnológicos cada vez más osados e invasivos, cuya aceptación siempre exige alguna «entrega desinteresada», dado los efectos deletéreos para la salud de los omnipresentes dispositivos cibernéticos. Se impone una nueva religión con moral propia, cuyos «actos de piedad» tienen como único objetivo impresionar a la opinión dominante, en general contraria a la ley de Dios.

Se ha vuelto hermoso, por ejemplo, pedir perdón por los «pecados» cometidos contra el medio ambiente, llegando a veces a extremos que hieren el sentido común, o hacer penitencia por actos calificados de «inadecuados» por la nueva moral, incluso si esto significa romper con la fidelidad a la enseñanza tradicional de la Santa Iglesia en materia de fe y de costumbres, mientras esta misma fidelidad pasa a ser considerada rigidez y falta de caridad por no pactar con el relativismo reinante.

San Pablo confronta al falso profeta Barjesús – Museo Carnavalet, París

Los embajadores del demonio, al tiempo que subestiman el valor de los sacramentos y, por tanto, de la gracia divina, sobrevaloran la ciencia, que asegura acabar con ciertos males, sin hacerlo nunca del todo. A semejanza de su caudillo, jamás dan lo que prometen, sino que quitan lo que afirman garantizar. En cada época, en fin, el demonio crea un bienestar seudoeterno para el hombre, que le hace olvidarse de Dios.

¿Qué ofrecen los embajadores de Cristo?

En sentido diametralmente opuesto, los embajadores de Nuestro Señor Jesucristo, cuyas voces resuenan en esta liturgia que abre la Cuaresma, instan a una verdadera conversión del corazón, fruto de un arrepentimiento sincero y una confiada petición de perdón, que se manifiesta en actos de piedad y penitencia auténticos. Estos embajadores, como subraya San Pablo en la segunda lectura, le dan pleno valor a la gracia de Dios, exhortándonos a que no sea recibida en vano (cf. 2 Cor 6, 1).

Cabe preguntarse entonces: ¿qué nos impide seguir el consejo del Apóstol y reconciliarnos con Dios (cf. 2 Cor 5,20)?

Diversos factores, entre ellos: no reconocer nuestras propias culpas; no considerar en los acontecimientos que nos rodean la mano de la Providencia llamándonos a sí; no ver en Dios al Padre bondadoso, compasivo, paciente y lleno de misericordia que consintió sacrificar a su Unigénito para redimirnos (cf. 2 Cor 5, 21); no buscar la salvación en la gracia divina, concedida por medio de los sacramentos.

En suma, nos detiene el hecho de dar más oídos a los embajadores de los demonios que a los del Señor.

Ante la alternativa que se nos presenta al comienzo de este período penitencial, hagamos caso a la voz de Cristo que nos llega por medio de sus embajadores. Y si nuestra conciencia nos acusa de alguna falta, hagamos una buena confesión, que nos reconcilie verdaderamente con Dios y sea el punto de inflexión para retomar el buen camino, en el cual perseveremos de ahora en adelante con ayuda de la gracia. 

 

Notas


1 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «Dios siempre debe ocupar el centro». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año VIII. N.º 79 (feb, 2010); pp. 10-17. Habiendo comentado en este artículo detalladamente los datos exegéticos acerca de las costumbres estigmatizadas por el Señor en el Evangelio del Miércoles de Ceniza, en las presentes líneas se pondrá más cuidado en las aplicaciones morales útiles para nuestros días.

2 CCE 202.

 

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