Evangelio del XXIV Domingo del Tiempo Ordinario
En aquel tiempo, 27 Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?». 28 Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas». 29 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías». 30 Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. 31 Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». 32 Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. 33 Pero Él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». 34 Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. 35 Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 27-35).
I – Una lógica misteriosa
El hecho de que Dios haya introducido al hombre en el paraíso de las delicias tras su creación, como se describe en el Génesis (cf. Gén 2, 8), abre a primera vista un panorama de felicidad a la vez terrenal y sobrenatural, que roza lo idílico. Adán y Eva, completamente inocentes, disfrutaban de un jardín maravilloso donde reinaba la armonía, del dominio absoluto e inmediato sobre la naturaleza y, ante todo, de asiduas visitas del Padre celestial (cf. Gén 3, 8).
Esta idea de un pequeño cielo instalado en la tierra se disipa, no obstante, de forma repentina e inesperada, cuando leemos el relato de la tentación a la primera mujer y su irrazonable caída, en la que arrastró, sin resistencia alguna, a su esposo. Y la constatación de las consecuencias del pecado original para toda la especie humana nos hace lamentar, como destino más trágico, la situación en la que cayeron los desterrados hijos de Eva.
Eva prefirió una posición cómoda y optimista ante el estado de prueba, y acabó abusando de su libre albedrío, deslizándose por la pendiente del pecado
Ahora bien, parece que falta algo que explique la debacle. ¿Cómo pudieron las dos primeras criaturas humanas, nacidas de las manos del mismísimo Padre de las luces, caer en un abismo tan espantoso? Estamos, sin duda, ante un misterio: «Delicta qui intellegit?» (Sal 18, 13). Sin embargo, hay que tener en cuenta un elemento indispensable en la creación, que explica en gran medida el drama mencionado: la prueba. Sí, Dios nos ha creado para el Cielo, pero, en su señorío, nos exige el precepto de la fidelidad, la obediencia y el amor.
Plasmados a imagen y semejanza del Creador y capaces de escoger el bien y rechazar el mal por nosotros mismos, la prueba era la única manera de ejercer nuestra libertad de forma recta, eligiendo a Dios sobre las demás cosas y demostrándole así nuestro amor. Y porque Eva olvidó este aspecto fundamental y arduo de la vida, prefiriendo una posición cómoda y optimista, no exenta de autosuficiencia, es por lo que acabó abusando de su libre albedrío y deslizándose por la pendiente del pecado.
Aceptación amorosa del dolor: origen de todo bien
Dios, que se manifestaba tan amigable bajando a la hora de la brisa vespertina para hablar con Adán, también se mostró Señor digno de ser temido y obedecido cuando le prohibió a la primera pareja comer del árbol que estaba en el centro del paraíso (cf. Gén 2, 16-17). La disminución del respeto por la supremacía absoluta del Creador y el abandono del deber de serle fiel en la prueba fue lo que introdujeron el mal en la faz de la tierra.
Por eso, el Redentor y la Corredentora tuvieron que recorrer el camino opuesto al de nuestros primeros padres, haciéndose sumisos hasta el extremo del dolor. La epístola a los hebreos afirma lo siguiente: «Aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer» (Heb 5, 8). Y, gracias a este holocausto, «se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna» (Heb 5, 9). Su incomparable ejemplo selló para siempre que el sacrificio aceptado con amor es fuente de todo bien y único medio para alcanzar la gloria.
He aquí la verdadera lógica de la creación, incomprendida por Eva, pero aceptada con plena apertura de alma por María Santísima, que se hizo esclava sufriente en unión con la divina Víctima y así se asoció verdaderamente al sacrificio del Calvario.
En función de esta lógica eminentemente sapiencial, pero enigmática para quienes andan a tientas por las sendas de la fe, se comprende más fácilmente el Evangelio de este domingo, y en particular la revelación hecha por Jesús a sus discípulos sobre su Pasión y Muerte, así como la dura reprensión infligida a Pedro.
II – El único camino para el Reino de los Cielos
El ejemplo dado por el Salvador y por su Madre Santísima selló para siempre que el sacrificio aceptado con amor es fuente de todo bien, el único camino para alcanzar la gloria
Situado al final del capítulo octavo de San Marcos, el Evangelio del vigésimo cuarto domingo del tiempo ordinario está precedido por la narración de varios milagros como la segunda multiplicación de los panes (cf. Mc 8, 1-9) y la curación de un ciego en las proximidades de Betsaida (cf. Mc 8, 22-26), en cuyo intervalo Jesús es rodeado por los fariseos, que le piden en vano un signo (cf. Mc 8, 11-12). A continuación, se aleja de la muchedumbre y se pone en camino, acompañado de sus discípulos, hacia la región de Cesarea de Filipo, zona rocosa donde inicia los coloquios sobre los que reflexionaremos en este comentario. Concluidos éstos, subirá al monte Tabor y tendrá lugar el episodio de la Transfiguración.
En la perícopa que estamos analizando, el divino Maestro desea, después de haber atraído a las multitudes con fulgurante éxito, tener un momento más ameno en el que pueda formar a sus discípulos con vistas a su futura glorificación en el Gólgota. Su vía, contrariamente a lo que podría pensarse, era la de la humillación y la de la obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz. Y sus seguidores debían tener esto presente. La reacción de Pedro, sin embargo, muestra hasta qué punto no esperaban este desenlace para la vida del Salvador, a quien consideraban un líder triunfante y en extremo popular, debido a sus poderes taumatúrgicos.
A solas con el Maestro
En aquel tiempo, 27 Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesarea de Filipo; por el camino preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?».
La arrebatadora acción pública de Jesús fue de capital importancia para que sus discípulos tomaran conciencia de su persona y su misión. En este sentido, los varios meses que estuvieron con Él en intensa actividad apostólica les sirvieron como un auténtico seminario.
No obstante, había llegado el momento de pasar un tiempo a solas con el Maestro, lejos del ruido de la muchedumbre que acudía en busca de milagros. Refugiarse un poco en la soledad era esencial para que pudieran elevar sus corazones a cotas más altas. El Señor les plantea entonces la cuestión contenida en este versículo.
Visión sesgada del pueblo judío
28 Ellos le contestaron: «Unos, Juan el Bautista; otros, Elías, y otros, uno de los profetas».
A pesar de la preparación llevada a cabo por San Juan Bautista, Israel no lograba contemplar la divinidad de Jesús; por eso, cuando lo vieron actuar y hablar, le atribuyeron la identidad de ciertos profetas antiguos, como si fuera una simple reviviscencia del pasado.
Esta visión sesgada se debía al peso de siglos de infidelidad por parte del pueblo elegido. Y los Apóstoles, que vivían en ese ambiente y conocían las opiniones de la gente acerca del Maestro, las refieren con precisión. ¿Estarían influenciados por los criterios de sus coetáneos? Hasta cierto punto sí, como comprobaremos. Sin embargo, veían algo más.
Separados del mundo
29 Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?». Tomando la palabra Pedro le dijo: «Tú eres el Mesías».
Los Apóstoles discernieron en el Señor la Luz verdadera que había venido al mundo, pero quedaron asombrados de la magnitud de la prueba que Él les presentaba
Los Apóstoles necesitaban darse cuenta de que habían sido destacados de la sociedad en la que vivían. Estaban en medio de ella, pero no se confundían con ella, porque, por inspiración del Padre celestial, discernían en el Señor la Luz verdadera que había venido al mundo. Esta visualización de Jesús era característica de ellos.
También hoy es un desafío creer en la divinidad del Salvador. En un siglo sumido en las tinieblas de la apostasía hasta los extremos de la prevaricación, la valentía de conservar la fe y vivir en coherencia con ella nos separa del mundo. No obstante, lejos de sentir miedo o inseguridad, debemos proclamar nuestras convicciones católicas con inteligencia y gallardía, para atraer almas salvables y combatir a los enemigos de la verdad, del bien y de la belleza.
El castigo más severo
30 Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto.
Los Apóstoles, llamados a pregonar en un futuro el mensaje cristiano «desde la azotea» (Mt 10, 27), reciben este momento la tajante prohibición de hablarle al pueblo sobre la visión sobrenatural que tenían del Mesías. Jesús seguiría siendo un misterio para los israelitas, porque se lo merecían.
Ésta es la pena más dura que se le puede imponer a nadie: permanecer en la oscuridad respecto a la verdad.
La perspectiva de la prueba
31 Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». 32a Se lo explicaba con toda claridad.
Sufrimiento, rechazo y muerte: el peso de la prueba se cernía sobre los Apóstoles. Cristo tenía que cargar sobre sí los pecados de los hombres para rescatarlos de las garras del demonio y devolverles la libertad de hijos de Dios.
El pronóstico de lo doloroso y que contraría los criterios personales causa repulsión en la criatura que, en sí misma, se cree independiente y merecedora de lisonjas y placeres
¡Qué difícil es aceptar esta perspectiva! Sin embargo, estar dispuestos a afrontar la adversidad por amor a la verdad y al bien constituye el núcleo de nuestra existencia en la tierra. A los ojos de la fe, es un honor poder pelear por Dios en las luchas contra el mal que se encuentra en nosotros mismos y a nuestro alrededor. Pero para los mundanos, que prefieren una vida fácil y placentera, dicha visualización causa tedio, incomprensión y, finalmente, rebeldía.
Ahora bien, hay un detalle que merece ser destacado. Tras la muerte, ¡vendrá la victoria! Jesús anuncia que tres días después de ser entregado en manos de sus adversarios resurgirá triunfante. A grandes males, grandes remedios. Si era necesario que el Verbo muriera crucificado, dándonos ejemplo de verdadero amor y obediencia, el buen Padre del Cielo le había reservado la glorificación más esplendorosa. Esta parte de su profética afirmación, no obstante, pasará desapercibida para sus oyentes, como se infiere del versículo siguiente.
La «levadura de Eva»
32b Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo.
De carácter muy espontáneo, San Pedro actúa según los impulsos de su mentalidad marcada por la «levadura de Eva», es decir, por el rechazo de ese aspecto fundamental de la condición humana que es la prueba. Y como él actuaría cualquier hombre que no hubiera sido tocado por la gracia de la cruz. En efecto, el pronóstico de lo desagradable, de lo doloroso, de lo que va contra los criterios personales causa repulsión en la criatura que, por sí misma, se cree independiente y merecedora de lisonjas y placeres.
Pidamos a Dios el don inefable de amarlo hasta el punto de vencer nuestro egoísmo y superar bien todas las pruebas, porque así transcurrirá nuestra existencia en este mundo: dolores y alegrías se alternarán hasta el bendito día en que, habiendo ganado la última batalla, veremos abrirse las puertas del Cielo para acogernos en la felicidad eterna, entre cánticos de júbilo de los ángeles y de los santos.
¿Piedra de la Iglesia o Satanás?
33 Pero Él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».
Poco antes, en la versión de San Mateo, el Señor había constituido a Simón como roca fundamental de la Iglesia, y ahora lo aparta de sí, llamándolo ¡Satanás! Dos extremos recorridos en unos instantes… ¿Cómo se entiende esto?
Sólo el que persevera hasta el final en la dura lucha que es la vida en esta tierra, estando dispuesto a sacar lo mejor de sí mismos durante las pruebas, conquistará los honores del Paraíso
La propia historia del papado parece darnos la clave de interpretación. Cuando los pontífices son verdaderos seguidores de Nuestro Señor Jesucristo, están dispuestos a enfrentar a los más terribles adversarios e incluso a derramar su sangre por la Iglesia con admirable valentía. Pero cuando buscan ganarse las sonrisas del mundo, se vuelven capaces de las peores traiciones, haciéndose merecedores de la atroz reprimenda infligida a Pedro. Implacable será, pues, el juicio de los Papas: ante Dios, o serán roca, o serán Satanás. No habrá término medio.
Seremos juzgados de manera similar. Si, atraídos por las comodidades de una existencia mediocre, huimos de la cruz y construimos una vida placentera en pacto con las máximas de perdición propagadas por el mundo, oiremos también de labios del Señor la sentencia condenatoria: «Quítate de mi vista, Satanás». Pero si queremos conquistar el Paraíso, debemos conservar la fe del príncipe de los Apóstoles a fin de ser piedras vivas de la Iglesia en medio de la tempestad.
Sólo hay un camino
34 Y llamando a la gente y a sus discípulos les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. 35 Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará».
Que nadie se engañe: no existe un programa de vida legítimo alejado del amor a la cruz y de la renuncia a nuestro egoísmo. Cualquier otra propuesta que se nos presente será falaz y terminará en un fracaso eterno. ¡Bien lejos de nosotros!
Al contrario, tratemos de perderlo todo por el Señor, para encontrarnos con Él en la eternidad. Entonces se dará a nosotros, colmándonos de un gozo insuperable.
III – Una corona reservada a los violentos
En una ocasión posterior a la escena narrada en el extraordinario Evangelio de este domingo, Nuestro Señor Jesucristo declara que el Reino de los Cielos pertenece a los violentos (cf. Mt 11, 12). ¿Quiénes son éstos? Aquellos que están dispuestos a sacar lo mejor de sí mismos durante las pruebas para rendirle a Dios el homenaje de su fidelidad. Y sólo los que perseveren hasta el final en esta dura lucha conquistarán, de hecho, los honores del Paraíso.
Necesitamos conseguir fuerzas para esta tan desafiante empresa, recurriendo asidua y confiadamente a la oración, seguros de que con nuestras propias fuerzas no lograremos nada. Como afirma el gran San Alfonso María de Ligorio, «quien reza se salva, quien no reza se condena». Está, pues, en nuestras manos conquistar esa corona. ◊