La sabiduría del pequeño Juan

Organizados por sus respectivas institutrices, los niños asistían atentos a la clase del Sr. Bier. En medio de la exposición, Juanito levantó la mano e hizo una pregunta…

 

Siglo XX. Nos encontramos en un pequeño bosque cerca de Baiersdorf, Alemania.
Era una tranquila y fresca mañana. El Sr. Bier había convocado allí ese día a los niños del colegio para dar la clase al aire libre. El maestro era un señor de unos 50 años, instruido en Ciencias Naturales, que dedicaba pacientes esfuerzos para enseñar a los escolares. Su objetivo era darles a conocer las maravillas de la Creación, despertar su curiosidad científica y, sobre todo, enseñarles a amar al Altísimo de quien todo proviene.

Hombre de alma vigorosa y convicciones sólidas, pero cuyo espíritu se veía atormentado por dudas que a menudo le quitaban el sueño: si Dios es la Bondad, la suma Perfección, ¿por qué dejó entrar el pecado en el mundo, permitiendo que los hombres le ofendieran tanto y tan gravemente? ¿Por qué motivo no dio a todos los cristianos firmeza en la virtud, haciéndolos capaces de enfrentar, como un robusto roble, cualquier embate del demonio?

El Sr. Bier era un hombre riguroso y recto, pero su espíritu se veía atormentado por dudas…

Poco a poco fueron llegando los niños al bosque llevados de la mano de sus institutrices, que los organizaron en pequeñas sillas, alineaditas, con disciplina auténticamente alemana. El césped estaba frondoso y la luz del sol hacía brillar, cual diamante, las gotas del fino rocío matutino.

El Sr. Bier cogió una flor y empezó a explicar cómo Dios les había dado a las plantas diferentes formas y colores para simbolizar la diversidad de sus dones y cómo las peculiaridades de aquellas criaturas reflejaban variados aspectos de la inmensidad divina.

La rosa, bella y combativa, defendía su aparente fragilidad con un blindaje de espinas. Nadie osaba acercarse a ella sin cuidado y reverencia. El jazmín y la primavera trepaban tan alto en busca del sol que se hacía casi imposible alcanzarlos. Eran flores, por así decirlos, contemplativas…

En ese momento, Juan, uno de los alumnos, levantó la mano y preguntó en un tono de voz muy inocente:

—Sr. Bier, ¿y qué quiso Dios simbolizar al crear la hierba del prado?

El profesor se enmudeció un instante.

—Bueno, el césped… No es fuerte, no es alto. Se rompe nada más se pisa y posee un color verde bastante banal.

En la debilidad de las criaturas es donde Dios manifiesta las maravillas de su misericordia

Juan prosiguió:

—Pero, señor profesor, ¿cómo se manifestaría la compasión divina si todas las criaturas fueran fuertes y se bastaran por sí mismas? ¿No era preciso que Dios creara algunas muy débiles y flacas para que a través de ellas pudiera mostrar su bondad y su poder?

El Sr. Bier no había pensado nunca en ello. De hecho, si Dios hubiera creado a todos los seres perfectos e impecables no podría ayudarlos, ni perdonarlos. Su misericordia no tendría oportunidad de manifestarse…

—Mire, por ejemplo, esta hierba que se encuentra aquí a nuestro alrededor —añadió el pequeño Juan—. Por sí sola no tendría ante nuestros ojos ningún valor… Pero iluminada por el sol y por el rocío, ¡qué maravilla! ¿No cree usted?

Minúsculas gotas de rocío adornan el césped

El césped, iluminado por el rocío y por la luz del sol, ¡qué maravilla!

Tras un gesto de asentimiento, el maestro continuó la clase como si no hubiera pasado nada. Sin embargo, algo había cambiado en su interior: las palabras de Juan le hicieron entender mejor las perfecciones divinas, y su alma se vio aliviada de aquel peso de dudas que cargaba hacía años. Dios se sirve a veces de los más pequeños para transmitirnos perlas de su infinita sabiduría.

El chiquillo que hablaba de esa manera era un niño de ojos grandes y oscuros. Intrépido e intransigente con el mal, poseía mucha virtud y un amor a Dios tan puro como el aire de aquella luminosa mañana. Quién sabe si el Sr. Bier no había sido agraciado por la Madre de Dios con un beneficio aún mayor, que sólo descubriría en el Cielo: haber sido maestro de un gran santo que, al haber asistido a sus honestas y bien preparadas clases, aprendió a amar más la Creación.

 

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