Le corresponde a San José restaurar en su esplendor la santidad en la Iglesia y en la sociedad. Si él es el Patriarca y Padre del Cuerpo Místico de Cristo, ¿cómo no esperar su ayuda, que es tanto más decisiva cuanto más necesaria?

 

A lo largo de los siglos el Señor «desplegó el poder de su brazo» (Lc 1, 51) contra sus enemigos enviando a hombres y mujeres providenciales que salvaron a su pueblo por medio de gestas admirables, en las cuales el factor sobrenatural siempre fue determinante. Sin embargo, en muchas circunstancias la omnipotencia divina vino precedida de una larga espera, hasta tal punto que el salmista exclama: «Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más» (Sal 44, 24). Y cuando parece que todo está perdido entonces su intervención sobreviene de manera sorprendente, superando cualquier expectativa.

Un misterio similar ocurre con San José. Al estar dotado de toda clase de heroísmo y de audacia para defender a Jesús, en pocas ocasiones pudo exteriorizar en sus múltiples despliegues tales virtudes, ya que, frente al plan de la Redención, debía aceptar con obediencia y resignación el designio divino de la muerte del Salvador. Por así decirlo, inmoló espiritualmente a su hijo, consintiendo su holocausto para que se cumpliera la voluntad del Padre. Por este motivo esas cualidades permanecieron en cierto modo recogidas durante su vida, pues si las hubiera usado en plenitud habría evitado la Pasión.

Pero al estar ya en el Cielo, el velo de penumbra que cubría su fuerza a los ojos de los hombres le fue retirado, revelándose progresivamente desde la eternidad el vigor del brazo de Dios por la intervención cada vez más clara y decisiva del santo Patriarca en los acontecimientos.

De hecho, al ser el más grande de los santos varones de la Historia, goza en la bienaventuranza de una audiencia especialísima y de un enorme poder de intercesión en favor de los que a él recurren. Por su estrecho vínculo con el Cuerpo Místico de Cristo, vela por todos sus miembros, protegiendo a los inocentes y obteniéndoles el arrepentimiento a los pecadores. Esta auténtica mediación en el orden de la gracia, la ejerce con generosidad, eficacia y dominio, mereciendo como nadie el título de Patriarca de la Iglesia Católica.

Patriarca y Padre

Cuando la Sagrada Escritura llama a alguien «patriarca» parece que quiere unir en una misma persona las prerrogativas de un padre y la grandeza de un monarca. Al igual que Adán, Noé, Abrahán, Isaac o Jacob, el patriarca es, ante todo, el primero de un numeroso linaje. Representa para los suyos la propia paternidad divina y es capaz de dedicarse por entero a sus hijos para salvarlos, como Noé, que empleó su existencia en la construcción del arca y preservó, en medio de las aguas purificadoras del Diluvio, la vida de los escogidos de Dios.

San José, Patriarca de la Santa Iglesia – Basílica menor del Oratorio de San José, Montreal (Canadá)

Ahora bien, San José fue declarado oficialmente Patriarca y Patrón de la Santa Iglesia,1 título que contiene un profundo significado, no descubierto aún a los ojos de todos los hombres. En efecto, su paternidad empezó cuando, al dar su consentimiento a la concepción del Hijo de Dios en el seno de María, recibió a Jesús como hijo suyo; y esa paternidad fue sublimada por el mandato divino de ser él quien impusiese el nombre al niño. Esta vinculación con el Verbo Encarnado lo pone en una relación muy estrecha con la Iglesia, pues, por el hecho de ser padre de Cristo, San José también lo es de su Cuerpo Místico, ya que no se puede separar la cabeza de los miembros.2

Por eso tiene para con cada uno de los bautizados una dedicación y un desvelo paternal muy intensos, intercediendo continuamente para que el soplo del Espíritu Santo los vivifique y los lleve a la perfección. Además, se preocupa, como buen padre, por las necesidades de todos, corrige sus defectos y pecados y los defiende de sus enemigos, sobre todo del demonio y sus insidias.

Igualmente se ha de añadir que el patriarca no sólo es un mediador, sino también el arquetipo de la familia a la cual gobierna. El Apóstol presenta a Abrahán como ejemplo del hombre de fe digno de ser imitado (cf. Heb 11, 8-13). Insondablemente por encima de él se encuentra San José, el cual, como observa el Dr. Plinio, es «el Patriarca de la sociedad por excelencia, la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, y el modelo de esta sociedad. Si quisiéramos conocer a un varón de quien pudiéramos decir “aquí está el católico apostólico romano perfecto” ese sería San José. Si lo viésemos de espaldas, caminando, nos arrodillaríamos y exclamaríamos: “Un católico es eso”. Todo el esplendor, toda la santidad, toda la belleza de la Iglesia; la maravilla de todos los santos que hubo, hay y habrá están simbolizados en San José. De lo contrario, no tendría la talla suficiente para ser el Patrón de la Iglesia Católica».3

En este sentido, se puede afirmar con seguridad que cuando la Iglesia necesitó una ayuda especial ante las dificultades y persecuciones, allí estuvo su Santo Patriarca como poderoso intercesor y singularísimo protector, infundiendo un ánimo irresistible a los soldados de la fe, para que se vencieran a sí mismos y derrotaran a los adversarios de su Hijo Jesucristo.4

La historia de una discreta, pero eficaz presencia

San Benito con sus monjes –
Abadía de Monte Oliveto Maggiore (Italia)

Una sintética retrospectiva de la Historia de la Iglesia, a la luz de la protección de San José —discreta a veces, pero siempre eficaz—, nos ayudará no sólo a comprender todo el bien que ha hecho, sino también a prever lo que aún realizará en el futuro grandioso que está reservado a los que esperan contemplar la manifestación del poder del Señor.

En los primeros siglos del cristianismo, bajo la cruel persecución del Imperio romano, la Iglesia, al igual que Nuestro Señor Jesucristo después de su nacimiento, fue desarrollándose cual frágil niña, continuamente amenazada. Incontables mártires vertieron su sangre como Jesús, no sin antes invocar al Patriarca de los justos, cuya devoción ya se estaba extendiendo. El patrón de la buena muerte los acompañaba hasta su último suspiro, inspirándoles actos de fe, esperanza y caridad.

Al contemplar los cuerpos inertes de sus hijos predilectos, San José debe haber suplicado la intervención de Dios, como narra el Apocalipsis: «Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?”» (6, 9-10).

Cesadas las persecuciones gracias al decreto de Constantino, San José estuvo al lado de los confesores, que defendieron la pureza de la fe contra los innumerables y perniciosos errores que intentaban desvirtuarla. Debido a su integridad absoluta, San José se convirtió en el más implacable enemigo de la herejía. Observaba con indignación cómo las abundantes apostasías rasgaban la túnica inconsútil del Dominador de los tiempos, que las toleraba a la espera de una futura revancha.

Este desquite pudo verificarse, hasta cierto punto, con el florecimiento de la civilización cristiana, época de un gran perdón para la humanidad pecadora, donde Dios mostró su benevolencia hacia las naciones católicas al suscitar en ellas sacerdotes y reyes virtuosos; una era en que la sangre adorable de Cristo logró impregnar la vida social con el buen olor de la santidad.

San Luis IX ante Damieta, por Gustave Doré

Durante la Edad Media la fuerza de San José estuvo al lado de los monjes, dándoles ánimo y sabiduría para construir, al son de las armoniosas melodías del canto gregoriano y bajo la dulce férula de la Regla benedictina, una nueva civilización sobre las ruinas del Imperio romano. Acompañó los largos recorridos de los peregrinos penitentes, revistió de coraje a los cruzados y sustentó la realeza, la cual tuvo en San Enrique, San Luis y San Fernando —entre tantos otros— ilustres modelos de combatividad contra el mal y de celo por consolidar la justicia del Evangelio en todas las instituciones humanas.

Al acercarse el final de este período la teología comenzó a reflexionar con interés respecto de San José, haciéndolo que brillara, todavía tímidamente, en el firmamento de la piedad católica. Nacía así una devoción que se extendería cada vez más, aunque no siempre lograse abarcar las virtudes del santo Patriarca en su armonioso conjunto. En efecto, no es raro pensar que la compasión excluye la justicia y, a veces, San José ha sido considerado sólo por uno u otro aspecto de su grandiosa personalidad.

En el declive de la Edad Media el gusano roedor del orgullo y de la sensualidad minaba el esplendoroso edificio construido por la Iglesia y la sociedad se fue dejando llevar por el ateísmo práctico, cayendo progresivamente en la indiferencia en relación con el mundo sobrenatural. No obstante, las alegrías terrenas no les dieron a los hombres todo lo que ellos deseaban y entonces comenzaron a sucederse guerras y revoluciones. La acción de San José durante esta fase seguramente consistió en promover la devoción al Corazón de su Sacratísimo Hijo, como remedio saludable. Sin embargo, las llamas de este Corazón, que debían incendiar las almas, fueron casi extinguidas por las olas del materialismo y de la vanidad.

En el siglo XIX el entusiasmo de los católicos por San José creció por todo el orbe. Surgieron cofradías, devociones y autores fervorosos que mucho escribieron sobre él, abriendo de forma prometedora los horizontes de la fe en relación con el santo Patriarca, que todavía era insuficientemente comprendido y amado. Eran tiempos precursores de grandes calamidades en el campo religioso, moral y social, y el patrocinio de San José debería ayudar a los buenos en los combates que tendrían que trabar en defensa del orden.

En 1917, durante la última aparición de la Virgen en Fátima, San José se apareció también, con el Niño Jesús en su brazo izquierdo, y juntos bendijeron a la multitud tres veces. María Santísima no quiso dejar pasar la ocasión para proyectar la figura de su esposo como uno de los protagonistas de los acontecimientos futuros que deben conducir a la humanidad, en medio de dramas tremendos, al Reino por Ella prometido. San José será pues el precursor de la Madre de Dios, que preparará los corazones para establecer esa era de paz y de gracia, y reinará con Ella y con su Hijo divino en todos los corazones.

En el momento presente

A San José le habían sido confiados Jesús y María, primicias de la Iglesia, en un mundo que yacía en una profunda crisis. El pueblo de la Alianza se encontraba minado por la mediocridad y esperaba un Mesías político que elevara su nivel de vida, lo eximiera de los impuestos y le diera el dominio sobre el orbe. Por otro lado, las demás naciones se encontraban sumergidas en las tinieblas del paganismo, habituadas a vivir en medio a una degradante brutalidad. Ahora bien, en manos del santo Patriarca estaba el Niño Jesús, cuya misión era salvar a los hombres e invertir esta situación, fundando la Santa Iglesia Católica.

San José, Patriarca de la Santa Iglesia –
Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Roma

El momento presente hace suponer que se va a empezar a manifestar, de manera cada vez más clara, la fuerza que tiene San José para intervenir en los acontecimientos, pues esta situación no se diferencia mucho de la decadencia en que estaba la humanidad cuando Nuestro Señor Jesucristo se encarnó, con el agravante de que ahora se ha dado la espalda a los frutos de su preciosísima sangre, con todo lo que eso significa, según afirma el Apóstol en la Carta a los hebreos: «Crucificando de nuevo al Hijo de Dios y exponiéndolo al escarnio» (6, 6).

La tierra entera sucumbe ante un nuevo paganismo, peor que el antiguo, donde se cometen crímenes de una violencia que clama a los Cielos: la inocencia de aquellos niños que no son asesinados en los vientres de sus madres se pierde tan pronto como es posible; la amoralidad reina en la mayoría de los corazones; la injusticia, el ateísmo y el pragmatismo dominan la casi totalidad de las leyes y las costumbres; en síntesis, el mundo ha tocado, por decirlo así, el abismo más profundo de la bajeza.

Por eso la devoción a San José, como Patriarca y Padre de la Iglesia, debe ocupar un lugar destacado en la piedad católica. Su intervención se hace cada vez más urgente, pues le cabe restaurar en todo su esplendor la santidad en la Iglesia y en la sociedad. Si él es el verdadero defensor de la Esposa de Cristo, ¿cómo no esperar su ayuda, que es tanto más decisiva cuanto más necesaria? Confiemos en su paternal providencia y omnipotente intercesión5 a favor del Cuerpo Místico de su Hijo Jesús.

Su amorosa protección es también una auténtica garantía del triunfo final de la Santa Iglesia anunciado por el profeta: «Alegrémonos y gocemos y démosle gracias. Llegó la boda del Cordero, su esposa se ha embellecido» (Ap 19, 7). 

Extraído, con pequeñas adaptaciones,
de: «San José: ¿quién lo conoce?…».
Madrid: Salvadme Reina de Fátima,
2017, pp. 409-422.

 

Notas

1 Cf. BENEDICTO XIV. De servorum Dei beatificatione et beatorum canonizatione. L. IV, p. 2, c. 20, n.º 57. In: Opera Omnia. Prati: Aldina, 1841, t. IV, p. 598). SAGRADA CONGREGACIÓN DE RITOS. Decreto Quemadmodum Deus; PÍO IX. Inclytum Patriarcham.
2 Explica el P. Bover esta altísima unión: «De la misma forma que la maternidad espiritual de María en relación con todos los hombres no es sino el complemento y prolongación de la maternidad natural para con Jesús, así la paternidad de San José, que ejerció naturalmente en relación con Cristo, se prolonga de forma mística. Con razón, es necesario que la autoridad y el cuidado paterno que San José ejerció en la Sagrada Familia, primer núcleo de la Iglesia, se extiendan maravillosamente a toda la Iglesia» (BOVER, SJ, José María. De cultu S. Iosephi amplificando. Theologica disquisitio. Barcinone: Eugenius Subirana, 1926, pp. 49-50).
3 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 18/3/1977.
4 El P. Llamera, con base en la enseñanza del Doctor Angélico de que «ningún entendimiento bienaventurado está privado de conocer en el Verbo todo lo que está relacionado con el propio bienaventurado» (SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología. III, q. 10, a. 2), concluye acerca de San José: «A la perfección de cada uno de los bienaventurados dice relación todo aquello que adquirió por la caridad y méritos diversos, especialmente los adquiridos en sus ministerios y oficios peculiares mientras vivió en la tierra. Considerando, pues, de un lado, el grado excelentísimo de la caridad de San José y, de otro, su singular ministerio, se sigue la afirmación de su universal patrocinio; universal ciertamente, primero, por la facultad de socorrer a todas las necesidades, tanto espirituales como materiales, de los hombres; segundo, por la extensión de su protección y ejemplaridad a todas las personas de cualquier estado, clase y posición social que sean» (LLAMERA, op. cit., p. 316).
5 Así califica el Papa Pío XI la providencia e intercesión de San José: «Se dice y se observa esta palabra “omnipotente” al hablar de la intercesión de María Santísima, pero nos atrevemos a afirmar que, antes aún, es necesario aplicarla a San José. […] Esta intercesión no puede menos que ser omnipotente, pues ¿qué pueden negarle Jesús y María a San José, a quienes él consagró literalmente toda su vida, y que, en realidad, le deben los medios de su existencia terrenal?» (PÍO XI, Alocución, 19/3/1938).

 

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2 COMENTARIOS

  1. «He podido vivir algunas de las actividades organizadas por Heraldos del Evangelio España en honor a San José. Organizaron un Triduo en Cartagena, una ciudad preciosa de Murcia, donde el Rvdo. P. Don José Francisco Hernández E.P. hizo tres catequesis sobre la vida del Esposo de Nuestra Señora. La Misa Mayor fue un regalo, (con Consagración a San José incluida) celebrada en Paiporta un pueblo de Valencia.

    Entre el libro “San José ¿Quién lo conoce?” de Monseñor Joao Clá, esta inmejorable revista que publicó el mes pasado un artículo sobre este impresionante libro y las Catequesis del Rvdo. Padre, sin duda, he descubierto al Santo de los Santos. He descubierto al grandioso San José, el Patriarca de la Santidad en la sociedad y en la Iglesia Católica.

    Desde España le pedimos a San José que proteja y difunda esta revista. Es innegable el bien que nos hace a las almas que tenemos el honor de recibirla.

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