El P. Felipe se dirigió al lecho del moribundo para darle los últimos sacramentos. Cuál no fue su sorpresa al ver, en las manos del agonizante, aquella misma cruz.

 

En una apacible aldea vivían dos jóvenes amigos, Rodrigo y Felipe. Todos los domingos iban a Misa a la iglesia de Nuestra Señora, Madre de Misericordia, donde recibían clases de catecismo con el P. Adalberto.

Las palabras y buenos ejemplos de este sacerdote, ya anciano, eran seguidos y admirados por los habitantes del lugar. Era un verdadero padre que sabía tratar a cada uno con la bondad y delicadeza necesarias.

Cada semana les contaba a los niños de la catequesis un nuevo episodio de la Sagrada Escritura: el sacrificio de Isaac, las epopeyas de Judas Macabeo, el combate de David contra Goliat, Gedeón derrotando a los madianitas… Se quedaban encantados al ver cómo esos personajes habían conseguido tamañas victorias, cuya poderosa arma era únicamente la confianza en Dios.

Al final de la narración de aquel día, Felipe le preguntó:

—Padre, ¿qué debemos hacer para tener un corazón tan lleno de fuerza como el de las personas que la Biblia nos pone de ejemplo?

—La vida del hombre sobre la tierra es una constante lucha. A esos héroes les tocó combatir en medio del campo de batalla, pero todos nosotros tenemos que vencernos a nosotros mismos… Como hemos sido concebidos en el pecado original, cada cual tiene dentro de sí un enemigo invisible que le invita a hacer el mal. Luchar contra él requiere más fe, fuerza y confianza que el combatir, espada en mano, contra un poderoso adversario.

«Amigo mío, lleva contigo esta cruz; estaré rezando por ti»

Los niños se quedaron en silencio unos instantes. La enseñanza del viejo sacerdote penetraba a fondo en sus corazones, sobre todo en los de Rodrigo y Felipe.

Después de la clase todos regresaban a casa, pero, en esa ocasión, los dos amigos permanecieron dentro de la iglesia, pensativos. Entonces Felipe rompió el silencio:

—Rodrigo, ¿te has fijado lo hermosas que son las historias de la catequesis? Me entusiasmo nada más de pensar en las batallas por las que pasaron aquellos hombres. ¿Tú también tienes ese deseo de luchar?

—¡Sí, Felipe! Mientras el P. Adalberto narraba las hazañas de Judas Macabeo y sus compañeros yo sentía en mi alma el llamamiento de Dios a realizar proezas similares.

Entonces los dos decidieron arrodillarse ante una imagen de la Virgen que había allí y pedirle la gracia de saber luchar en cualquier campo de batalla con la fuerza de aquellos héroes.

Los años fueron pasando y ambos continuaban rezando juntos en esa intención. Cuanto más se lo suplicaban a María Santísima, más ese anhelo les abrasaba sus corazones.

Cierto día, unos emisarios procedentes de la capital aparecieron en el pueblo con el fin de convocar a los mayores de 15 años para que fueran a salvaguardar el reino: una de las regiones fronterizas más importantes había sido invadida y ¡era necesario defenderla! Los dos jóvenes exultaron con la noticia, pero… Felipe tenía solamente 13 años y el bando dejaba bien claro el límite de edad de los que podían alistarse.

Toda la población se puso manos a la obra para preparar las armas, el equipaje, los arreos de los caballos. Tan sólo quedaban veinte días para la salida.

Llegado el día señalado todos se reunieron en la iglesia para confesar y comulgar. Se notaba en Felipe una leve tristeza al no poder acompañar a Rodrigo y a los demás convocados. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas al ver a quien tanto amaba marchar hacia el combate.

Cuando el grupo estaba a punto de partir, Felipe salió de entre la multitud y, en voz alta, le dijo a Rodrigo:

—Amigo mío, lleva contigo esta cruz para que nunca te olvides de que estaré rezando por ti.

Tras entregarle a su compañero tan preciado objeto, los dos se abrazaron y luego Rodrigo emprendió el camino.

Después de unas semanas de difíciles jornadas, Rodrigo y sus compañeros pudieron avistar el campo de batalla. Indescriptible fue la alegría sentida por sus nobles corazones. Sin embargo, poco tiempo tuvieron para disfrutarla, porque el ejército enemigo estaba apostado demasiado cerca. Además, el choque, que se presentaba inminente, se produciría contra un número de soldados desproporcionalmente más grande.

Lucharon durante todo el día hasta que, cuando el sol ya iba poniéndose en el horizonte, ¡salieron vencedores! Pero la batalla no había terminado. El adversario se había retirado a poca distancia de la frontera, esperando el momento oportuno para volver a atacar. Sería necesario permanecer allí bastante tiempo, a decir mejor, muchos años, para defender el territorio que acababan de recuperar.

Mientras tanto, en la aldea vivían en un clima de expectativa. La población estaba ávida por saber cómo se encontraban sus coterráneos, pero las noticias no llegaban…

—¿Habrán muerto? ¿Ganaron la guerra? —se preguntaban, aunque con serenidad y confianza depositaban sus aprensiones bajo la protección de María.

Sin reparar en su propio cansancio, el P. Felipe se dirigió inmediatamente al lecho del moribundo

Pasaron los años y Felipe fue creciendo, hasta que decidió seguir el camino del sacerdocio. Se convirtió en un sacerdote tan celoso que el obispo decidió encargarlo de evangelizar las regiones más distantes.

Cierto día tuvo que emprender un viaje más largo de lo habitual. Exhausto por las numerosas jornadas de caminata que llevaba, se encontró con una fortaleza y decidió pedir abrigo allí. Tan pronto como el centinela le abrió la puerta y percibió que estaba ante un ministro del Señor le hizo que pasara aprisa, pues justamente en ese momento un soldado acababa de entrar en agonía.

Sin reparar en su propio cansancio, el P. Felipe se dirigió inmediatamente al lecho del moribundo para darle los últimos sacramentos. Cuál no fue su sorpresa al ver en las manos del agonizante la misma cruz que años atrás le había dado a su mejor amigo: ¡era Rodrigo!

Había resultado gravemente herido en una pelea y allí estaba, presto a entregar su espíritu a Dios. Ninguno de los dos podría creer en ese reencuentro habiendo pasado ya tantos años. Las lágrimas caían de la emoción.

Juntos recordaron la enseñanza del viejo P. Adalberto: «la vida del hombre sobre la tierra es una constante lucha». No obstante, Dios hace que cada uno combata en un campo de batalla diferente: unos serán llamados a derramar su propia sangre en defensa del bien, otros a trabajar y sacrificarse para hacer lucir en las almas la sangre del Redentor. Pero tanto este como aquel combate dan gloria a Nuestro Señor.

 

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