¿Cómo escalar la montaña más gloriosa?

Al hojear las páginas del Catecismo de la Iglesia Católica encontramos una afirmación muy importante: «Dios creó todo para el hombre, pero el hombre fue creado para servir y amar a Dios».¹

He aquí la gloriosa cima adonde nos convoca la Providencia. Sin embargo, se nos desvela ante nuestros ojos una escalada repleta de incertidumbres y de misterios para lograrlo.

La santidad no es imposible

Muchos se habrán preguntado, al menos una vez en la vida, si verdaderamente es posible alcanzar la santidad. Si es posible que el hombre soporte tantos sufrimientos, que venza horribles tentaciones, que persevere en la lucha incesante hasta el final de su vida. ¿No sería esto un empeño inútil de querer conseguir lo imposible?

Si la santidad fuera, en realidad, algo inviable el Cielo no estaría lleno de santos. De hecho, la Iglesia posee en la actualidad miles de almas canonizadas por su santidad de vida. Y estas son solamente las que constan en el martirologio, porque muchos justos han atravesado la Historia sin haber sido conocidos por nadie, a no ser por su más cercanos y, claro está, por Dios.

Ahora bien, si tantos han logrado conquistar la cumbre de esta sagrada montaña de la práctica de la virtud, también nosotros lo podemos hacer, con el auxilio de la gracia. En efecto, no podemos pensar que los santos eran seres de una «naturaleza más elevada» o que nacieron con algún poder súper especial… ¡Eran personas corrientes como nosotros!

Santa Teresa del Niño Jesús, por ejemplo, deja consignado en sus memorias que de pequeña había sido una niña muy mimada y con un temperamento fuerte y orgulloso, el cual tuvo que vencer a fuerza de sacrificios, renuncias y no pocas lágrimas…²

El gran Poverello de Asís, San Francisco, enfrentó igualmente una auténtica lucha contra sus costumbres mundanas y su frivolidad antes de cumplir la misión que Dios le había reservado.³

Incluso hasta el apóstol San Pablo narra con humildad sus debilidades y flaquezas: «Por la grandeza de las revelaciones, y para que no me engría, se me ha dado una espina en la carne: un emisario de Satanás que me abofetea, para que no me engría. Por ello, tres veces le he pedido al Señor que lo apartase de mí y me ha respondido: “Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad”» (2 Cor 12, 7-9).

Así pues, la santidad es algo enteramente asequible para nosotros. Y Dios como Padre amoroso no cesa de invitarnos en el interior de nuestras almas: «Hijo mío, hija mía, ¡coraje! Emprende esta escalada que se te presenta impracticable. Yo estaré contigo. Avanza paso a paso que cuando menos te lo esperes los ángeles estarán transportándote.

¡Sólo hay un camino!

Ante el desafío de trepar hasta una elevada cima es normal que se empiece analizando cuál es el mejor camino para alcanzarla. No obstante, las «almas alpinistas» que decidieron ser santas sólo tienen una única ruta que seguir para llegar a su meta: ¡cargar con la cruz!

Dice el Eclesiástico: «Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a Él y no te separes, para que al final seas enaltecido. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y sé paciente en la adversidad y en la humillación. Porque en el fuego se prueba el oro, y los que agradan a Dios en el horno de la humillación» (2, 1-5).

En su infinita misericordia y cariñosa paternidad, Dios quiso ser el primero en enfrentar el sufrimiento que nos exige; y lo hizo en proporciones inimaginables, no solamente para poder derramar sobre nosotros torrentes de gracias que nos sustenten, sino también para darnos ejemplo.

A fin de cuentas, Dios Hijo al encarnarse bien podría haber redimido al género humano con una sonrisa nada más, pues sus actos poseían un valor infinito. Pero quiso derramar hasta la última gota de su sangre en el más cruel y humillante martirio. Fue cubierto de injurias y despreciado por esas mismas personas por las que se ofrecía. No podría haber sufrido más.

Por lo tanto, el único camino que nos conduce al Cielo fue fundado e inaugurado por el propio Hijo de Dios hecho hombre. La gloriosa montaña de la santidad sólo puede ser escalada por pies que sangran.

Una prueba del amor de Dios

Así que cuando nos asalte la vorágine de las tentaciones, de las perplejidades y de las angustias, ¡no desanimemos! Por el contrario, compenetrémonos de que esos son los mejores momentos de nuestra vida, en los cuales podemos ofrecerle a Dios un amor puro, sin esperar retribución, sintiéndonos abandonados por Él mismo. En esas horas debemos arrodillarnos y ser agradecidos, seguros de que hemos sido elegidos para entrar por la puerta estrecha que nos conducirá al Cielo.

En el mundo hodierno, demostrar predilección por alguien significa colmarlo de honores y placeres; para Dios, sin embargo, eso no es así. La prueba del amor de Dios para con una persona son los sufrimientos que le envía, pues es en el crisol del dolor donde el alma se une a la Pasión redentora de Cristo y se hace uno con Él.

No tomemos, pues, las adversidades como un castigo o una venganza por nuestros pecados. Al contrario, incluso cuando soportemos merecidos sufrimientos, sepamos que han sido permitidos por la Providencia por amor y para nuestro bien. Aprovechémoslos para progresar en la virtud y «estemos alegres en la medida que compartamos los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocemos de alegría desbordante» (cf. 1 Pe 4, 13).

Recurramos al auxilio del Cielo

Los santos brillan en el firmamento de la Historia porque fueron perseverantes y treparon con entusiasmo la montaña del amor a Dios. En esta dura batalla de la vida recurramos, pues, a quienes ya combatieron el noble combate, guardaron la fe y recibieron de las manos del Señor, juez justo, la corona de gloria en la eternidad.

¡Son nuestros hermanos! Sin duda, esperan ansiosos oír de nuestros labios una humilde petición de ayuda, una oración devota, un fervoroso acto de fe. Tan pronto como lo hagamos, ciertamente vendrán corriendo a nuestro encuentro y nos fortalecerán en las vías de la virtud.

Y si, aún así, no llega a faltar el ánimo o nos asalta la duda, por intercesión de la Virgen Santísima lancémonos en los brazos de nuestro divino Redentor y abandonémonos a sus omnipotentes cuidados y enseguida oiremos su dulce voz susurrando en el interior de nuestra alma: «No tengas miedo de los sufrimientos; yo estoy contigo».⁴ ◊

Los mejores momentos de la vida…

Hay momentos en nuestra vida en los que las pruebas y las tentaciones sufridas parecen llevarnos a la deriva, como un barco perdido en medio de la tempestad en un mar embravecido. Son los mejores momentos, las mejores horas, donde Dios nos pone a prueba, permitiendo incluso que los demonios nos zarandeen mediante tribulaciones para intentar perdernos.

Así examina Dios a sus justos para que le ofrezcan un amor puro por Él, sin esperar retribución alguna, sintiéndose abandonados por Él mismo.

Si esto le pasa a usted, agradézcalo, porque ha sido elegido para entrar por la puerta estrecha que conducirá al Cielo.

Plinio Corrêa de Oliveira      

Notas

¹ CCE 358

² Cf. SANTA TERESA DEL NIÑO JESÚS. Manuscrits autobiographiques. In: Archives du Carmel de Lisieux. Œuvres de Thérèse: www.archives-carmel-lisieux.fr.

³ Cf. VIDA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS. Assis: Minerva Assisi, 2014, pp. 21-49.

⁴ SANTA MARÍA FAUSTINA KOWALSKA. Diario: la Divina Misericordia en mi alma. Granada: Levántate, 2003, p. 102.