Espíritu de amor y de paz

«Amor» y «paz», palabras tan en boga en la cultura contemporánea, pero cuyo significado real se conoce poco… El Evangelio de este domingo nos permitirá descubrir las maravillas que tales conceptos encierran y constatar cuán lejos de ellos está el mundo actual.

Evangelio del VI Domingo de Pascua

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 23 «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24 El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. 25 Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. 27 La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. 28 Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis» (Jn 14, 23-29).

I – Dos conceptos mancillados por la Revolución

Como un gigantesco volcán de pus, el movimiento hippie irrumpió en la década de 1960 extendiendo por el mundo, de una manera imparable, su lava infecta y maloliente, la cual llevó a la sociedad occidental a la autodisolución moral mediante la imposición de una mentalidad delirante y caótica. Las modas, la música, las reglas de educación, los ambientes, los gustos, en fin, la cultura en general se degradó drásticamente en todo el orbe, sin derramar una sola gota de sangre.

Uno de los eslóganes adoptados por los mentores de esa exitosa revolución tendencial fue el «peace and love»,1 siniestra parodia del lema «pax et bonum»2 del seráfico San Francisco de Asís. A partir de entonces, la paz se identificó subrepticiamente con la mera ausencia de conflictos armados y con la seudotranquilidad provocada por los estupefacientes, y el amor se asoció con el libertinaje desenfrenado, lo que deja en evidencia cuán distante se hallaba la divisa del Poverello del lema de esta generación.

Los excesos de esta revolución vaporosa, pero omnipresente, asustaron levemente a la opinión pública justo después de su primera detonación; en nuestros días, sin embargo, se impone a zancadas sin que nadie alce la voz para alertar a los espíritus incautos, los cuales acaban dejándose arrastrar, aunque con cierta reticencia, por su inmundo y seductor torrente. Son pocos los que perciben el final de esta resbaladiza pendiente, que conduce al relativismo doctrinario, a la completa erosión social, a una simpatía más o menos consciente por la fealdad y por la descomposición psíquica y moral.

Ante esta realidad, el Evangelio del sexto domingo de Pascua se presenta con la fuerza de un exorcismo divino, capaz de dispersar los vientos mefíticos de una revolución que impregna los más variados ambientes. En efecto, restablecer el verdadero significado de las palabras paz y amor significa enarbolar con gallardía, entusiasmo y fuerza el estandarte de Dios. Por lo tanto, es necesario manifestarles a los hombres, en parte aturdidos por el mal de hoy día, el esplendor del auténtico orden de las cosas, que el padre de la mentira quiere oscurecer.

II – Paz y amor a la luz de la verdad

El pasaje seleccionado por la sagrada liturgia para este domingo forma parte del discurso de despedida que Nuestro Señor pronunció durante la Última Cena en el Cenáculo. La inminencia de la dramática separación de los suyos, así como la perspectiva de la Pasión y la Resurrección, confieren una densidad especial a las palabras del Maestro y hacen que el ambiente se llene de imponderables de dolor y de esperanza, mal interpretados por sus discípulos, que se encuentran desorientados por los marcados sentimientos de temor y asombro. La virtud de la fe en sus almas todavía era frágil. Por eso el Buen Pastor abre su corazón, derramando sobre ellos torrentes de afecto, de sabiduría y de serenidad, a fin de consolarlos.

A la luz de la Tradición y de las nuevas inspiraciones del Consolador, también podemos descubrir en esos versículos de San Juan horizontes grandiosos para nuestra fe. En ellos se nos ofrece un guía seguro para instaurar el Reino de Dios en la tierra, todo hecho de paz y de amor, Reino prometido por Nuestra Señora en Fátima y en otras revelaciones privadas aprobadas por la Iglesia.

La Última Cena – Parroquia de Nuestra Señora de la Gloria, Juiz de Fora (Brasil)

La manifestación interior de Dios

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: 23 «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él».

Esta sublime afirmación de Nuestro Señor pretende responder a una cuestión planteada por San Judas Tadeo: «Señor, ¿qué ha sucedido para que te reveles a nosotros y no al mundo?» (Jn 14, 22). Para que se entienda mejor la pregunta del apóstol hay que recordar la profecía que Jesús hizo en los versículos anteriores: «Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él» (Jn 14, 19-21).

Al utilizar el término mundo, Jesús se refiere de manera particular al pueblo elegido tiznado por el pecado de deicidio. Después de la Pasión éste ya no volvería a verlo, pues, de algún modo, Él estaría muerto. No obstante, sus discípulos lo reencontrarían según la promesa del Maestro: «viviréis, porque yo sigo viviendo». A pesar de que vinieran a vacilar en la fe en el momento supremo de la crucifixión, esos seguidores vivirían de la buena nueva de la Resurrección.

Actuando así, Nuestro Señor contrariaba el faustoso concepto de una época mesiánica demasiado terrenal, en la que se cumplirían, al pie de la letra y no en su sentido espiritual, ciertas profecías que vaticinaban la primacía política y económica de Israel sobre los demás pueblos. Si Jesús, después de la victoria definitiva sobre la muerte, sólo se dejaba ver por los suyos, ¿cómo instauraría el soñado imperio que elevaría a Jerusalén a la cumbre de la gloria?

Ahora bien, a los discípulos les estaba reservado el inefable don de recibir la manifestación de Nuestro Señor en lo más íntimo de sus almas, misterio que se le escapaba por completo a San Judas, así como a los demás Apóstoles. Sólo después de la venida del Espíritu Santo comprenderían el secreto escondido en aquellas palabras de sabiduría que les sonaban incomprensibles. Sí, el Redentor se comunicaría con los que lo amaban y guardaban sus mandamientos, pero de forma interior y oculta.

Ese es el verdadero alcance de la afirmación: «el que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Se trata de la formulación más precisa de una realidad que nos llena de admiración y estremece: la inhabitación trinitaria.

En efecto, Dios elige nuestro corazón como su morada, estableciéndose en él con un afecto infinito, como un chorro continuo que derrama sobre nosotros ríos de fuego divino. Tal amor, que alcanzará su plenitud en el Cielo, progresa en la tierra a medida que nos vaciamos de nosotros mismos y les hacemos un hueco en nuestro interior a los Tres, que son Uno. Este don es tan real y tan elevado, que no hay palabras para agradecerle al Altísimo el hecho de bajarse y hallar sus deleites en permanecer, como padre y amigo, en cada uno de sus hijos adoptivos.

Cabe pensar aún que cuando cometemos un pecado mortal nos idolatramos a nosotros mismos o a las criaturas y expulsamos brutalmente esta presencia divina, que debe ser nuestro único y gran amor. Así podemos entender mejor la razón por la cual el hombre se hace digno del infierno tan sólo por una única falta grave.

El mundo no ama porque no guarda la palabra

24 «El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió».

En estas dos frases Nuestro Señor le explica a San Judas por qué no se manifestará al mundo: por la ausencia del amor y de la obediencia. El que no ama, no guarda la palabra de Jesús, lo que equivale a decir que es imposible que exista auténtico afecto para con el Padre celestial sin el cumplimiento de sus divinos mandamientos. Una verdad fundamental de nuestra fe atacada astutamente en nuestros días por el relativismo. La palabra de Dios permanece para siempre y quien no se doblegue con determinación ante la soberana voluntad del Señor de los ejércitos, que tiene derecho a ser escuchado y obedecido, jamás entrará al Reino de los Cielos.

Así pues, en el Evangelio de hoy, el vocablo mundo se refiere también a la triste multitud, encabezada en general por élites corruptas, que se oponen a la autoridad del Altísimo escudándose en sofismas inconsistentes. Será excluida de la más bella manifestación del Hijo de Dios: «Mira, estoy de pie a la puerta y llamo. Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3, 20).

Tratemos de vivir en estado de gracia y hagamos de la presencia trinitaria el tesoro más valioso de nuestra existencia.

La Santísima Trinidad, «Grandes Horas de Ana de Bretaña» – Biblioteca Nacional de Francia, París

El Verbo habla y el Espíritu enseña

25 «Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».

Procedente del Padre y del Hijo como vínculo de unión entre ambos, el Espíritu Santo es una llama infinita del más puro y vehemente amor, que supera toda consideración humana. El Sol no es más que un pálido resplandor en comparación con el eterno Afecto que une a la primera Persona de la Trinidad con la segunda. Este amor, contrario al egoísmo en todo, consiste en un volverse cada una de las divinas Personas hacia las otras dos, en un impulso de adoración, de éxtasis y de entusiasmo sin principio ni fin. De ahí que el verdadero amor sea el que se da y no el que sólo pretende recibir para satisfacer deseos bajos e individualistas, como pregona la actual ideología de la dejadez y la depravación.

La Santísima Trinidad, como bien sabemos, actúa siempre por amor y en perfecta concomitancia; las Tres son inseparables en la economía de la salvación. Sin embargo, para que se pudiera comprender mejor la diversidad de las Personas divinas, sus intervenciones tienen un sello trinitario. Todo hombre o mujer, por ejemplo, es capaz de tres amores: filial, marital y paterno o materno. Además, al adaptarse a nosotros con extrema compasión, el Dios uno y trino hace que en ciertas acciones llamadas ad extra la «tonalidad» de una Persona sea más perceptible que la de las otras dos. Así, al Padre se le atribuye generalmente la Creación; al Hijo, la Redención; al Espíritu Santo, la santificación.

Con el deseo de instruir a los Apóstoles acerca de la existencia y el modo de proceder del Espíritu Santo, Nuestro Señor les explica su rasgo característico: predisponer a las almas no sólo a escuchar, sino también a recordar las preciosas enseñanzas y profecías del Verbo Encarnado. Por eso, la palabra dicha por el Hijo nunca será recibida con seriedad y atención sin el auxilio del Paráclito.

Jesucristo conocía mejor que nadie el papel de la gracia del Espíritu Santo en la santificación de los fieles, que consiste en el perfeccionamiento de todas las virtudes bajo la égida de la caridad y del don de sabiduría. Por eso, con respecto a todo lo que se refería a su futura revelación interior, Él les dice a los Apóstoles: «Os he hablado», ya que el Paráclito será quien «os lo enseñe». La diferencia entre hablar y enseñar se comprende fácilmente. En el primer caso, se transmite algo, pero con el riesgo de que caiga en el olvido; en el segundo, el verbo pronunciado se fija eficazmente en la memoria y en el corazón, a semejanza de lo que ocurría con Nuestra Señora, Esposa fidelísima de la tercera Persona de la Santísima Trinidad (cf. Lc 2, 51).

He aquí una lección para los que se dedican a labores apostólicas. Si no cuentan con la ayuda sobrenatural, su trabajo será un fracaso de principio a fin. Bajo la bendita luz del Consolador, por el contrario, todo germinará, florecerá y fructificará en abundancia. De ahí la apremiante necesidad de no depositar nunca nuestra confianza en los medios y métodos humanos, sino en la gracia, sin la cual no se consigue nada.

La gloria del Espíritu Santo – Museo de Arte Sacro, Río de Janeiro

La paz de Cristo

27a «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo».

Al Espíritu del Padre y del Hijo se le llama Amor. Y el fruto del amor es la paz. Por tal motivo, Jesús afirma que nos deja la paz y nos da su paz. Se trata del Espíritu Santo, como don, quien ordena al hombre interiormente con miras a la mayor gloria de Dios.

Siguiendo a San Agustín,3 los medievales definieron la paz como la tranquilidad del orden, de suerte que el correcto ordenamiento de los seres es la causa de la plácida quietud que llamamos paz. Ahora bien, para Santo Tomás de Aquino,4 en el hombre existen tres tipos de orden. El primero procede de la concordia entre sus facultades internas, es decir, la obediencia de la sensibilidad a la razón y la sumisión de ésta al Creador. El segundo es la paz del hombre con Dios. Se trata de una armonía interior fruto de la serenidad de una conciencia recta, que está al día con la ley del Altísimo: «Mucha paz tienen los que aman tu ley» (Sal 118, 165). El tercero, finalmente, se refiere al prójimo, como enseña el Apóstol en la Epístola a los hebreos: «Buscad la paz con todos y la santificación» (12, 14).

Entre los factores que llegan a perturbar esa paz se encuentra el dinamismo de las malas pasiones, sobre todo el orgullo y la sensualidad, como enseña el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira. A su vez, el Doctor Angélico afirma que, para que exista la paz, la parte sensitiva del alma «debe ser inmune a la molestia de las pasiones»,5 meta osada para quienes están sujetos a los clamorosos efectos del pecado original…

Llegamos, pues, a una sencilla conclusión: la paz sólo puede mantenerse en una guerra continua contra los principios que deterioran el orden. Lo que explica la categórica declaración del Señor: «No he venido a sembrar paz, sino espada» (Mt 10, 34), entendiéndose la paz como la ausencia de oposición.

Por lo tanto, hay que recurrir frecuentemente a la oración para mantener bajo control a esos enemigos insidiosos, capaces de precipitar en el desvarío las facultades de nuestra alma. Y, una vez obtenido el auxilio celestial, se trata de librar una lucha sin tregua ni cuartel contra nosotros mismos, mediante la disciplina, virtud tan olvidada por la cultura actual, que se caracteriza «por la espontaneidad de las reacciones primarias, sin el control de la inteligencia o la participación efectiva de la voluntad; por el predominio de la fantasía y las “vivencias” sobre el análisis metódico de la realidad: fruto, todo, en gran medida, de una pedagogía que reduce a casi nada el papel de la lógica y de la verdadera formación de la voluntad».6

La sabiduría medieval apreciaba la disciplina y la promovía con eficacia, creando las condiciones para que se desarrollara una cultura impregnada de las máximas del Evangelio. El ilustre abad Hugo de San Víctor lo expresa muy bien en una de sus obras: «La disciplina es la cadena de la codicia, la prisión de los malos deseos, el freno de la lascivia, el yugo del orgullo, los grilletes de la ira, que somete la intemperancia, apresa la liviandad y sofoca todos los movimientos desordenados de la mente y los apetitos ilícitos. […] La disciplina cohíbe el ímpetu de todos los vicios y cuanto más reprime los malos deseos exteriores, más fortalece los buenos deseos interiores. Poco a poco, mientras la marca de la virtud se imprime en la mente a través del hábito, se conserva la compostura externa del cuerpo a través de la disciplina. […] Esto debe observarse en cuatro puntos principales: en la forma de vestir, en los gestos, en la manera de hablar, en el comportamiento en la mesa».7 Así pues, las rectas costumbres y la buena educación se convierten en las salvaguardas de la paz de Cristo.

También merece la pena considerar que la paz de Cristo se distingue de la seudopaz del mundo. Santo Tomás8 explica que la paz de los santos difiere de la paz de los pecadores en tres aspectos. Ante todo, por la intención. La paz de los mundanos está ordenada al disfrute de los bienes terrenales, que son efímeros e inestables, mientras que la de los bienaventurados descansa en los bienes eternos. Se sigue que la primera es ficticia, ya que los hijos del mundo, continuamente reprochados por su propia conciencia, gozan de una paz meramente exterior, mientras que la de los hijos de Dios es interior y exterior, puesto que reciben la alabanza de la conciencia, el aprecio del bien y el afecto del Padre de las luces. Finalmente, la paz mundana es imperfecta porque el hombre, al satisfacer sus pasiones, se hace reo del infierno: «No hay paz para los malvados» (Is 57, 21). La paz de Cristo, por el contrario, proviene de la esperanza de poseer para siempre la felicidad plena.

Queda así esclarecido el verdadero sentido del término paz y puesto en evidencia cómo está a años luz de la falsa concepción promovida por la subcultura hippie, tan extendida hoy en día.

Cristo Gladífero – Sainte-Chapelle, París

Nuestro general invencible es el Príncipe de la paz

27b «Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. 28 Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis».

La previsión del distanciamiento del Maestro llenaba el corazón de los Apóstoles de turbación y temor, sentimientos muy humanos, pero que debían ser vencidos por la fe. El acierto del vaticinio del divino Profeta sería el sello de garantía de sus palabras y la causa, en buena medida, de la fidelidad de sus discípulos.

Ahora bien, Nuestro Señor nos pide igualmente a nosotros esa fe.

Jesús es el Príncipe de la paz (cf. Is 9, 5), nuestro invencible general, el Jinete del Apocalipsis (cf. Ap 19) que comanda las cohortes de los hijos de la luz y dispersa a los enemigos del orden. Subió al Cielo para ser glorificado por el Padre en su humanidad santísima, siéndole dado poder, imperio y fuerza irresistible, y en esas condiciones volverá con gloria y majestad el día del Juicio. Pero no sólo entonces. Nuestro Señor vuelve cada vez que celebramos el Santo Sacrificio del altar, donde se hace Cordero inmolado, Señor absoluto de la Historia, Protector eficacísimo de los suyos, Alimento de salvación. En los sagrarios y ostensorios lo tenemos cual Prisionero de amor, que mendiga la limosna de nuestro cariño y nuestra compañía. Fortalecidos por su presencia, podemos superar nuestras vacilaciones y ver consolidados nuestros buenos propósitos de luchar hasta la muerte, para establecer en nosotros mismos y nuestro entorno la verdadera paz.

La paz de Cristo nos ha sido transmitida y prevalecerá irreversiblemente, porque el don de Dios vence siempre. No es en vano que el celestial mensajero que se manifestó en Fátima a los pastorcitos dijera ser el Ángel de la Paz, nombre apropiado para el que había de preceder a las apariciones en las cuales se anunciaría el triunfo de Jesús en María.

III – Amemos al Amor y tendremos la verdadera paz

«Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). La séptima bienaventuranza promete el premio por excelencia, porque la filiación divina es la gracia más excelsa que un ser racional puede recibir. ¿Qué habría más elevado que ella? ¿Cómo medir la grandeza de ser miembro efectivo y real de la familia trinitaria? ¿Qué dignidad supera a la de pertenecer al linaje divino como coheredero de Cristo y miembro de la asamblea de los santos que claman por los siglos infinitos «¡Abba, Padre!» (Gál 4, 6)?

Sin embargo, para obtener tal dádiva, hace falta ser pacífico. ¿Qué significa eso? De la reflexión hecha sobre el Evangelio del sexto domingo de Pascua podemos sacar algunas conclusiones útiles para nuestra vida espiritual.

Ser pacífico quiere decir vivir en el amor y en la obediencia a Dios, cumpliendo sus sapienciales mandamientos. Así, el hombre pacífico es ante todo un guerrero intrépido, inflexible y persistente, un soldado que nunca vuelve a envainar su espada, sino que se mantiene en estado de vigilancia, sin fatigas ni relajamientos.

En efecto, ¿cómo se logra el dominio sobre las pasiones rebeldes sin disciplina? Es una quimera pensar que, liberando sus instintos animalescos, el corazón humano se vuelve libre. Al contrario, no hay esclavitud más vil y humillante que la de la concupiscencia, como se constata a diario en un mundo donde la permisividad casi no tiene límites. Por lo tanto, es menester empuñar vigorosamente la espada de la observancia.

Tampoco es tarea fácil someter nuestra caprichosa voluntad a la razón iluminada por la fe, ni doblegar nuestra presuntuosa inteligencia ante la luz de la sabiduría infinita que la supera. ¡Cuánta humildad y determinación se necesitan para obtener la verdadera paz! ¿Y quién alcanzaría esta victoria sin las virtudes de la mansedumbre y de la fortaleza? Por eso se hace indispensable la ascesis, el ejercicio espiritual, la lucha constante y feroz contra nuestros criterios erróneos y nuestros vicios.

Además, si sopesamos las seducciones de un mundo sumido en la dulzura y la sensualidad, ¿dónde hallaremos fuerzas para sobresalir entre la multitud y erguir casi nosotros solos la bandera del idealismo? Y a todo esto se suman las tentaciones del demonio, nuestro incansable y astuto enemigo… Entonces, ¿quién podrá ser pacífico?

Pentecostés – Iglesia Trinità dei Monti, Roma

La solución, querido lector, se encuentra en el título de este artículo. Se trata de la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Amor del Padre y del Hijo, el fuego divino capaz de consumir nuestras miserias y encender la llama del puro amor en nosotros. Sí, solamente la gracia del Espíritu Santo transformará pusilánimes en indómitos combatientes bajo las órdenes del Príncipe de la paz.

El Consolador nos enseñará el auténtico significado del amor, que no consiste en la satisfacción de instintos descontrolados e interesados, sino en la entrega generosa y total a Dios y a nuestros hermanos. Una vez inundados de santa caridad, seremos capaces de renunciar a nosotros mismos, oponernos al espíritu del mundo y rechazar las pérfidas sugerencias de Beliar. De esta manera, nos volveremos verdaderamente pacíficos, sometidos al Señor, en orden con nuestra conciencia y esclavos de amor del prójimo.

Invoquemos al divino Paráclito con determinación y perseverancia, seguros de que nuestro clementísimo Padre jamás le negará su Espíritu a quien se lo pida. Y oremos por la venida de un nuevo Pentecostés marial, pues por medio de Nuestra Señora será derramada esa gracia en nuestros corazones.

Así expresa el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira ese anhelo en una oración que compuso: «María Santísima, Hija predilecta de Dios Padre, Madre admirable de Dios Hijo y Esposa fidelísima del Espíritu Santo, os suplicamos: logra especialmente del Paráclito que sople con toda la majestad, toda la fuerza, todo el calor de su gracia sobre los hombres, hoy tan sujetos al imperio de Satanás, de sus ángeles de perdición y de los obradores de iniquidad que tiene esparcidos por todo el mundo. Así serán creadas nuevas maravillas de Dios y será renovada la faz de la tierra, condición esencial para que sea auténtico, irradiante de gloria y duradero por los siglos vuestro Reino maternal sobre los hombres».

El Espíritu de amor y de paz es nuestra esperanza, nuestra única solución, nuestra certeza de la victoria. 

 

Notas


1 Del inglés: paz y amor.

2 Del latín: paz y bien.

3 Cf. SAN AGUSTÍN. De civitate Dei. L. XIX, c. 13, n.º 1. In: Obras. Madrid: BAC, 1958, v. XVII, p. 1398.

4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Ioannem, c. XIV, lect. 7.

5 Ídem, ibídem.

6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002, p. 75.

7 HUGO DE SAN VÍCTOR. De institutione novitiorum, c. X: PL 176, 935.

8 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., c. XIV, lect. 7.

 

1 COMENTARIO

  1. ¡¡Salve María!! Bendiciones desde Cuenca – Ecuador! El confundir Amor como sinónimo de libertinaje, es lo que nos ha hecho una sociedad decadente y que nos lleva al caos! ¡En espera del triunfo de Nuestra Señora!!

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