El «prœlium magnum» de la Historia

El Apocalipsis describe con especial fulgor la batalla librada en el Cielo entre los ángeles fieles y los apóstatas. Lejos de haber terminado, esta lucha continúa desarrollándose en la tierra a lo largo de la Historia y alcanza hoy día un punto culminante.

Evangelio de la Fiesta de los santos arcángeles
Miguel, Gabriel y Rafael

En aquel tiempo, 47 vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño». 48 Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?». Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». 49 Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». 50 Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores». 51 Y le añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el Cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».

I – Ángeles y hombres: ¿dos sociedades estancas?

La fiesta de los tres arcángeles trae a nuestra mente el fulgor de los espíritus celestiales, su prodigiosa excelencia y pureza, así como su fuerza y poder incalculables. El Creador de todas las cosas se complació en adornar el universo con miríadas de ángeles, para presentárnoslo perfecto, grandioso y radiante. Al igual que es imposible contar las estrellas del cielo y las arenas de la playa, también lo es calcular la vastedad de las milicias angelicales, que supera toda consideración humana. Basado en la tradición patrística, Santo Tomás de Aquino1 establece la superioridad numérica de los ángeles con relación a los hombres en la proporción de noventa y nueve a uno.

Y si tal es la desigualdad cuantitativa, mucho mayor es la que se revela por su naturaleza. Cuando analizamos la distancia existente entre el mundo angélico y el humano, percibimos la inalcanzable altura que el primero tiene sobre el segundo.

Superioridad armónica del mundo angélico

En el contacto directo con el mundo angélico, un pobre mortal que no estuviera sustentado por la gracia divina se sentiría aniquilado, dada la supremacía de los espíritus celestiales. Pese a que los hombres son de naturaleza racional, por estar unida su alma al cuerpo, se vuelven bastante modestos en comparación con los diáfanos embajadores del Señor.

Varios episodios del Antiguo Testamento nos recuerdan el santo temor que se apoderaba de los israelitas al ver a un mensajero divino, pensando que, después de contemplarlo, seguramente les esperaba la muerte (cf. Jue 6, 22; 13, 22; Lc 1, 12). Y el profundo impacto que tuvo la visión del Ángel de la Paz en los pastorcitos de Fátima, a principios del siglo XX, muestra cómo los motivos de ese sentimiento son aún actuales.

Sin embargo, Dios lo gobierna todo con sapiencial dulzura y, a la vez que estableció una jerarquía entre sus criaturas, armonizó también estas dos sociedades tan divergentes desde el punto de vista natural, concediendo a los ángeles y a los hombres el don de la gracia, a través de la cual ambas categorías de seres gozan de la filiación divina. Así, aunque los espíritus puros trascienden en mucho, por su inteligencia rutilante y voluntad indomable, a las pobres luces y débiles resoluciones de los hijos de Adán, su común participación en la vida de Dios los hace hermanos, estrechamente unidos en el amor del mismo Padre.

El papel de los ángeles en la Historia humana

A lo largo de los siglos, los ángeles se han ocupado en custodiar, iluminar y gobernar a los hombres, actuando como verdaderos ministros del Altísimo, para evitar que se extravíen durante su peregrinación por este valle de lágrimas y hacer que alcancen la vida eterna. Los espíritus celestiales, tras superar la prueba a la que fueron sometidos por el soberano Rey del universo, gozan de la visión de Dios (cf. Mt 18, 10) y permanecen firmes como una roca en su adhesión a toda forma de bien. Por esta razón, como hermanos mayores y leales amigos, no anhelan sino darle la mayor gloria posible a su Señor, llevando a sus custodiados al Paraíso.

La relación tan estrecha existente entre los dos mundos —distintos, pero íntimamente interrelacionados— está relatada con riqueza de detalles en la Sagrada Escritura. Basta recordar al respecto las proezas de San Rafael y Tobías (cf. Tob 6–12), así como las apariciones del arcángel San Gabriel a algunos justos, culminando con su sublime coloquio con la Virgen de las vírgenes (cf. Dan 8, 15-16; 9, 21; Lc 1, 19.26). Además, los ángeles son los responsables de la liturgia celestial, tal como nos lo describen distintos pasajes bíblicos (cf. Gén 28, 12; Is 6, 2-4; Ez 10; Dan 7, 10; Ap 8, 3-4); por ello, la Tradición de la Iglesia considera el rezo de salmos e himnos de glorificación a Dios como un oficio angélico, mediante el cual los hombres se unen a los puros espíritus en una misma alabanza al Creador. Asimismo, el papel de los ángeles de la guarda en la santificación de sus custodiados ocupa un lugar primordial en la piedad católica, fundamentado en sólidas conclusiones teológicas llevadas a la perfección por la sabiduría de Santo Tomás.

No obstante, hay un aspecto poco destacado de esta proficua correspondencia, que consiste en la coligación entre los ángeles bienaventurados y los hombres fieles en la lucha contra el misterio del mal que se desarrolla en la trama de la Historia. Dicho aspecto está relacionado con el sacral, combativo y exorcista grito del príncipe de la milicia celestial: «Quis ut Deus? – ¿Quién como Dios?».

El Apocalipsis, con un lenguaje simbólico y misterioso, así nos lo muestra: «Hubo un combate en el Cielo: Miguel y sus ángeles combatieron contra el dragón, y el dragón combatió, él y sus ángeles. Y no prevaleció y no quedó lugar para ellos en el Cielo. Y fue precipitado el gran dragón, la serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el que engaña al mundo entero […]. Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (12, 7-9.17).

El hecho de que Satanás fuera expulsado de la presencia del Señor de los Ejércitos por San Miguel y arrojado a la tierra inauguraba un nuevo campo de batalla.

Ángeles y hombres: un único ejército del Señor

«San Miguel lucha contra el dragón», Les Très riches heures du Duc de Berry – Castillo de Chantilly (Francia)

Ganada la terrible y encarnizada guerra librada en el Paraíso celestial, la disputa ya no consistirá en un duelo fulminante entre puros espíritus. Habían entrado en la liza los hombres, inicialmente seducidos por el tentador, pero socorridos a lo largo de los siglos por la misericordia divina, la cual culminaría en la obra de la Redención llevada a cabo por Nuestro Señor Jesucristo. La maldición de Dios Padre contra la serpiente estableció una enemistad irreconciliable entre la raza del demonio y la estirpe de la mujer, desencadenando una encendida y mortal contienda, que solamente acabará en el Juicio final.

Tan bella, provechosa y magnífica se vuelve esta guerra, que el propio Hijo de Dios encarnado quiso entrar en ella como un general invencible. Su principal arma radica en la obediencia filial y amorosa a la voluntad del Padre, que se manifiesta en el sacrificio de la cruz. Nuestro Señor es el Rey del Cielo y de la tierra, el Señor absoluto a quien los ángeles, reverentes y llenos de temor, adoran y sirven. Por lo tanto, Él encabeza las huestes del bien compuestas por los espíritus celestiales y por los hombres buenos. Satanás, como hemos visto, es el cabecilla de los demonios y sus secuaces, reclutados también de entre los hijos de Eva.

San Ignacio de Loyola, en uno de los pasos más característicos de su retiro espiritual, presenta la meditación de las dos banderas, es decir, de los dos ejércitos enfrentados hasta la consumación de los siglos. Como composición de lugar propone «ver un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, donde el sumo capitán general de los buenos es Cristo, nuestro Señor; otro campo en la región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer».2

El santo fundador aconseja imaginar al diablo sentado en una cátedra de fuego y humo, con una figura horrible y espantosa. En contraposición a él, recomienda concebir la imagen del «sumo y verdadero capitán, que es Cristo, nuestro Señor».3 El primero, al grito de «no he de servir» (Jer 2, 20) y «[seré] semejante al Altísimo», trata de destronar a Dios. Por su parte, el divino jinete, montado sobre un caballo blanco (cf. Ap 19, 11), lucha con fuerza irresistible a fin de restituir al Padre la gloria que le es debida.

¿Cómo se desarrolla esta lucha? ¿Cuál será su desenlace? Son preguntas oportunas, que merecen ser elucidadas con ocasión de la fiesta de los tres arcángeles.

II – El fulgor inicial de un alma justa

El Evangelio elegido por la Santa Iglesia para la liturgia de hoy se sitúa al final del primer capítulo de San Juan. Nuestro Señor establece los primeros contactos con sus futuros discípulos, pertenecientes a los círculos de seguidores del Precursor. De entre ellos destaca Natanael, de quien Jesús teje los más nobles elogios.

La luz primordial de Natanael

En aquel tiempo, 47 vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

El discernimiento de los espíritus de Nuestro Señor es absoluto. Con mirada penetrante e infalible, conoce de modo perfectísimo los corazones de los hombres y percibe, más que nadie, qué aspecto de la infinita veracidad, bondad y belleza de Dios cada cual está singularmente llamado a representar. Por eso, al ver a Natanael afirma: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño».

Si consideramos que Jesús dirá de sí mismo que es la Verdad y que su más acérrimo combate contra los fariseos fue librado debido a la burda hipocresía de éstos, ¿cómo no apreciar el elogio hecho al nuevo discípulo, que se acerca con la expectativa de encontrar al Salvador de Israel? Podemos conjeturar que el Redentor tuviera la intención de explicitar la luz primordial de Natanael, a fin de estimularlo en su específico camino de santificación.

Una fe robusta al inicio de la vocación

48 Natanael le contesta: «¿De qué me conoces?». Jesús le responde: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». 49 Natanael respondió: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel».

Natanael se siente profundamente interpretado. Nadie le había explicado de una manera tan concisa y clara el fondo de su personalidad virtuosa. Sí, era de hecho una persona justa y sólo Nuestro Señor lo había intuido con tanta acuidad, incluso sin conocerlo directamente. Jesús lo había visto a distancia, de forma sobrenatural, mientras el futuro apóstol rezaba o reflexionaba debajo de la higuera sobre asuntos íntimos, jamás revelados a otros. Quizá estuviera pensando en la falsedad de los fariseos y en el mal de la hipocresía, desgarrado al contemplar la crisis de las élites hebreas.

Lo cierto es que, saberse conocido y amado así por el Maestro, abrió el corazón del discípulo para la gracia de la fe, recibida con una sutileza fuera de lo común: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». San Pedro haría más adelante una confesión similar, después de haber presenciado milagros retumbantes y oído doctrinas maravillosas; sin embargo, Natanael en el primer contacto voló hasta la divinidad del Señor y la proclamó con convicción.

El premio de los que creen

50 Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores».

Es difícil imaginar el consuelo experimentado por Natanael al escuchar del Maestro estas palabras. ¡El Todopoderoso nunca se deja vencer en generosidad! Nuestro Señor alaba la prontitud de la fe de Natanael, que lo proclama Hijo de Dios y Rey de Israel sólo porque había comprobado la penetración y el carácter extraordinario de su discernimiento, y le promete: «Has de ver cosas mayores».

En efecto, el Señor se da por entero a quien por entero se da a Él. Así, la magnanimidad y la confianza del discípulo se vieron recompensadas con una liberalidad inesperada: la promesa del Cielo, de la visión directa de Dios, que de alguna manera ya podemos poseer en la tierra mediante la virtud de la esperanza.

El Rey de los ángeles

51 Y le añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el Cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».

«Cristo con los serafines», de Lorenzo Monaco – Gemäldegalerie, Berlín

Nuestro Señor hace una clara alusión al sueño del patriarca Jacob en Betel (cf. Gén 28, 10-19). Durante su descanso nocturno, vio una escalinata apoyada en la tierra, que llegaba hasta el Cielo. Los ángeles subían y bajaban por ella y Yahvé estaba en el extremo más alto, desde donde renovó de forma solemne las promesas hechas a Abrahán. Jacob se quedó muy impresionado con la visión y llamó a aquel lugar «casa de Dios» y «puerta del Cielo».

Tal manifestación sobrenatural ponía de relieve la soberanía absoluta del divino Artífice sobre toda la Creación, los espíritus celestiales inclusive. Ahora bien, al aplicarse a sí mismo la visión del patriarca, el Salvador subraya el esplendor de su divinidad, idéntica a la del Padre. Jesús también es Señor de los ángeles, superior a ellos en todo, como enseñará San Pablo en el célebre pasaje de la Epístola a los hebreos: «[Está] tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Pues ¿a qué ángel dijo jamás: “Hijo mío eres tú, yo te he engendrado hoy”; y en otro lugar: “Yo seré para él un padre, y él será para mí un hijo”? Asimismo, cuando introduce en el mundo al Primogénito, dice: “Adórenlo todos los ángeles de Dios”» (1, 4-6).

Jesús quiere solidificar la fe de Natanael y, para ello, le promete asistir a la revelación clara, grandiosa y suprema de su personalidad divina. Él es uno con el Padre y, por tanto, Señor del universo. Esta ascendencia de Cristo sobre los santos ángeles explica el hecho de que Él acompañara el prœlium magnum del Cielo, incluso antes de la Encarnación. Así lo certifica el Evangelio de San Lucas: «Los setenta y dos volvieron con alegría diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les dijo: “Estaba viendo a Satanás caer del Cielo como un rayo”» (10, 17-18).

Nuestro Señor, en cuanto Verbo eterno e increado de Dios, no sólo presenció el derrocamiento de Lucifer, sino que, como supremo Juez, lo condenó para siempre junto con la caterva de ángeles rebeldes vencidos por San Miguel y sus magníficas cohortes. Su poder, en definitiva, resolvió el desenlace glorioso del prœlium magnum. Sin embargo, la derrota no le impidió al diablo actuar en absoluto. En el Cielo ya no había sitio para él, es verdad, pero, como dijimos antes, en la tierra comenzaba un nuevo prœlium magnum, cuyo protagonista sería el género humano.

La Iglesia, aunque victoriosa y participante de la gloria de la Resurrección de su cabeza, como bien profetiza San Juan en el Apocalipsis (cf. Ap 21, 9-27), sería perseguida, asediada e infiltrada cruelmente por las insidias del demonio y sus secuaces a lo largo de los siglos. No obstante, manifestaría la fuerza de la divinidad de su Fundador expurgando, atacando y resistiendo a los embates promovidos por los contubernios de la iniquidad.

III – Ángeles y hombres unidos por vínculos sagrados

«San Miguel y San Bartolomé», de Giovanni di Marco – Museo de Bellas Artes, Dijon (Francia)

El Apóstol de las Gentes compara al cristiano con un soldado: «Así pues, tú, hijo mío, hazte fuerte en la gracia de Cristo Jesús. […] Toma parte en los padecimientos como buen soldado de Cristo Jesús. Nadie, mientras sirve en el ejército, se enreda en las normales ocupaciones de la vida; así agrada al que lo alistó en sus filas» (2 Tim 2, 1.3-4). Parece lógico, por tanto, que cada bautizado se pregunte cuál es su papel en la lucha contra el mal y cuáles son las armas espirituales que ha de utilizar. Por otro lado, es importante conocer en detalle el papel de los extraordinarios aliados que nos ha concedido el Cielo: «A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos» (Sal 90, 11).

De hecho, los espíritus celestiales poseen un poder muy superior al humano. Uno solo de ellos ejecutó, sin excepción, a todos los primogénitos de Egipto (cf. Éx 12, 30; He 11, 28). Otro, en el reinado de Ezequías, provocó en una misma noche la muerte de ciento ochenta y cinco mil soldados de Senaquerib (cf. 2 Re 19, 35). En un horno encendido, un tercero protegió del fuego a tres jóvenes que Nabucodonosor había condenado a morir quemados vivos (cf. Dan 3, 49-50). También San Pedro fue liberado de las garras de Herodes por la intervención de un ángel, que le soltó las cadenas y le abrió milagrosamente las puertas de la cárcel donde se encontraba (cf. Hch 12, 7-10). Numerosos sucesos similares y no menos extraordinarios abundan en la Sagrada Escritura y en la vida de los santos.

Era sabio que Dios, habiéndoles concedido a los demonios permiso para tentar, infestar y asaltar a los hijos de la luz, hiciera entrar en guerra, en favor de la Santa Iglesia, a los espíritus angélicos, a fin de que cooperen con los hombres para la instauración del Reino de Dios. De tal modo que el prœlium magnum de la tierra concluyera con una estruendosa victoria del ejército del bien, que combate a las órdenes del divino General.

En las batallas de la vida espiritual, ¡luchemos junto a los ángeles!

Un episodio del Antiguo Testamento nos puede ayudar a comprender cómo la presencia de los ángeles puede ser beneficiosa y emocionante para la santa milicia del Señor. Se trata de una batalla de los Macabeos contra Lisias, pariente del rey Antíoco, que deseaba conquistar Jerusalén a fin de profanarla, dirigiendo contra ella un ejército imponente y temible.

Los judíos, con lágrimas y súplicas, obtuvieron que Dios les enviara un caballero celestial que acompañara a los soldados en el combate. El resultado fue impresionante: «El mismo Macabeo fue el primero en tomar las armas y arengó a los demás a que, juntamente con él, afrontaran el peligro y auxiliaran a sus hermanos. Partieron entusiasmados todos juntos. Cuando estaban todavía cerca de Jerusalén, apareció, poniéndose al frente de ellos, un jinete vestido de blanco, blandiendo armas de oro. Entonces todos a una bendijeron al Dios misericordioso y sintieron enardecerse sus ánimos, dispuestos a atravesar no solo a hombres, sino también a las fieras más feroces y hasta murallas de hierro. Avanzaban en orden de batalla, con el aliado enviado del Cielo, porque el Señor se había compadecido de ellos. Se lanzaron como leones sobre los enemigos, abatieron once mil infantes y mil seiscientos jinetes, y obligaron a huir a todos los demás. La mayoría de estos escaparon heridos y desarmados; el mismo Lisias se salvó huyendo vergonzosamente» (2 Mac 11, 7-12).

«Victoria de San Miguel en Siponto sobre los infieles», de Luis Borrassà – Museo de Arte de Gerona (España)

La fiesta de los gloriosos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael es, por tanto, una ocasión valiosísima para que cada soldado de Cristo, en unión con la Santa Madre Iglesia, recurra al auxilio de las milicias celestiales. Alentado por la acción angélica y unido bajo el estandarte de la cruz, el ejército del bien podrá enfrentar —intrépido, altanero y lleno de fe— a las jactanciosas tropas del adversario que, cual nuevo Goliat, sucumbirá tremendamente humillado.

La caballería angélica luchará junto a las huestes de los justos. Así, ángeles y hombres, estrechando cada vez más los vínculos sagrados que los unen, asestarán el golpe más terrible de la Historia contra el enemigo infernal, que extiende su embestida, cual siniestra y enorme tela de araña, por toda la tierra. Teniendo al mismo Dios humanado como rey y general, ¿quién podrá derrotar a este bendito ejército en el que los espíritus celestiales y los hijos de la luz luchan codo a codo contra el demonio y sus secuaces?

El triunfo del Corazón Inmaculado de María profetizado en Fátima será el más bello trofeo obtenido en el choque entre el bien y el mal. Supliquemos el auxilio de los ángeles, pidámosles a los príncipes de la milicia celestial que bajen con sus legiones para combatir en nuestro favor. Así podremos ofrecerle a nuestra Reina la corona de mayor fulgor, la gloria más retumbante, la reconquista tan esperada. 

 

Notas


1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Super Matthæum, c. XVIII, lect. 2; Catena Aurea. In Lucam, c. XV, vv. 1-7.

2 SAN IGNACIO DE LOYOLA. Ejercicios espirituales, n.º 138.

3 Ídem, n.º 143.

 

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