El holocausto agradable a Dios

Al entrar en contacto con la historia de Santa Teresa del Niño Jesús, se trazaba una nueva vía espiritual ante el Dr. Plinio, que parecía prometerle la victoria para la causa católica.

La habitación del joven Plinio era contigua al despacho donde otrora había trabajado su difunto abuelo. Tras su muerte, nadie más había usado el aposento, que siempre permanecía cerrado.

Un día, buscando alguna distracción que aliviara sus preocupaciones, Plinio decidió entrar en esa sala; enseguida, le atrajo su atención uno de los numerosos libros que llenaban las viejas estanterías: Histoire d’une âme,1 que narraba la vida de Santa Teresa del Niño Jesús, canonizada recientemente. Lo cogió, volvió a su habitación, se sentó e inició inmediatamente su lectura.

Consonancia de inocencias

Por una moción interior de la gracia, se produjo una especie de consonancia, armonía o nexo entre él y la Santa de Lisieux. Era la inocencia de Plinio que vibraba al entrar en contacto con la historia de otra alma inocente. Conociendo los variados aspectos de la acción de la gracia sobre ella, percibió más claramente cuán indispensable es, para mantener la inocencia, el crecimiento en la vida espiritual, más allá de la simple perseverancia en el estado de gracia.

Sin duda, él ya se encontraba en las vías de una gran piedad, pero en esta ocasión entendió completamente que la santidad era accesible a todo aquel que la desease. En seguida tomó esta firme deliberación: «¡Quiero ser santo!». Y sus palabras, pronunciadas mucho después, dan testimonio del papel preponderante desempeñado por la virtud de la humildad en el objetivo que se propuso alcanzar: «Por primera vez me vino la idea de cuán necesario era luchar para ser santo. ¡La meta del hombre debe ser la santidad! Así que hice un plan: “Si Nuestra Señora me ayuda, y si me conservo bien humilde, podré ser santo yo también”».

Imprescindible papel de las víctimas expiatorias

En esa lectura, Plinio comenzó a darse cuenta del bien incalculable que un alma puede hacer a la Iglesia ofreciéndose como víctima expiatoria, por ejemplo, en la clausura de un convento. De hecho, poco después de la muerte de Santa Teresa del Niño Jesús —con tan sólo 24 años—, la devoción a ella creció rápidamente en todo el mundo y su fama empezó a hacer un bien enorme a numerosas almas por la vastedad de la tierra.

Ahora bien, sentía el llamamiento de la Providencia para la realización de una gran obra, que sólo conseguiría explicarlo más tarde: «Tenía la certeza interior de poseer la misión de restaurar la civilización cristiana, el buen orden católico de las cosas. Y sabía que si actuase bien cumpliría esa misión». De este modo, la perspectiva de poner algún día un pie en esa «tierra prometida» de un mundo totalmente católico, le hacía desear con enorme ardor el cumplimiento de tal promesa interior. Pero ahora, al conocer el ofrecimiento realizado por Santa Teresa, vislumbraba una vía espiritual que parecía prometerle la victoria: una vida vivida en la aridez y el sacrificio. Años después, afirmaría el Dr. Plinio: «Me di cuenta de que en ese holocausto había una verdadera crucifixión. No el heroísmo de quien combate o polemiza, sino de quien se extingue como una vela, desconocido, menospreciado, aunque consciente de su ofrecimiento».

Estaba convencido de que ese ofrecimiento de dolores y tribulaciones era la oración más agradable a Dios y que de Él podía obtener los mayores beneficios, al asemejarse más al holocausto de Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión. Por lo tanto, adquirió la clara noción de que los acontecimientos, las acciones y los éxitos a favor del bien solamente alcanzan su plenitud si tienen en su origen almas que se ofrecen como víctimas expiatorias. Comprendió que ningún católico es capaz de colaborar para la victoria o la expansión de la Santa Iglesia siendo solamente luchador o trabajador; si no reza ni ofrece sacrificios para expiar los pecados propios y ajenos, incluso sin esperar la recompensa de la felicidad en esta tierra, no hará nada eficaz, y su acción no pasará de una simple ilusión, pues no pagará el tributo que se esperaba de él.

¿Vía de la inmolación y de la aniquilación?

De esta manera, Plinio comenzó a interrogarse sobre el camino al que la Providencia lo llamaba. Sus palabras, pronunciadas en los últimos años de su vida, son elocuentes al respecto: «Leyendo la vida de Santa Teresa, me pareció mucho más útil a la causa católica entregarme como víctima expiatoria. Morir en un solo lance, ofreciendo un sacrificio inmediato y, como tal, de una utilidad también inmediata. En unos años, por efecto de ese sacrificio, la Contra-Revolución sería dueña del terreno. Yo estaría enterrado hace ya mucho tiempo, más o menos desconocido, totalmente ignorado por las generaciones posteriores. Pero sobre mi tumba habría brotado el árbol grandioso del Reino de María y de la civilización cristiana. ¿No valdría más este ofrecimiento que todo el esfuerzo que estaba haciendo?».

Más tarde también entendió que los deberes del apóstol de la verdad hacen de su vida un sacrificio capaz de romper el poder de la Revolución
El Dr. Plinio en mayo de 1943

Es necesario reconocer que tal holocausto era lo contrario de lo que pedía el natural carácter de Plinio y de todas las aspiraciones que hacían vibrar su alma de entusiasmo: la lucha de cabeza erguida contra los adversarios de la Santa Iglesia, con desafíos garbosos, proezas oratorias y lances heroicos a la luz del sol. Todo en él parecía oponerse a ese ofrecimiento, que implicaría renunciar, según su expresión, a las «voces interiores» que tanto gozo, consuelo y esperanza le traían.

Su integridad le impulsó a formular la pregunta fundamental, testimonio de su incondicional oblación: «¿Qué quieren Dios y Nuestra Señora de mí?».

«Hágase en mí según tu palabra»

Por encima de cualquier decisión que su generosidad pudiera sugerirle, Plinio tenía plena conciencia de una gran verdad: «Si mi ofrecimiento fuera hecho en desacuerdo con la virtud de la sabiduría, podría ser castigado, al estar casi imponiéndome a mí mismo una solución diferente de la deseada por Dios. A Él no le agradan los sacrificios terribles en la medida que son terribles, sino que quiere conservar su soberanía en todos los sentidos y, por ello, le agrada el holocausto pedido por Él y no el holocausto inventado por mí».

Por lo tanto, no dijo: «Me ofrezco como víctima y quiero ser llevado, para morir como Santa Teresa». Sino que hizo una entrega material, cuyo valor era aún mayor de lo que hubiera sido el ofrecimiento formal y categórico: decidió tomar con relación a la Santísima Virgen la actitud de quien se ha ofrecido, le pidió que aceptase de él todo y cualquier sacrificio a lo largo de su vida y entregó su resignación en las manos de Ella.

Por otra parte, analizando su situación frente al mundo contemporáneo, llegó a una conclusión aún más osada:

«Dios puede llamar a una persona a ser una víctima de agradable olor por medio de una enfermedad o de una muerte repentina, pero éstas no son las únicas maneras en que alguien puede ofrecerse. Elogiar todo lo que debe ser elogiado y criticar todo lo que debe ser criticado son obligaciones que hacen sufrir al apóstol de la verdad y convierten su existencia en un sacrificio. Cargar con esa cruz también tiene el valor propio de las víctimas expiatorias, pues el sufrimiento de una vida transcurrida en medio de dificultades repara, ante Dios y la Santísima Virgen, la injusticia de la ausencia de los elogios merecidos y de las críticas necesarias, y rompe así el poder de la Revolución».

Extraído, con adaptaciones, de:
El don de la sabiduría en la mente, vida
y obra de Plinio Corrêa de Oliveira
.
Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2016, t. II, pp. 120-127.

 

Notas


1 La conocida obra Historia de un alma, en su traducción al español.

 

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