En vista de la tremenda decadencia moral de nuestra época, nadie podrá mantener una perfecta pureza de cuerpo y de alma sin una vigilancia constante de su interior. Las sugestiones malignas pululan por todas partes y provocan movimientos desordenados de la sensibilidad, que pueden pasar desapercibidos al principio, incluso disfrazarse de buenos sentimientos y de virtudes, hasta que la voluminosa ola se precipite impetuosamente y ya no haya casi manera de resistirla. Así pues, a veces el incauto alimenta, con culpable ingenuidad, la propia llama en la que arderá.
Mayor peligro corre, además, la integridad de la fe. En este mundo frenético de nuestros días, nuestra sabiduría católica puede ser sustituida por la locura si no la guardamos con escrupuloso cuidado. Hay muchos que creen mantener intacta su fe, pero, en realidad, sólo conservan las exterioridades del dogma, sin la sustancia, porque el más íntimo y oculto rincón de su inteligencia le adhiere a la tierra. Esto se debe a que, en sus quehaceres diarios, no han reflexionado lo suficiente, se han expuesto a las sorpresas de una naturaleza caída y, de ese modo, se les ha deformado su mentalidad.
Principalmente, sin ese prudente hábito de ver, juzgar y actuar en relación con uno mismo, no será posible la formación del sentido católico, esa delicada flor de la fe que nos da la capacidad de sentir, en las mínimas cosas, el buen olor de Cristo o el hedor pestilente de la mundanidad, y de saber en cada momento lo que es más favorable a la Iglesia, pues el amor ardiente tiene presentimientos de lo que el entendimiento aún no ha visto.
Dominar las tendencias desordenadas
El hombre es libre, se determina en su obrar, al ser dueño de sus actos. Esto no significa que no sienta la atracción de los diversos objetos que le rodean, los cuales se le presentan como posibles fines de su actividad, incluso porque, sin esa atracción, la voluntad humana no podría actuar. En efecto, la voluntad se inclina hacia el bien y, por tanto, no puede moverse si no se le propone algún bien.
No obstante, el bien hacia el que se inclina propia y necesariamente la voluntad es el bien absoluto, porque la experiencia prueba, irrefutablemente, que todos deseamos una felicidad ilimitada. Sin embargo, tal felicidad no puede ser dada por las cosas de este mundo, que son limitadas en sí mismas. Por consiguiente, nada de este mundo puede atraer irresistible y absolutamente la voluntad. Y cuando la voluntad elige un objeto, lo hace con miras a esa felicidad ilimitada, a cuya consecución el objeto escogido contribuye de alguna manera.
Muchas veces, aunque veamos el verdadero bien, sentimos el peso de las malas tendencias que nos empujan hacia objetos que no pueden saciar nuestro ardiente deseo de una felicidad plena, más bien nos alejan de ella, pero que engañan ese deseo con una aparente satisfacción, que se disipa enseguida. Entonces cedemos a menudo, pero cedemos libremente, sabiendo que hemos abandonado el camino del verdadero bien, impulsados por la inmediatez, que encuentra este camino muy largo y difícil.
Y, libremente, abdicamos de nuestra libertad, entregándonos a las tremendas fuerzas que el pecado original ha desatado en nosotros. Así, de caída en caída, el poder de la voluntad se debilita, hasta que estas fuerzas se vuelven más poderosas y esclavizan al pecador, quien, de ahí en adelante, sólo se valdrá de su libertad para entregarse a ellas. Es necesario, pues, fortalecer la voluntad mediante el ejercicio sistemático de actos austeros, para que pueda, sin peligro, dominar las tendencias desordenadas que cada uno posee a causa del pecado original y, así, poner orden en el alma.
Implorar el auxilio de la gracia
Sin embargo, nada puede robustecer la voluntad e iluminar la inteligencia con respecto al bien como la gracia de Dios, que nos llega abundantemente de Jesucristo, nuestro Señor.
En este sentido, hay una doble definición del Concilio Tridentino que ilumina singularmente el asunto. En primer lugar, es una herejía afirmar que los infieles no pueden practicar actos virtuosos, porque, si así fuera, el hombre no sería naturalmente libre. No obstante, quien afirme que le es posible al hombre, sin el auxilio de la gracia, cumplir durable y totalmente los mandamientos, sea anatema, porque eso sería negar los efectos del pecado original. Así, la educación de la voluntad nunca podría completarse sin la gracia, porque por la gracia adquiere su verdadero significado: es la correspondencia libre del hombre al don inestimable de Dios.
Además, la gracia transforma nuestros actos, dándoles un valor sobrenatural.
Así, dependen de la gracia la posibilidad y excelencia de la obra de nuestra santificación; pero de nuestra voluntad depende su realización. De lo contrario, ya no habría mérito; y sería absurdo suponer que lo que ni siquiera el pecado original quitó, la libertad, fuera suprimido por la gracia. La gracia es un tonificante para la voluntad que, fortalecida, sabe afirmarse entre tantas fuerzas disidentes y seguir su inclinación natural hacia el verdadero bien, y no su decadencia, eligiendo libremente, según su criterio interior, lo que le parece mejor. Y si la gracia es un tonificante, se hace necesario que la voluntad se valga de ese tonificante, para que no ocurra que la gracia quede vacía en nosotros y, por tanto, inútil, según dice el Apóstol (cf. 1 Cor 15, 10).
Sería ilusorio pensar en una santificación automática por gracia. La vida de los santos, por el contrario, demuestra que la santificación es una lucha ardiente y tenaz.
Medios para ganar la batalla de la santificación
La oración verbal o mental, privada o litúrgica, no constituye el fin de la vida espiritual. Ese fin es la santificación, es decir, la muerte a nuestra naturaleza caída y nuestra reconstrucción en Jesucristo (cf. Rom 6, 3-11). Pero la oración constituye un medio eficaz para dotar al católico de mayores recursos para la lucha interior. Sin embargo, el auxilio divino se concede según la recta intención de quien lo pide, en cualquier tipo de oración.
Lo mismo sucede con los sacramentos: aunque objetivamente contengan la gracia y sean, por tanto, un recurso seguro, de nada sirven sin la correspondencia interior de quien los recibe. De igual manera, el santo sacrificio de la misa es un caudaloso torrente de gracias, pero la mayor o menor recepción de ellas, con mayor o menor aprovechamiento, depende esencialmente de las disposiciones interiores de los asistentes.
Capaces de superar dificultades cada vez mayores
Una gracia así correspondida por nosotros, y que ha producido frutos en nosotros, es prenda de nuevas y mayores gracias. Y, al concedernos esta mayor libertad, Dios exige de nosotros más numerosos y excelentes frutos de santificación, hasta nuestra perfecta consumación en Jesucristo. Así, la mayor abundancia de gracias conferidas a una persona no pretende privar su vida espiritual de todos los obstáculos, sino hacerla capaz de superar obstáculos cada vez mayores. De hecho, nuestra naturaleza ha sido deformada, de arriba abajo, por el pecado original.
Así pues, hemos de destruir el edificio viciado de nuestra naturaleza pecaminosa, para reconstruirlo en Cristo. Y cuanto más progresa y se profundiza este trabajo, con la gracia de Dios, más dificultoso se hace, porque volvemos a la causa de todos nuestros defectos, hasta que llegamos a ese punto en que merecemos recibir del Espíritu Santo la transformación final. No sólo merezcamos recibirla, sino que tengamos el valor de soportarla.
Necesidad de la lectura espiritual y modo de hacerla
Meditar es aplicar inteligencia a las verdades eternas, para conocerlas siempre mejor. También es aplicarla al conocimiento exacto, tanto como sea posible, de nosotros mismos, para verificar el grado de correspondencia entre lo que hay en nosotros y esas verdades eternas y, de ahí, deducir los medios prácticos para alcanzar esa correspondencia. Para este último fin, se requiere una aplicación de la voluntad a todo lo ya meditado, para que se fortalezca en el amor del bien y el odio al mal, y se proponga mejorar. Existen varios métodos de meditación, pero entre todos ellos sobresalen los que están contenidos en los Ejercicios Espirituales de San Ignacio.
Para meditar bien es casi siempre necesaria la lectura espiritual, o sea, la lectura atenta y devota de algún libro de piedad, debidamente aprobado por la autoridad eclesiástica.
La lectura espiritual nos recuerda nuestro destino eterno en medio de las actividades de este mundo, que nos distraen por su multiplicidad y urgencia; nos desapega la inteligencia y la voluntad de las cosas terrenales y nos eleva la sensibilidad, ya mostrándonos las misteriosas bellezas de la fe, ya moviéndonos por los ejemplos de santidad, o incluso dándonos reglas prácticas de vida y devoción. De esta manera, la lectura espiritual deposita en nosotros el germen de la perfección cristiana, que se desarrollará y madurará por la meditación, la cual encuentra en ellos sus elementos vitales. Más explícitamente, la lectura espiritual es la que proporciona la materia de nuestra meditación.
Sin embargo, para que sea provechosa, esa lectura debe ser periódica, frecuente y cuidadosamente proporcionada a los intereses especiales de uno, porque de lo contrario su influencia fragmentaria y dispersa fácilmente sería disuelta por los agentes mundanos, que actúan casi sin cesar.
Obligación de estudiar la doctrina católica
Para meditar bien es necesario también el conocimiento claro de la doctrina de la Iglesia.
Hemos visto que la meditación versa sobre las verdades eternas. Ahora bien, estas verdades están contenidas en la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. Por lo tanto, sin la instrucción religiosa que nos dé su conocimiento claro, no sólo se pueden perder los frutos de la meditación y la lectura espiritual, sino que también puede suceder muy probablemente que el espíritu entre a divagar por caminos oscuros, que conducen a ilusiones peligrosas y a errores funestos, con sus consecuencias impredecibles sobre la sensibilidad.
Además, la doctrina de la Iglesia contiene las verdades que son objeto de fe. Ahora bien, si es la fe la que caracteriza a nuestra profesión de católicos, todos estamos obligados a conocer tales verdades en toda la medida de nuestra condición y habilidad, ya que nadie puede creer sin saber lo que cree. Y será la mayor ingratitud para con Dios, que nos ha revelado estas verdades para nuestra salvación, no aplicarnos en conocerlas tanto como sea posible.
Hacer en todo la voluntad de Dios
El fruto siguiente a la vida espiritual, según hemos visto, debe ser el firme propósito, el deseo cada vez más vivo y ardiente de servir a Dios y desapegarse por completo de las cosas del mundo. Deseo vivo, porque se propone emplear todos los medios que conducen a ese fin y no desfallece ante las dificultades y a la vista de la propia debilidad, pero que es consciente de su libre albedrío y confía humilde y activamente en la Providencia. Ardiente, porque se consume de celo por la gloria de Dios.
El firme propósito no significa la promesa de siempre, en todo y en las mínimas cosas hacer la voluntad de Dios, porque tal promesa no se puede hacer sin una vocación especial o gracia particular y, aun así, en relación con ciertos hechos determinados. Sino que es la voluntad intensa de que esto suceda lo más pronto y perfectamente posible.
Examen de conciencia: la llave de la vida espiritual
Para evitar sorpresas y obtener resultados positivos de la vida espiritual y, por ahí, adoptar los métodos siempre más adecuados para tratar con nosotros mismos, es necesario el examen de conciencia al menos cotidiano.
El examen consiste en la inspección cuidadosa de nuestros pensamientos, palabras y obras, en un período de tiempo determinado, y en la investigación de los motivos y circunstancias de nuestro comportamiento. En el examen hecho así está la llave de la vida espiritual, pues gracias a la apreciación concreta de lo que pasa en nosotros podemos lograr la actividad superior y general de ver, juzgar y actuar sobre nosotros mismos. Además, el examen de conciencia nos ayuda a disipar falsas ideas acerca de nosotros mismos, nos conduce a la humildad y nos estimula al arrepentimiento.
También es necesario el examen de conciencia para la confesión. En este particular, todos hemos de tener un director espiritual, que es la cúpula de todo lo que se ha dicho en materia de la vida de piedad. En efecto, todas las recomendaciones que se han hecho serían prácticamente inútiles sin la dirección de un sacerdote que, por estar mucho más equipado por sus conocimientos y gracias especiales, sabe indicar los caminos que sus penitentes pueden seguir con seguridad.
Si no fuera por la inexperiencia de los que se inician en las vías de la perfección —inexperiencia que ciertamente los hará errar si no tienen una guía—, bastaría considerar que la vida espiritual exige que cada cual se juzgue a sí mismo. Si bien que nadie puede ser juez, no diremos imparcial, sino objetivo de sí mismo. Por lo tanto, es necesario una tercera persona de gran sabiduría y virtud incuestionable.
Devoción a la Santísima Virgen y a la sagrada Eucaristía
La vida espiritual requiere mortificación, es decir, la guarda cuidadosa de los sentidos, o no será vida espiritual. La verdadera mortificación no sólo consiste en privarnos de los placeres ilícitos o peligrosos, sino también de aquellos placeres lícitos que pueden halagar las malas disposiciones y tendencias desordenadas de cada uno.
Por último, todas estas reglas de vida espiritual deben encontrar su complemento indispensable en una doble devoción, sin la cual no se cosecharía fruto alguno: la devoción a la Virgen y a la sagrada Eucaristía.
La Virgen Santísima es la Reina de la bienaventuranza y de los bienaventurados, y la devoción a Ella es un signo seguro de predestinación. Sólo hay un camino hacia Dios, que es Nuestro Señor Jesucristo; pero sólo hay un camino hacia Nuestro Señor Jesucristo, que es Nuestra Señora, la Medianera de todas las gracias.
Así, el devoto de la Santísima Virgen encontrará en el Corazón de María el propio Corazón de Jesús, en lo que este corazón tiene de más amoroso, más tierno, más compasivo. Ahora, donde más se manifiestan las finezas del Corazón de Jesús es en la santísima Eucaristía. De esta manera, la devoción a Nuestra Señora lleva natural y espontáneamente a la devoción eucarística.
Sin ese culto fervoroso a la Eucaristía —que sólo puede ser verdadero con el culto mariano, por el culto mariano y en el culto mariano—, no es posible la vida espiritual, ya que consiste en asimilar este sublime alimento. En el Santísimo Sacramento es donde reside no sólo la gracia, sino el autor de toda gracia, a cuya semejanza se hacen los elegidos, porque fuera de Él no hay bendición ni fruto, ni resurrección bienaventurada. A él, por tanto, el honor, la gloria, la alabanza, la adoración, la acción de gracias, por los siglos de los siglos. Amén. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año IV.
N.º 38 (mayo, 2001), pp. 20-24;
N.º 39 (jun, 2001), pp. 6-9.