Entre la vulnerabilidad humana y la fuerza divina

Así como la luz de la llama corusca en la vela, así la gracia divina se posa en las almas escogidas de los sacerdotes, a pesar de la defectibilidad humana.

Cuando todavía era un chiquillo me daba cuenta, tal vez por discernimiento de los espíritus, de algo muy elevado, muy hermoso, pero no sabía cómo expresarlo con palabras. Sólo más tarde, una vez que mi espíritu había progresado, esa explicitud tomó cuerpo. Notaba que había una distinción entre la Iglesia y sus miembros. ¿Por qué?

Una como que doble personalidad

Hay en el sacerdote una especie de doble personalidad: el individuo humano y un elemento superior, vinculado a él como la llama a la vela

Sumamente respetuoso con el clero, me decía a mí mismo que yo era el hombre más clerical del mundo y eso me alegraba. Así, a fuerza de convivir con sacerdotes, llegué a percibir que había en ellos, en el buen sentido de la palabra, una especie de doble personalidad.

Una era el individuo humano; podía ser un buen hombre, honesto, pero un hombre como los demás. Luego existía otro elemento, vinculado a él como la llama a la vela. Una no se confunde con la otra: la llama vive de la vela, y la vela vive para la llama; sin embargo, una cosa es la llama y otra, la vela.

Ese elemento, ese principio, esa fuerza superior al clérigo como hombre moldeaba sus actitudes, pensamientos y reflexiones, llevándolo a hacer todas las cosas muy bien, en la acepción moral de la palabra, mejor de lo que suelen hacer el común de las personas.

Aspectos humanos reprobables

Había, por ejemplo, un sacerdote con el que, por necesidad de apostolado, hice algunos viajes en coche a Río de Janeiro. Observaba en él ciertos aspectos humanos que podían ser mejores y otros, inmejorables. Se trata de dos principios distintos que actuaban en el sacerdote.

En aquella época, los clérigos usaban un sombrero propio, totalmente redondo, generalmente de fieltro negro y con ala también redonda. Ningún sacerdote se atrevía a salir a la calle sin sombrero, y nunca lo hacía llevando un sombrero civil.

Cuando salimos de São Paulo y empezamos a entrar en los suburbios, de repente veo que saca de una cajita una gorra, de esas de mecánico norteamericano, una especie de gorro blandengue de fieltro verde oscuro, y se lo pone en la cabeza. Le pasó el sombrero al chofer —que ya sabía dónde guardarlo, lo cual significaba esconderlo—, mostrando una tendencia a disimular el hecho de que era sacerdote.

Me pareció inexplicable que un eclesiástico, considerado uno de los más respetables de São Paulo, manifestara cierto deseo de no ser sacerdote. Estaría tentado a dejar de serlo si pudiera. Esto me causó una mala impresión.

En el primer viaje a Río de Janeiro que hice con ese clérigo y otro congregante mariano de la iglesia de Santa Cecilia, nos avisó que tenía una reunión agendada en un restaurante con un sacerdote de otro estado de Brasil y que podíamos asistir a la conversación. Nos presentó, nos saludamos y nos sentamos. En seguida vino el camarero, tomó los pedidos y se fue. Entonces el sacerdote le dijo:

—Fulano, oye, ¿te has enterado de la última?

Y él le respondió muy interesado:

—No. ¿De qué se trata?

—Don Mengano de Tal —un obispo— le envió un mensaje a D. Zutano para decirle que no está de acuerdo con D. Perengano…

¡Un auténtico politiqueo!… No había quien lo siguiera. Sin embargo, él estaba atentísimo. Me di cuenta de lo mucho que ese sacerdote conocía todo ese politiqueo y lo devoraba con interés. Ése era el motivo del encuentro: el otro sacerdote tenía más información, así que iba a transmitírsela.

El asunto duró desde el principio hasta el final de la comida, sin que pudiéramos decir ni una palabra. Es comprensible que al formar parte de la mesa lo natural hubiera sido que nos preguntara: «¿Qué estás estudiando? ¿Qué curso estás haciendo? ¿Cuántos años llevas como congregante mariano?». Preguntas hechas con el objetivo de introducir a una persona en la conversación. Nada.

Terminó la comida, nos levantamos. ¡Qué alivio!

Consideración por la dignidad sacerdotal

En sentido opuesto, durante el camino tuvimos que entrar en otro hotel para comer, porque la carretera de São Paulo-Río de Janeiro estaba muy mal en aquella época y el viaje duraba mucho tiempo.

Pese a los defectos de su propia naturaleza, el sacerdote brilla de un modo especial cuando resplandece la luz divina que lo habita

En el comedor del hotel solían haber grupos de personas con un sacerdote. Normalmente se trataba de una boda realizada por la mañana o por la tarde, y el celebrante había sido invitado a participar en la fiesta. Entonces comparecería presidiendo la mesa. Estas celebraciones eran una especie de banquetes y tardaban mucho en terminar. Nuestra comida era sumaria y, por tanto, la mayoría de las veces terminábamos antes.

Él, con toda reverencia, hacía la señal de la cruz y rezaba para concluir la comida, después iba a la mesa del otro sacerdote —a menudo eran clérigos más jóvenes, y él era un hombre de más de 50 años—, lo saludaba amablemente, le decía su nombre, le preguntaba cómo se llamaba. Todo ello hecho con tanto respeto, gentileza y delicadeza que se percibía su consideración por el sacerdocio.

Dualidad de principios

Se trataba de dos elementos diferentes, uno de los cuales provenía de cierto principio ajeno a su psicología. Si no fuera por una gracia, no actuaría así. Era como una lámpara que se enciende: una cosa es la lámpara apagada y otra cuando está encendida.

Existía, pues, un principio, como una bombilla que se encendía o se apagaba, como una luz que lo habitaba, pero que no era él, la cual le daba un resplandor personal mucho mayor de lo habitual.

Una vez detuve el automóvil frente a la casa de ese sacerdote, en cuyo piso superior se encontraba el dormitorio, el cual daba acceso al jardín y a la calle. Había una celosía en lugar de persiana, para que entrara el aire, de modo que era posible ver el interior de la habitación. Estaba vestido de sotana, muy correcto, preparando la cama para dormir.

Sin embargo, por la manera como ponía orden, la «lámpara» se apagaba… Se paraba, meditaba cuál sería la mejor posición para la manta, para la almohada. Había mil y una pequeñas comodidades que lo preocupaban mucho, y él mismo decidía cómo arreglar la cama, para meterse luego en ella, como quien resuelve una ecuación de álgebra.

Por otra parte, en esta actitud se veía una inocencia de alma, la ausencia de pensamientos inconvenientes. Era un sacerdote.

Esto me llevaba a percibir una dualidad de principios existentes en el mismo eclesiástico.

Amor total a la Santa Iglesia

En consecuencia, surgió en mi mente una especie de raciocinio que no explicité enseguida, pero que funcionó como si lo hubiera explicitado.

Considerando al sacerdote A, B, C o X, veo que todos tienen ese mismo principio actuando en ellos y haciendo que sus cualidades estén siempre orientadas en la misma dirección, de modo que cuando obedecen a esto surge una verdadera maravilla. No obstante, existen otros puntos en los que se relajan, no obedecen, no hacen las cosas correctamente y dan lugar a algo insignificante.

El Dr. Plinio en 1990

Por lo tanto, hay una dualidad. Pero no es suficiente tal conclusión. Después de haber examinado y visto la presencia de esta dualidad, debo reconocer que el principio existente en cada uno de ellos es el mismo que actúa en los otros, distinto y superior a su persona, una verdadera maravilla, y que es el alma de la Iglesia Católica. De ahí la admiración sin nombre ni límite para con la Santa Iglesia.

En otras palabras, ese principio es Dios, es la gracia divina dada a las almas, la cual influye, actúa y obra maravillas.

Amar ese principio es como amar a una súper persona: la Santa Iglesia Católica, cuya savia produce todo lo más excelente y bello

Luego, amar ese principio era como amar a una súper persona, que no era ninguno de aquellos sacerdotes. No sabía decir que era Dios, la gracia; no tenía suficiente instrucción religiosa para eso.

En consecuencia, tuve un amor, a bien decir, total por la Iglesia Católica, porque la conclusión a la que llegué inmediatamente después era evidente: sólo la Iglesia tiene valor, donde entra la savia de la Iglesia se produce todo lo más excelente, más magnífico, más bello, justo, razonable; donde no entra, acaba saliendo la peor inmundicia.

Así pues, la solución para todo en el mundo es que ese elemento, esa alma de la Iglesia esté presente y que se le facilite su acción de todas las maneras posibles.

Anhelando la victoria de la gracia

No notaba —porque aplicaba tales raciocinios a los sacerdotes y a las monjas, y no a los laicos— que el principio por el cual percibía eso era el mismo que había en el sacerdote y en todos los fieles. Era la gracia, el divino Espíritu Santo que actuaba sobre la Iglesia, su templo, sobre mí y sobre aquellos imbuidos del impulso católico, del instinto católico.

Sin embargo, reflexionaba sobre el objetivo hacia el cual me encaminaba totalmente y mi único anhelo era la victoria de ese principio sobre todas las cosas malas que existen en el mundo. El resto no me interesaba.

La Iglesia Católica enseña que la gracia de Dios es un don, una participación creada en su vida increada y, por tanto, vivimos de la vida de nuestro Creador. Es ese impulso el que nos lleva hacia eso. ◊

Fragmento de: Conferencia.
São Paulo, 31/12/1994.

 

El sacrificio indispensable

No cualquier persona puede desempeñar el duro oficio de pescador de perlas. Las complexiones fuertes son capaces de soportar la presión del agua y las agresiones de los pulpos, para descender al fondo del océano y recoger allí la perla blanquísima que buscan. Pero los organismos débiles se sienten asfixiados en cuanto se adentran un poco más en las verdes aguas del océano, y se ven forzados a retroceder con las manos vacías, para respirar la brisa amena y regresar a la presión tenue lejos de las cuales son incapaces de vivir.

Es lo que ocurre, también, en el mundo espiritual. Hay ciertas almas capaces de descender a las profundidades de los más serios pensamientos, adonde van a buscar la perla inestimable de la verdad. Otras, sin embargo, se sienten asfixiadas en cuanto las ideas se vuelven un poco más densas, y retroceden inmediatamente, con las manos vacías, a esa banalidad estéril que es el único ambiente que logran soportar.

Sacrificio del alma que se purifica por la práctica de la virtud

El gran sentido de la vocación de esta generación que actualmente ha alcanzado la juventud es el sacrificio.

O esta generación afronta la dureza de su vocación con la generosidad del martirio, o bien será inevitablemente devorada por las tormentas que las generaciones anteriores han acumulado con sus errores, y que están a punto de precipitarse sobre el mundo contemporáneo.

Pero el sacrificio requerido no es el de sangre. No es la muerte lo que la gracia le impone al joven de hoy como peligro supremo que debe afrontar, sino su vida misma. Ya no es tiempo de que los creyentes atestigüen su fe mediante el testimonio sangriento del martirio. Lo que la Iglesia les pide hoy a sus fieles es el testimonio de una vida ejemplar y el sacrificio generoso de toda nuestra personalidad a la gran causa por la que es menester luchar.

Ese sacrificio es el sacrificio de los bienes temporales. Es el sacrificio del tiempo que se emplea en el apostolado, cuando podría utilizarse en perseguir el dinero. Es el sacrificio de actitudes que se adoptan para salvar almas, a costa de la reputación social, de las relaciones familiares o amistosas más queridas, de las simpatías más preciadas.

Pero, sobre todo, ese sacrificio es el del alma que se purifica por la práctica de la virtud, que se inmola en el sufrimiento interior, que sube espontáneamente al altar de las pruebas espirituales más dolorosas, con aquella magnánima resolución con que los primeros cristianos caminaban hacia el martirio. Porque el mundo actual ha sido perdido por el pecado, y sólo puede ser rescatado por la virtud. Pues de nada vale la más útil de las obras de apostolado a los ojos de Dios cuando el apóstol lleva en su alma ese mismo espíritu del mundo, que combate con sus acciones.

El sacerdocio, la vocación por excelencia para el sacrificio

Esto es precisamente lo que el mundo no quiere entender, y a esta incomprensión atribuyo el pequeño número de vocaciones entre nosotros.

La vocación sacerdotal es, por excelencia, la vocación al sacrificio. En primer lugar, es toda la ambición humana lo que se sacrifica, mediante la humildad voluntariamente abrazada, y que es inseparable del estado sacerdotal.

En segundo lugar, la santidad es lo que se tiene en cuenta. Y quien dice santidad, dice el sacrificio completo de toda la felicidad que el mundo puede dar, a través de su sistemática adulación de los sentidos, a través de su loca exaltación de la concupiscencia y del orgullo de la vida.

Y en tercer lugar, el sacrificio supremo, en el que el sacerdote ya no inmola a la justicia de Dios sólo su propia persona, sino al propio Hijo de Dios, hecho hombre para rescatar los pecados del mundo. ◊

Extraído de: O Legionário.
São Paulo. Año ix. N.º 173.
(9 jun, 1935); p. 5.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados