El Apóstol arquetípico

Figura de envergadura impar, lo único que se puede decir de él con certeza es que fue grande en todo. Su conversión es un signo de esperanza para los tiempos actuales.

Evangelio de la fiesta de la conversión de San Pablo

En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once 15 y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. 16 El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado. 17 A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, 18 cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos». (Mc 16, 15-18).

I – Grande en todo

La figura de San Pablo es difícil de ser medida con precisión, debido a la enorme envergadura de su personalidad, de su fe y de su heroísmo. Definirlo como grande en todo parece ser la fórmula acertada.

La figura de San Pablo es difícil de ser medida con precisión, debido a la magnitud de su personalidad, su fe y su heroísmo

Si hablamos de conversión, ¿habrá alguna más paradigmática que la suya? Fulminante y eficaz, el cambio obrado por Dios en el alma de aquel obstinado fariseo fue colosal: el acérrimo perseguidor de los cristianos se volvió el más valiente de los predicadores, dispuesto a afrontar cualquier dificultad a fin de divulgar la Buena Noticia. La Santa Iglesia celebra esta conversión arquetípica en su liturgia —hecho único y extraordinario en el santoral— para darnos una idea del singular quilate del Apóstol. Tratemos de evocar algunos de sus rasgos fundamentales.

Crucificado con Cristo

San Pablo sobresale por su visión nítida, profunda y altísima del misterio de Cristo. No duda en llamarlo «gran Dios y Salvador» (Tit 2, 13), y confía sin límites en su imperio cuando afirma: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). De esta fe inquebrantable en su Señor da muestras al soportar toda suerte de persecuciones, padecimientos y desgracias: «De los judíos he recibido cinco veces los cuarenta azotes menos uno; tres veces he sido azotado con varas, una vez he sido lapidado, tres veces he naufragado y pasé una noche y un día en alta mar. Cuántos viajes a pie, con peligros de ríos, peligros de bandoleros, peligros de los de mi nación, peligros de los gentiles, peligros en la ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y agobio, sin dormir muchas veces, con hambre y sed, a menudo sin comer, con frío y sin ropa» (2 Cor 11, 24-27). ¿Quién podría aducir tales credenciales de su entrega ante el Señor todopoderoso?

Consumido de amor, afirma haber sido crucificado con Cristo, de modo que no es él quien vive, sino Jesús en él (cf. Gál 2, 20). Esta unión íntima le lleva a preferir al Señor sobre todas las cosas, estimándolas como basura si se las compara con su gloria (cf. Flp 3, 8). En consecuencia, para San Pablo la vida es Cristo y morir, una ganancia (cf. Flp 1, 21), pues su único deseo consiste en estar con Él: «Estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe. Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día» (2 Tim 4, 6-8).

Apóstol por excelencia

Llamado Apóstol de los gentiles, Dios hizo de él su instrumento para abrir las puertas de la fe a los paganos, confiriéndole así a la Iglesia el verdadero carácter de universalidad. San Pablo fue un incansable evangelizador, que recorrió miles de kilómetros anunciando la Buena Noticia con ardor inextinguible, como él mismo exhorta a su discípulo e hijo espiritual Timoteo: «Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús […]: proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina» (2 Tim 4, 12). Por este motivo vemos en sus imágenes una espada pulida y afilada, porque para él «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, coyunturas y tuétanos» (Heb 4, 12).

El Apóstol de los gentiles no dudó en utilizar la espada de la verdad para defender a la Iglesia, superando con alegría las situaciones más arduas

San Pablo se revela, de manera incontestable, como la venganza de Dios contra las argucias y los artificios de los hijos de las tinieblas, pues demostró con su vida que el bien, cuando es enteramente fiel, es más sagaz que el mal. En este sentido, obedeció el precepto del Maestro de unir la inocencia de la paloma con la astucia de la serpiente (cf. Mt 16, 16). Basta citar algunos de los abundantes episodios de su existencia que lo prueban: fingió estar muerto para escapar de la ira de los judíos que lo estaban apedreando (cf. Hch 14, 19-20); aprovechó el espacio reservado al Dios desconocido para anunciar a Cristo en el Areópago de Atenas (cf. Hch 17, 23); dividió al sanedrín que quería condenarlo, argumentando que era fariseo y que creía en la resurrección de los muertos (cf. Hch 23, 6).

Maestro de la doctrina y de la vida espiritual

La combatividad de San Pablo es otra virtud que destacar. Además de emplear frecuentemente metáforas militares para ilustrar su catequesis, el Apóstol no dudó en utilizar la espada de la verdad en situaciones muy delicadas, a fin de defender a la Iglesia. Como nos cuenta en su epístola a los gálatas, reprendió a San Pedro por haber puesto en riesgo la fe al adoptar una actitud ambigua, que favorecía a los judaizantes (cf. Gál 2, 11-14). Su fortaleza, propia de un soldado de Jesús (cf. 2 Tim 2, 3), era tal que lo hacía capaz de superar con alegría las situaciones más arduas: «Lo mismo que abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, abunda también nuestro consuelo gracias a Cristo» (2 Cor 1, 5).

San Pablo, finalmente, es el maestro de vida espiritual por antonomasia. En el inolvidable himno de la caridad que nos dejó en su primera epístola a los corintios, auténtico vademécum de santidad, establece el papel central de la virtud de la caridad, dado que constituirá la base de las más variadas escuelas de espiritualidad católica desarrolladas a lo largo de los siglos:

«La caridad es paciente, es benigna; la caridad no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecorosa ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. La caridad no pasa nunca. Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará. […] En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es la caridad» (13, 4-8.13).

II – El perfil profético del Apóstol

El Evangelio seleccionado para la fiesta de la conversión de San Pablo narra los últimos consejos de Jesús a sus discípulos, registrados por San Marcos después de haber descrito de manera sumaria los hechos ocurridos con motivo de la Resurrección del Señor. Bien se aplica a la celebración de hoy, porque en el Apóstol se realizaron plenamente los mandatos de Jesús.

«San Pablo predicando a los corintios», de Jean Colombe – Biblioteca Nacional de Francia, París

El Evangelio es inexorable

En aquel tiempo, Jesús se apareció a los once 15 y les dijo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación».

San Pablo no sólo obedeció, sino que en cierto modo encarnó esta orden del divino Maestro. Se presenta a los romanos como el esclavo de Jesucristo «escogido para anunciar la Buena Noticia de Dios» (1, 2), es decir, para divulgar hasta los confines de la tierra el nombre del Señor.

Para el Apóstol, pregonarlo sintetiza su propia vida: «El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio!» (1 Cor 9, 16). Y lo hace sin compromiso con el mundo, sin miedo a la persecución ni a la crítica, exponiéndolo por entero «para suscitar la obediencia de la fe entre todos los gentiles» (Rm 1, 5).

El Evangelio divide

16 «El que crea y sea bautizado se salvará; el que no crea será condenado».

El Evangelio anunciado con la valentía de San Pablo divide: a unos salva de forma espléndida, a otros condena estrepitosamente.

Dirigiéndose también a los romanos enseña que Dios es justo juez, que paga a cada hombre según sus obras. Así pues, concederá «vida eterna a quienes, perseverando en el bien, buscan gloria, honor e incorrupción; ira y cólera a los porfiados que se rebelan contra la verdad y se rinden a la injusticia» (2, 7-8).

El Evangelio se impone

17 «A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, 18 cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos».

Pablo se presenta como el esclavo de Jesucristo «escogido para anunciar la Buena Noticia de Dios», es decir, para predicar el nombre del Señor hasta los confines de la tierra

Bien se puede decir que la vida del gran Apóstol es la más hermosa realización de esta divina profecía.

Ejerció al exorcistado con deslumbrante poder. Estando en Filipos con otros discípulos, les salió al encuentro una muchacha poseída por un demonio, proclamándolos siervos del Dios Altísimo. Como esto se repitió durante días consecutivos, San Pablo ordenó en nombre de Jesucristo que el espíritu inmundo la abandonara, lo que sucedió en el mismo momento (cf. Hch 16, 16-18).

En esta línea, el espíritu luchador del Apóstol lo llevó a maldecir al mago Elimas, que buscaba evitar la conversión del procónsul Sergio Paulo. Así nos lo narran las Escrituras: «Entonces Saulo, que también se llama Pablo, lleno de Espíritu Santo, se quedó mirándolo y le dijo: “Hombre rebosante de todo tipo de mentira y maldad, hijo del diablo, enemigo de toda justicia, ¿cuándo vas a dejar de oponerte a los rectos caminos del Señor? Ahora, mira, va a caer sobre ti la mano del Señor y vas a quedar ciego, sin ver el sol, durante algún tiempo”. Al instante cayó sobre él oscuridad y tinieblas e iba de un sitio para otro buscando quién lo llevase de la mano. Entonces el procónsul, viendo lo sucedido, creyó, impresionado por la doctrina del Señor» (Hch 13, 9-12).

San Pablo también fue inmune a la picadura de una víbora, hecho que llevó a los habitantes de Malta a considerarlo un dios (cf. Hch 28, 3-6). Entre los signos que realizó se encuentran la resurrección de Eutiquio (cf. Hch 20, 9-12) e innumerables curaciones como la del cojo de Listra (cf. Hch 14, 7-10). Los Hechos de los Apóstoles resumen estos prodigios de la siguiente manera: «Dios hacía por medio de Pablo milagros no comunes, hasta el punto de que bastaba aplicar a los enfermos pañuelos o ropas que habían tocado su cuerpo para que se alejasen de ellos las enfermedades y saliesen los espíritus malos» (19, 11-12).

Respecto al don de lenguas, San Pablo afirma: «Doy gracias a Dios porque hablo en lenguas más que todos vosotros» (1 Cor 14, 18). Sin embargo, aconseja buscar de preferencia los carismas que edifican a la comunidad, como el de profecía.

La conversión de San Pablo, de Lambert de Hondt el Joven

III – Arquetipo de católico militante

La conversión y la vida de San Pablo muestran de manera excelente el poder redentor de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Sirva su figura éclatante como signo de esperanza para los tiempos actuales.

Para Dios nada es imposible, y si hizo del terrible perseguidor su más destacado apóstol, ¿cómo dudar de que en esta trágica época de apostasía se puedan producir conversiones como la de San Pablo, no sólo de algunas almas, sino de pueblos enteros, que representen el mayor giro de la historia?

Dios, que hizo del terrible perseguidor su más destacado apóstol, tiene el poder de obrar en esta trágica época de apostasía otras tantas conversiones, no sólo de almas, sino de pueblos enteros

Bien lo entrevió el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira en su profético ensayo Revolución y Contra-Revolución —objeto de especial homenaje en este número de nuestra revista—, al afirmar: «Cuando los hombres deciden cooperar con la gracia de Dios, las maravillas de la historia son las que se obran de esta manera: es la conversión del Imperio romano, es la formación de la Edad Media, es la reconquista de España a partir de Covadonga, son todos estos acontecimientos que ocurren como fruto de las grandes resurrecciones de alma de las que los pueblos son también susceptibles. Resurrecciones invencibles, porque no hay nada que derrote a un pueblo virtuoso y que verdaderamente ame a Dios».1 En esta hermosa enumeración cabría incluir la conversión de quien hizo de la cuenca mediterránea un mare nostrum de la Iglesia Católica y sentó las bases de la cristología más elevada.

Con la mirada fija en la conversión de San Pablo, aguardamos esta inmensa resurrección espiritual, profetizada en Fátima por la Santísima Virgen, que se realizará a través de gracias eficaces, operantes y abundantes que transformarán a fondo las almas, dando paso al triunfo esperado del Inmaculado Corazón de María. 

 

Notas


1 RCR, P. II, c. 9, 3.

 

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