La llamada mentalidad «moderna», cuyos postreros y amargos frutos aún degustamos en nuestros días, Dña. Lucilia la rechazó con seriedad y firmeza. Aceptarla constituía, a su entender, el abandono de un camino que jamás debería dejar.

 

Al acabar la guerra en 1918 comienza el período que los historiadores denominan entre-deux-guerres.1 Los armónicos acordes del vals son sustituidos por los estridentes y cacofónicos sonidos del jazz; los sobrios y graves carruajes tirados por caballos son suplantados definitivamente por el automóvil, que imprime un nuevo ritmo a la existencia; y las mujeres, hasta entonces reinas del hogar, dan los primeros pasos hacia la igualdad de sexos. Casi de golpe, las faldas suben de los tobillos a las rodillas, liberando los andares de los vestidos largos y bellos de otrora; se iniciaba así un caminar decidido cuyo término final era —todos lo sentían— el impudor.

El cabello natural, largo, de las mujeres, cuidadosamente peinado, como corona que honra su dignidad, es cortado en nombre de la moda y el pragmatismo: era el estilo llamado à la garçonne.2 El colorete y la barra de labios, que la dama celosa de su honor nunca usaría, irrumpen en las costumbres, hasta entonces recatadas. Las risas, que antes ocupaban un papel discreto en la vida, pasaron a ser consideradas un símbolo necesario de felicidad —idea ampliamente difundida por el cine de Hollywood—, relegando a un segundo plano, en las reuniones sociales, a todos los que no sabían contar chistes y no tenían el pseudocarisma de provocar una constante hilaridad.

Era inherente a ese nuevo modo de ser el desenfrenado deseo de ganar dinero, mucho dinero. Dios, moral, reflexión, tradiciones, refinamiento, buen gusto, educación, eran mitos del pasado y debían ser abandonados, pues lo importante era vivir «bien» el momento presente.

Doña Lucilia en París, en 1912

Doña Lucilia, siempre conforme a su proceder cortés y afable, pero al mismo tiempo serio y firme, rechazaba esa nueva mentalidad, calificada de «moderna», cuyos postreros y amargos frutos aún degustamos en nuestros días. Aceptarla constituiría, a su entender, el abandono de un camino que jamás cabría dejar. Para ella, la religión no se limitaba a la observancia de los sagrados preceptos de la ley de Dios y a la práctica de piadosas devociones, desligadas del buen orden temporal. Incluía, además, una concepción de la vida modelada según las revelaciones y los dictámenes del Sagrado Corazón de Jesús, que deberían abarcar todos los aspectos de la actividad humana. Y con arreglo a dicha concepción, procuraba primorosamente configurar su día a día, el gobierno de su casa, la educación de sus hijos y hasta su vida social.

Un pequeño y conmovedor episodio ilustrará con nitidez la resistencia que había estado oponiendo al espíritu «moderno».

Doña Lucilia rechaza la nueva moda

Durante un almuerzo del que participaban amigos y parientes, todos intentaban convencerla de que se cortara el cabello à la garçonne y se maquillara, pues era la única persona de aquella rueda social que no había adherido a la nueva moda. Tal vez su mansa pero inquebrantable persistencia en la fidelidad a las antiguas costumbres redundara en cierta fricción moral con sus más allegados.

Mientras pudo, durante la conversación, Dña. Lucilia fue esquivando hábilmente el problema, para no mostrarse desagradable a los visitantes; sin embargo, éstos proseguían con su incómoda insistencia. En determinado momento, al notar que las presiones iban más allá del límite tolerable, en un asunto que sólo le concernía a ella, reaccionó, como tantas veces había hecho, guardando un expresivo silencio.

Sentado a su lado, Plinio, por entonces con 12 años aproximadamente, que poseía un natural locuaz y asertivo, presenciaba callado toda la conversación; a los menores no les estaba permitido hablar en la mesa. Encantado con su madre y viendo cómo en ella su aspecto exterior se adecuaba completamente a su noble interior de alma, decidió intervenir para sustentar su buena posición al percibir que ella había optado por el silencio. Apartó su silla y, afligido, se arrodilló ante Dña. Lucilia implorándole cariñosamente:

Mamá, ¿me vas a prometer que mientras vivas no te cortarás el pelo ni usarás pintalabios?

Enternecida con la actitud de su hijo, se volvió hacia los presentes y, como en broma, concluyó suave y amablemente la discusión:

¿Lo ven? Plinio no quiere que me corte el pelo. Así que no me lo voy a cortar…

Un silencio general se apoderó de la sala. Y nunca más ni sus familiares ni amigas mencionaron el asunto hasta el final de los largos días de Dña. Lucilia.

Plinio aproximadamente en 1920

Cuando, por última vez, sus hijos la vieron yacente en el ataúd, allí estaba ella con sus venerables cabellos plateados y con sus labios, cerrados para siempre, exentos de carmín. Murió atendiendo la petición que su hijo, cuando todavía era un niño, con una gran aflicción en el alma, le había hecho de rodillas.

Con el pretexto de los tranvías, se acortan las faldas

En relación con el traje femenino, Dña. Lucilia notó la primera señal de decadencia moral no mucho después de que se generalizara el uso del tranvía eléctrico como principal medio de transporte urbano.

Había asistido a la inauguración de la primera línea en São Paulo, en 1900. Años después, les contaría a sus hijos que la euforia de la población era tan grande, por el hecho de poder viajar en un vehículo movido por electricidad —a lo cual se le sumaba que fuera gratuito el primer día—, que las personas iban incluso encima del techo.

Tal euforia sirvió de ocasión para una grave y profunda modificación en la moda femenina. Doña Lucilia comentaba que las mujeres, al usar faldas que les llegaban a los tobillos, tenían cierta dificultad para bajarse del tranvía, pues un traje tan largo las hacía tropezar en los peldaños. Por ésta y otras razones, los vestidos fueron acortándose, con el transcurso de los años, hasta alcanzar las rodillas. En cada acortamiento, Dña. Lucilia veía que el peligro aumentaba.

El «estouro da boiada»

¿Quién no habrá experimentado un sentimiento de respeto y veneración al entrar en el Coliseo romano, pensando en la inmolación de los miles de mártires que fueron devorados allí por las fieras, tras negarse a quemar incienso a los ídolos?

No menos, y ciertamente más sutil, ha de ser el heroísmo de aquel que quiera mantener la integridad de los principios enseñados por la Santa Iglesia, en una sociedad que camina en una dirección opuesta a la verdad y al bien. Por pánico a los efectos de esta separación, en relación con el propio ambiente, millones de personas ceden y espiritualmente perecen.

Militares estadounidenses fotografiados durante la cena de Acción de Gracias, en 1918

Ante la avasalladora ola forjada en Hollywood, la actitud de Dña. Lucilia fue la de enfrentar con serenidad todo lo que atentaba a sus convicciones católicas.

En el futuro contaría, de modo discreto, aunque manifestando toda su censura, un escándalo ocurrido por aquel entonces en São Paulo. El hecho sucedió entre familias acomodadas y, por tanto, de mucho realce en la sociedad.

Un hombre dejó a su esposa y se fue a vivir con una mujer que también había abandonado a su cónyuge, pasando a estar ambos en un régimen de concubinato doblemente adúltero. Para darle un aire de legitimidad a su pésimo proceder, se fueron a Uruguay y a la vuelta hicieron constar que se habían casado por lo civil. Amigas y conocidas oyeron, de la propia concubina, que aquella unión era verdaderamente un «casamiento», lo que redundaba en equiparar el concubinato al matrimonio. Manifestando en su fisonomía toda la censura que ese hecho le causaba, Dña. Lucilia, al narrar el episodio, añadía que aún quedaban en esa época un resto de moral, razón por la cual lo sucedido provocó en todos una actitud de repudio.

Pero un día, una pariente de Dña. Lucilia fue de compras a la Casa Mappin —establecimiento que en aquel tiempo sólo vendía artículos muy finos, con lo cual era frecuentado por la mejor sociedad— y presenció una escena insólita. De repente, oyó un alboroto y enseguida se encontró con dos mujeres peleándose a bofetadas y puntapiés. Eran la esposa legítima y la concubina antes mencionadas.

Al ser conocida por ambas, la referida señora prefirió retirarse rápidamente del lugar, recelando verse envuelta en aquella riña indecente, lo que no deseaba por ningún precio. Ese día comía en casa de los Ribeiro dos Santos y contó el hecho, que provocó vivos comentarios en la mesa. Doña Lucilia lo escuchó todo en silencio. Sin embargo, cuando empezó a decirse que el concubinato era un absurdo, pero que las mujeres debían soportar con más paciencia las desvergüenzas de sus maridos, ella suspiró profundamente y dijo:

¡Soportar, soportar! No esperen demasiado… Los hombres se desmandaron tanto que han dejado a las mujeres en una situación que ya no lo soportan. Y, a parte de las pésimas costumbres de los maridos, el cine y la literatura inmorales hacen que ellas se estén volviendo tan malas como ellos. Este hecho demuestra que está comenzando el «estouro da boiada»3

Era una juiciosa observación, una previsión muy bien hecha; pero las palabras de Dña. Lucilia fueron acogidas por algunos a carcajadas, no porque encontrasen ridículo lo que decía, sino porque les hacía gracia la expresión «estouro da boiada». No entendieron el fondo del pensamiento, que el transcurso de las décadas no hizo sino confirmar. Hoy en día el divorcio se ha generalizado y el concubinato, también: «a boiada» se desbandó.

Modestia, placidez y esmero

Enteramente segura de sí misma, Dña. Lucilia no seguía el frenesí, las aflicciones, el espíritu competitivo y los sobresaltos tan comunes entre las señoras y las jóvenes de su tiempo, que se dejaban influir por la ola hollywoodense.

Lo que quedaba de pomposo en el modo de vida de entonces aún exigía la comparecencia a los bailes con elegantes y distinguidos trajes, inspirados por lo general en modelos franceses. Las revistas de París, a las que estaban suscritas las señoras de la alta sociedad paulista, traían fotografías de los más recientes y finos artículos de tocador femeninos: cuál debía ser el color de la seda del vestido que hiciera juego con cierto peinado; cómo debía ser la combinación del sombrero con los zapatos y el bolso; qué joyas eran más adecuadas con determinado traje; todo era meticulosamente analizado y discutido por las lectoras, teniendo en vista las reuniones sociales. Con frecuencia, las señoras encargaban sus proyectos a una gran casa especializada, La Saison, muy bien decorada al gusto francés. La propietaria, madame Françoise, brasileñamente llamada doña Francisquita, o sus auxiliares, solían ir a casa de sus clientes para llevarles muestras de tejidos, tomarles las medidas y hacerles las pruebas.

Damas de la aristocracia paulista participan en una fiesta, en tiempo de la infancia de Plinio

Doña Lucilia, sin escapar a esa regla, se esmeraba igualmente en componer y diseñar sus vestidos, comprar el tejido y exigir la perfecta confección de sus trajes. Participaba también de las animadas conversaciones sobre tales temas, aunque nunca se dejaba llevar por la agitación suscitada por el asunto.

Cuando llegaba el día de alguna fiesta, aparecía una ardiente expectativa entre la mayor parte de las señoras. Doña Lucilia se arreglaba con tanto esmero como las otras. Segura de su buen gusto, pero sin la menor pretensión, denotaba aquella tranquilidad y serenidad que nunca la abandonaban.

Al afirmarse de este modo, se mantenía fiel a la antigua placidez paulista, en medio de un mundo que iba adhiriendo cada vez más a la agitación de la vida moderna.

Fidelidad, incluso al precio del aislamiento

Su admirable coherencia le costó, no obstante, un terrible tributo, que soportó con la firme resignación propia de un alma católica: el aislamiento.

A medida que la nueva mentalidad se difundía por todas partes, los que permanecían fieles a las tradiciones y al modo de ser del pasado iban siendo puestos de lado, cayendo sobre ellos la dura prueba del ostracismo. Sus conversaciones, otrora apreciadas como atrayentes, ya no interesaban más. Sus actitudes ceremoniosas no correspondían con los padrones considerados modernos. Sólo lo gracioso, lo excitante, lo espontáneo tenían derecho de ciudadanía.

Cuando esos vientos de cambio soplaban más fuertes, Dña. Lucilia veía cómo sus hijos llegaban a la adolescencia, una etapa muy delicada en la vida de una persona, en la cual todo puede ganarse o perderse. Para Roseé, con 12 años ya, todavía existía la ventaja de ser educada en el ambiente doméstico. En cuanto a Plinio, por el contrario, se aproximaba inevitablemente el día en que tendría que frecuentar algún colegio. Habiendo recibido una elevada educación, era necesario que enfrentase ahora la lucha contra el respeto humano. El auxilio del Cielo nunca le faltaría, ni las fervorosas oraciones de su madre.

No obstante, ¡cuántas aprensiones sufrió el corazón de Dña. Lucilia! 

Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 226-232.

 

En la foto destacada: Doña Lucilia un mes antes de su muerte, con 91 años

 

Notas

1 Período comprendido entre la Primera y la Segunda Guerras Mundiales.
2 Expresión francesa aplicada al tipo de corte de pelo a la manera de un muchacho.
3 Literalmente: «la estampida del ganado». Expresión coloquial brasileña que indica que las cosas se han salido violentamente de su cauce. (N. del T.)

 

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1 COMENTARIO

  1. Tras la lectura del artículo «Una señora de épocas mejores» crece mi admiración hacia la Señora Doña Lucilia. Si tenemos en cuenta que el nivel de una civilización se mide en función del nivel de sus mujeres, Doña Lucilia demostró ser una dama de carácter pues supo permanecer firme en sus nobles principios. El mayor defecto de la «modernidad» radica en la escasez de mujeres que muestren dignidad en su apariencia y comportamiento. Para quienes no sentimos afinidad con el mundo de hoy, el ejemplo de Doña Lucilia resulta inspirador y constituye un modelo a seguir para no caer en el desánimo en nuestra lucha contra esta modernidad que sólo conduce a la muerte espiritual.

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