El pasado nos ofrece ejemplos del fracaso de quienes prefirieron contar con sus propias fuerzas que confiar en el auxilio de un buen general. Conozcamos uno de ellos, ocurrido en el período de las grandes navegaciones.

 

Nadie ignora que el descubrimiento de América tuvo un profundo impacto en la Historia de la humanidad. Aunque el fin deseado cuando comenzaron las grandes navegaciones fuese muy distinto de aquel que de hecho se logró — ya que el objetivo original era cruzar el océano Atlán­tico para llegar a la India—, tal empresa siguió revelándose extremadamente osada, teniendo en cuenta los rudimentarios recursos de esa época.

Para que se pudiera llevar a cabo semejante reto, era imprescindible la participación de hombres valerosos e intrépidos, dispuestos a entregarse por completo a un ideal, aun a costa de sus vidas. En una palabra, aquellas expediciones exigían héroes. Sin embargo, tampoco se habrían realizado sin el concurso de otro factor: la cohesión, fuerza misteriosa capaz de transformar elementos dispares en un cuerpo compacto e indestructible, siempre y cuando luchen por un interés superior.

En este sentido, la historia de las navegaciones narra numerosos episodios de triunfo y de gloria de tropas que alcanzaron el éxito, porque reconocieron la necesidad de tener un líder que las aglutinara en función de un ideal y las guiara.

No obstante, el pasado nos ofrece igualmente el ejemplo contrario del fracaso de quienes prefirieron contar con sus propias fuerzas a confiar en la victoria bajo las órdenes de un jefe. De sucesos como estos también debemos valernos, a fin de evitar el «naufragio» de nuestra embarcación. Consideremos uno de ellos, que ocurrió pocos años después de la llegada de los descubridores a América.

La tripulación de Alonso de Ojeda

Al frente de un grupo de españoles, en el continente recién descubierto, se hallaba Alonso de Ojeda, un militar de Cuenca, veterano de la guerra de Granada, que había llegado a América en el segundo viaje de Cristóbal Colón. «Un tipo templado, audaz, duro, pequeño de cuerpo pero grande en coraje y también en inteligencia».1

Representación de las naos de Cristóbal Colón

En 1510, el valeroso capitán desembarcó con sus soldados en una playa caribeña, donde emplazaría un fuerte, al que llamó San Sebastián. Una vez establecido el asentamiento, pronto se vieron acosados por los constantes ataques de los nativos, cuyas flechas envenenadas atravesaban cualquier coraza; y para colmo, escaseaban los víveres. Mientras trataban de sobrevivir con los pocos frutos que les ofrecía el lugar, uno de los vigías divisó un barco en lontananza.

El entusiasmo fue general. Ojeda les expuso a sus hombres el plan de marchar él mismo en aquel barco, para conseguir refuerzos y provisiones. Los soldados no dudaron ante la propuesta del capitán, pues confiaban plenamente en su valentía y gran habilidad.

Sin embargo, también hacía falta salvaguardar el nuevo fuerte. Las tropas debían quedarse en San Sebastián, bajo el mando de un veterano de guerra, duro, sin mucha instrucción, pero aventurero y bastante emprendedor, cuyo nombre era Francisco Pizarro, el futuro conquistador de Perú. Si a los cincuenta días el capitán no regresaba, tendrían que abandonar la plaza.

Cuál no debió ser la estupefacción del esperanzado Ojeda cuando, a poco de emprender el viaje, se enteró de que los marineros de aquella nave eran nada más y nada menos que los primeros piratas del Nuevo Mundo, bajo el mando de un tal Bernardino de Talavera.2

Navegando en los mares del Caribe

Alonso de Ojeda no se dejó abatir. Aprovechando su condición de oficial experimentado y conocedor de aquellos mares, se declaró enseguida el único jefe del navío. Los bandidos lo aceptaron al principio, pero después de unos días de trayecto en el inmenso desierto de las aguas americanas, estando lejos del fuerte y viendo la facilidad con la que gobernaba la embarcación, creyeron poder hacer lo mismo. Entonces decidieron usurpar el mando y atar con cadenas al desafortunado militar español en la prisión del barco.

Ahora bien, a los cuatro días del amotinamiento, los marineros —que nada sabían de los mares del Caribe— empezaron a encontrar mucha dificultad en la navegación, sobre todo cuando fueron sorprendidos por una terrible tempestad. Sin saber qué hacer en ese momento trágico, arriaron todas las velas, quedándose a merced de la tormenta; la embarcación empezó a sufrir varios daños… La situación provocó inevitablemente la liberación de Ojeda, ya que era el único capaz de salvar a la tripulación.

Al haber permanecido cuatro noches en la oscuridad de la bodega de la nave, al capitán le pareció que despertaba de una pesadilla y reasumió el mando, logrando así llegar a Cuba, la isla más cercana. No obstante, conforme se iban acercando a la playa, una gran aflicción asaltó a los tripulantes: el barco, casi deshecho a causa de la tremenda borrasca, comenzó a resquebrajarse. Gracias a Dios, se encontraban lindando con la orilla y a duras penas consiguieron salvarse de los azotes del mar.

En Cuba, nuevos peligros

Ya en tierra firme, la historia se repitió otra vez: los piratas se rebelaron contra Ojeda y le quitaron todas sus armas, pues pensaban que asumirían fácilmente el gobierno de aquel territorio.

Nueva insensatez, fruto de la pretensión de aquellos hombres sin ley, que enseguida se vio deshecha ante los flechazos recibidos de los nativos, tan pronto como se habían adentrado unos metros en el interior de la isla. A la vista del peligro, los piratas prefirieron acudir una vez más al auxilio del capitán, aunque esto los pusiera en riesgo de ser castigados más tarde por sus crímenes con la pena capital.

Alonso de Ojeda, por Ignacio Castillo Cervantes – Academia Colombiana de Historia, Bogotá

Ojeda tuvo que internarse en un pantano con su improvisada tropa. El trayecto duró una semana, durante la cual estuvieron continuamente mojados e infestados por miles y miles de mosquitos. Todos los días moría alguno; tan sólo sobrevivieron treinta y cinco hombres de los setenta y seis que habían embarcado en San Sebastián.

Finalmente llegaron a una aldea india, cuyo pacífico cacique los ayudó a dirigirse hasta Jamaica. Allí todos los participantes del motín fueron ejecutados por orden del virrey.

Necesidad de una autoridad

Lo ocurrido con Alonso de Ojeda es muy similar a lo que puede suceder en la sociedad. Santo Tomás de Aquino3 afirma que, así como una embarcación necesita un experimentado timonel que sepa conducir la nave a su destino, entre los hombres se hace igualmente indispensable la presencia de una autoridad que los guíe en dirección al puerto de la plena felicidad.

Construir una sociedad fundamentada en la autogestión es una meta utópica. ¿Podría haber orden y leyes en un conjunto desprovisto de gobernantes? Y sin orden, ¿es posible llegar a alguna parte?

Tal vez sí. Sin embargo, el puerto hacia el cual se dirige el igualitarismo total no es la felicidad, sino el fracaso, la miseria… y el naufragio. 

 

Notas

1 ESPARZA, José Javier. La cruzada del océano. La gran aventura de la conquista de América. Madrid: La Esfera de los Libros, 2015, p. 75.
2 Cf. Ídem, p. 148. Según otra versión, los piratas se habrían declarado como tales al desembarcar en San Sebastián, revelando que hacia allí se dirigieron con vistas a venderles a los españoles algunos víveres robados (cf. CARDONA CASTRO, Francisco Luis Cardona [Dir.]. Pizarro. Madrid: Edimat Libros, 2003, pp. 62-63). De ser así, habría que admitir que un militar experimentado como Ojeda hubiera cometido la temeridad de embarcar él solo en un barco de bandidos.
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Del gobierno de los príncipes. L. I, c. 1.

 

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