Un viaje marcado por el dolor

A pesar de su estado, toda su actitud era de firmeza, estabilidad, continuidad y decisión ante el riesgo que le sobrevenía. Ella no cambiaría, sino que avanzaría en línea recta.

Ahí estaba, allende los mares, el Viejo Continente, ejerciendo su atracción sobre todos los amantes de la buena tradición y las elevadas costumbres, que no eran pocos en aquella «São Paulinho» de la Belle Époque. Doña Lucilia figuraba entre ellos en esa materia. Sin embargo, su encanto por Europa no fue la única ni la principal razón que motivó su viaje hasta allí en junio de 1912.

Resignación ante las molestias de la enfermedad

Afectada por una dolorosa enfermedad, debido a la formación de cálculos en la vesícula biliar, necesitaba encontrar una solución definitiva para las molestias derivadas de ello.

De vez en cuando la asaltaba un terrible malestar, generalmente presagio de agudos dolores que la obligaban a permanecer recogida. Se manifestaban con progresiva frecuencia, por lo que tuvo que someterse a una dieta severa. Ahora bien, los dolores en la vesícula llegan a ser a menudo exasperantes, y en aquellos tiempos no existían los recursos tan comunes de nuestros días… A pesar de todo, ninguno de sus familiares la vio nunca reaccionar con inconformidad, pues su temperamento estaba moldeado por la resignación.

Cuando las dolencias de esta enfermedad alcanzaron su paroxismo, hubo mucho temor de una crisis que la llevase a la muerte. De hecho, en aquella época no eran raros los casos de fallecimiento causados por esa molestia. Por otro lado, aunque se supiese que, en situaciones extremas, no había más remedio que extirpar la vesícula, la medicina aún no había encontrado un modo de hacerlo sin grave riesgo para la vida del enfermo.

Habiéndose difundido por el mundo entero la noticia del éxito alcanzado en Alemania por el Dr. August Karl Bier, médico particular del káiser, en una extracción de vesícula biliar, la gran estima que los parientes de Dña. Lucilia tenían por ella les llevó a no escatimar esfuerzos para llevarla hasta ese famoso especialista.

El Dr. August Karl Bier, médico que operó a Dña. Lucilia

Entre los que la acompañarían no sólo figuraban su esposo, el Dr. João Paulo, y sus hijos, sino también sus hermanos, cuñados y sobrinos, pero principalmente su madre, Dña. Gabriela.

Un tren los llevaría a Santos, en donde tomarían un barco hasta el puerto de Río de Janeiro, para embarcar desde allí hacia Europa en un transatlántico alemán, el 11 de junio de 1912.

«Tranquilízate, hijo mío…»

Durante la travesía marítima, un sobrino suyo, sordo de nacimiento, que poseía un difícil temperamento, aceptaba eximiamente el consejo que de varios lados recibía: «Anda a buscar a la tía Lucilia, es la única que sabe calmarte completamente». Era él una de las visitas más asiduas de Dña. Lucilia, quien siempre lo acogía con ternura y paciencia, sin escatimar esfuerzos a fin de solucionar los problemas del niño.

Debido a sus males, además de no saber controlar la voz, era incapaz de medir el efecto de sus palabras al dirigirse a una persona que se encontraba en una situación tan penosa como la de Dña. Lucilia. Le faltaba, por su corta edad, el sentido de las circunstancias y de la oportunidad, lo que explica que le dijese casi a gritos:

—Tía Lucilia, están diciendo que te vas a morir. ¡Yo no quiero que te mueras!

Uno bien puede imaginarse la reacción de cualquier persona ante ese trágico pronóstico: seguramente llanto, desánimo u otras respuestas por el estilo. Sin embargo, no fue ésa la conducta de Dña. Lucilia.

Inmediatamente se compadeció del sufrimiento del niño, y dirigiéndose a él, con semblante sereno y voz llena de dulzura, le dijo:

—Tranquilízate, hijo mío, que no me voy a morir…

En el hospital de la universidad del káiser

Después de navegar, bajo un tórrido clima, por los mares tropicales, el vapor entró en aguas europeas. Sin hacer escala, pasó a lo largo de las costas portuguesas, españolas y francesas, atravesó el agitado canal de la Mancha y penetró en las brumas del mar del Norte. Al final, atracó en el famoso puerto de Hamburgo, ciudad repleta de tradiciones medievales. La familia no pudo quedarse allí por mucho tiempo, debido al estado de Dña. Lucilia. Enseguida cogieron un tren para Berlín, capital del Imperio germánico, que distaba unos 290 km.

A Dña. Lucilia no se le brindó la oportunidad de deleitarse con los variados aspectos de la ciudad, pese a que la observación de los ambientes constituía para ella uno de los rasgos más interesantes de la vida: sus familiares se dirigieron hacia el bellísimo Hotel Fürstenhof, cercano a la estación de Potsdam, y ella, en cambio, tuvo que ir directamente al hospital.

Sería operada, a primeros de julio, en el policlínico de la Real Universidad Federico Guillermo, la niña de los ojos del káiser. Doña Gabriela y el Dr. João Paulo todos los días, después del desayuno, dejaban a los niños con la institutriz y se dirigían al hospital para hacerle compañía a Dña. Lucilia. En cuanto les era posible, también los demás familiares iban a verla.

Llegó a nuestros oídos el relato de una de esas visitas realizada por su madre, su esposo e hijos. La primera impresión que se llevaron al encontrarla tendida en la cama fue la de ver a una estatua más que a un ser vivo: el cabello suelto, largo y negro, cayendo detrás de la almohada, formaba una cortina; los ojos, absortos en pensamientos, mirando el techo; los brazos extendidos a lo largo del cuerpo.

A pesar de su estado, toda su actitud era de firmeza, estabilidad, continuidad, decisión ante el riesgo que estaba por venir. No cambiaría, sino que avanzaría en línea recta. Era una deliberación serena, imperturbable y suave, como diciendo: «Tiene que ser así y así será; Dios proveerá».

Tan pronto como se daba cuenta de la presencia de los suyos, procuraba manifestarles el cariño de siempre, pero con un trasfondo de gravedad y tristeza.

Operación exitosa

Con respecto a la intervención quirúrgica, había en toda la familia una gran expectación, de la que la propia Dña. Lucilia no era ajena. Aunque el Dr. Bier fuera un médico famoso, tan sólo había realizado hasta ese momento una única extracción de vesícula, y este tipo de operaciones era una aventura a la que raramente se lanzaba un cirujano. A esto se sumaban los relatos de muertes o, quizá peor, de serias lesiones posoperatorias que dejaban al paciente casi inválido para el resto de su vida. La técnica quirúrgica no había alcanzado aún las mejoras de hoy día, e incluso la anestesia era bastante arriesgada.

¿Cómo transcurriría la intervención quirúrgica de Dña. Lucilia? ¿Saldría bien? El día fijado, después de una mañana llena de incertidumbres, sus familiares recibieron con enorme alivio la noticia de que el Dr. Bier se había coronado de éxito.

Si bien Dña. Lucilia salvara felizmente su vida, aún tendría que soportar sufrimientos que sólo cesarían poco a poco. El posoperatorio fue penoso y complicado, dada la falta de recursos de la medicina de entonces. Los dolores y aflicciones por los cuales pasó durante aquellos días fueron tales que le dejaron huellas para el resto de su vida. En menos de una semana le aparecieron varios mechones blancos en su cabello.

Gracias a su espíritu de resignación encontró una manera de convivir con el dolor. Permanecía siempre acostada, evitando cualquier esfuerzo físico, para no consumir sus últimas resistencias. Su fisonomía denotaba un profundo trauma, como la de alguien que hubiese sufrido un «terremoto» interior. No obstante, cuando sus queridos hijos se acercaban a ella, los recibía con indecible cariño. La sonrisa y el afecto nunca estaban ausentes en aquella maternal intimidad. Constituían para su madre, que tan abatida se encontraba, como ventanas para el día de mañana. 

Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 125-131.

 

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