Restos que proclaman la victoria de la fe

Una preciosa herencia, secundada por el dolor y la sangre, fue conquistada desde los comienzos de la Iglesia: la veneración de las reliquias de los santos, devoción que perdurará por siglos.

Hojeando las páginas de La leyenda dorada, encontramos hechos de la vida de los santos que, aun careciendo de confirmación histórica, nos llevan a conocer la vida de los bienaventurados por su aspecto maravilloso, como se aprecia en el episodio narrado en estas líneas, el cual nos muestra los remotos orígenes de una de las devociones más arraigadas entre los católicos.

Dos columnas de la Iglesia, unidas hasta el martirio

«La paz sea contigo, ¡oh, fundamento de todas las Iglesias y pastor universal de las ovejas y corderos de Cristo!». Al oír estas palabras en un momento tan desgarrador, San Pedro también le dirige al Apóstol de las gentes su fraterna despedida: «¡Que la paz te acompañe también a ti, predicador de las buenas costumbres, mediador de los justos y conductor de sus almas por los caminos de la salvación!».1 Ambos habían librado juntos la última batalla en la predicación del Evangelio contra el pérfido mago Simón y ahora, tras el triunfo de la ortodoxia, se encaminaban hacia el mismo y glorioso final: el martirio, que tendría lugar el mismo día y hora, en Roma, por orden del emperador Nerón.

Al apóstol que más amaba le había sido reservada la crucifixión. Sus discípulos, deshechos en llanto, tuvieron el consuelo de ver ángeles rodeando la cruz de donde colgaba, cabeza abajo. Nuestro Señor Jesucristo se le apareció al jefe de la Iglesia y le entregó un libro, en el que San Pedro leyó las siguientes palabras: «Señor, yo he deseado imitarte; pero no me he considerado digno de ser crucificado en la posición en que a ti te crucificaron; porque tú siempre fuiste recto, excelso, elevado; nosotros, en cambio, somos hijos de aquel primer hombre que hundió su cabeza en la tierra. […] Tú, Señor, para mí significas todas las cosas; lo eres todo para mí; fuera de ti, no quiero nada».2 Y, encomendando a Dios a todos los fieles, entregó su espíritu.

Al intrépido San Pablo, por ser ciudadano romano, le cupo la decapitación. En el momento de la ejecución, de sus labios brotó el nombre que había predicado sin temor y por el cual había sufrido amorosamente numerosos tormentos: ¡Jesucristo! En efecto, «de lo que rebosa el corazón habla la boca» (Mt 12, 34), especialmente en los últimos instantes de su existencia. Al desprenderse del cuerpo, su cabeza golpeó el suelo tres veces y en cada sitio donde tocó, nació milagrosamente una fuente.

Consumado el martirio de estos dos pilares de la cristiandad, una mujer llamada Lemobia, presente en la muerte de San Pablo, tuvo una visión de los dos apóstoles, los cuales vestían ropas deslumbrantes y llevaban en sus cabezas coronas resplandecientes.3 Aquellas dos almas de fuego ya se encontraban en la gloria celestial, recibiendo el quiñón que «el Señor, juez justo» (2 Tim 4, 8) les había reservado.

Entretanto, aquí en la tierra sus cuerpos sin vida servirían de ocasión para un hermoso acto de heroísmo.

Degolladas defendiendo las santas reliquias

Cuentan que esa misma noche, mientras reinaba el silencio en las calzadas romanas, dos mujeres de la nobleza aprovecharon la circunstancia para enterrar los cuerpos de aquellos grandes de la fe que habían ofrecido su holocausto. Basilia y Anastasia, convertidas por las predicaciones y apostolado de ambos, no dudaron en arriesgar sus vidas en homenaje y gratitud a sus maestros.

La intrépida muerte de las dos mártires revela la fuerte devoción a las reliquias de los primeros cristianos
Martirio de las Santas Basilia y Anastasia, iluminación del Menologio de Basilio II – Biblioteca Vaticana

Sin embargo, por disposición de la Providencia, las dos fueron descubiertas y llevadas ante el tribunal de Nerón, a fin de que revelaran el paradero de los cuerpos para ser quemados.

Sostenidas por la gracia divina, ninguna de ellas confesó el escondite de los santos cadáveres. Las autoridades, entonces, llenas de furor ante la heroica resistencia de aquellas damas, optaron por torturarlas: les cortaron la lengua y les amputaron los brazos y los pies. No obstante, nada de esto hizo tambalear su fidelidad. Ambas fueron, finalmente, degolladas por el inicuo tribunal.

Valiosa herencia de los primeros cristianos

El martirio de las Santas Basilia y Anastasia, causado en defensa de los restos mortales de los dignísimos representantes de Cristo Jesús, nos revela la fuerte devoción a las reliquias que ya poseían los cristianos de los primeros tiempos.

El acta de la muerte de San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, narra que los fieles recogieron los huesos del venerable obispo, como oro y perlas preciosas, y les dieron sepultura.4 Otra acta describe el holocausto de San Ignacio de Antioquía, en el Coliseo, tras el cual sus seguidores tomaron los santos despojos, siendo «depositados en la Iglesia como un tesoro inestimable».5

El culto a las reliquias —término originario del latín relinquo (permanecer o restar) y que en sentido religioso se refiere a los restos de los cuerpos de los santos o los objetos utilizados por ellos— se extendió a lo largo de la historia de la Iglesia. En las catacumbas se celebraba el santo sacrificio de la misa sobre las tumbas de los mártires; hubo catedrales que se irguieron con la finalidad, por así decirlo, de ser grandes relicarios, como la Sainte-Chapelle, construida para albergar la corona de espinas de Nuestro Señor Jesucristo.

Sin embargo, las reliquias no sólo se encontraban en edificios. Los caballeros católicos tenían la costumbre de incrustarlas en los pomos de sus espadas, para que los fortalecieran en el combate. Roldán, sobrino y uno de los pares de Carlomagno, llevaba en la suya un retal del vestido de la Virgen y un diente de San Pedro.6

Para el común de los fieles medievales, militantes de la vida cotidiana, las reliquias eran instrumentos de gracias y milagros. Por eso no escatimaban esfuerzos para estar frente a los cuerpos de los bienaventurados, a través de peregrinaciones. Y así iba arraigándose en las almas esta piadosa devoción, que cobraría nuevo vigor en el convulso siglo xvi.

Condenando la herejía

En esa época, los reformadores protestantes esparcieron su veneno predicando una especie de «Iglesia invisible» y rechazando los objetos de mediación en la relación entre los hombres y Dios. Indignados con el culto a los restos humanos, que impíamente consideraban idolatría, quemaron varios cuerpos incorruptos conservados en Europa.

La abominación alcanzó tal auge que, al invadir la ciudad de Roma, un ejército antipapista quemó y destruyó innumerables reliquias, además de ridiculizar otras de gran valor para la cristiandad: la cabeza de San Andrés fue arrojada al suelo; el velo con el que la Verónica enjugó la sagrada faz del Redentor fue expuesto a la venta en una taberna; la lanza que atravesó el costado del divino Salvador fue sarcásticamente llevada en un desfile profano.7

Ante éstas y muchas otras herejías y manifestaciones de odio, la Santa Iglesia reaccionó promoviendo el Concilio de Trento, el cual reforzó que la veneración de los restos mortales de los santos es un medio por el cual Dios concede a los hombres muchos beneficios y condenó a todos aquellos que contradijeran tal verdad y les negaran a las reliquias la honra debida.8

En la eternidad, ¡tenemos hermanos intercesores!

Por desgracia, el pragmatismo de los días actuales oscurece la inteligencia, debilita la voluntad y desequilibra la sensibilidad en relación con las cosas del Cielo, llevando al hombre a relegar a un plano secundario el culto a las reliquias. Sin embargo, no nos hacemos idea de cómo los bienaventurados «se asoman» al «parapeto» celestial —si se pudiera decir así— a disposición de los suplicantes, deseosos de socorrerlos en sus necesidades y de conducirlos a la unión con Dios.

Recurramos, entonces, a los santos; ¡son nuestros hermanos! Y si en la tierra cumplieron en grado heroico el mandamiento divino de amar al prójimo como a sí mismos, cuánto más no se esforzarán por nuestro bien, gozando ya de la eterna felicidad. 

 

Notas


1 BEATO SANTIAGO DE LA VORÁGINE. La leyenda dorada. 9.ª ed. Madrid: Alianza Forma, 1999, p. 352.

2 Ídem, p. 507.

3 Ídem, p. 517.

4 Cf. RUIZ BUENO, Daniel (Ed.). Actas de los mártires. 5.ª ed. Madrid: BAC, 2003, p. 277.

5 RUINART, Teodorico. Las verdaderas actas de los mártires. Madrid: Joachin Ibarra, 1776, t. i, p. 21.

6 Cf. ALVAR, Carlos (Dir.). Cantar de Roldán. Madrid: Gredos, 1999, p. 175.

7 Cf. HIBBERT, Christopher. Rome: the biography of a city. London: Penguin, 1985, p. 158.

8 Cf. Dz 985.

 

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