Epistolario entre Dña. Lucilia y el Dr. Plinio – Testimonios de una convivencia impregnada de virtud

De su entrañable, afectuosa y sobrenatural relación, que trascendió las tinieblas de un mundo en profunda crisis, Dña. Lucilia y el Dr. Plinio dejaron a la posteridad un precioso legado...

«La escena más emocionante de mi vida», comentó en una ocasión el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira con sus hijos espirituales, «fue el encuentro con mi madre que ya no estaba, a quien Dios había llamado a sí. […] Cuando entré en la habitación y vi su cuerpo ya sin vida, comprendí que aquellas manos que tanto me habían acariciado, ya no me acariciarían más; aquellos labios que tantas cosas me habían enseñado, ya no me enseñarían más… […]

»Nunca, nunca en mi vida había tenido una emoción igual o comparable a aquella. Para explicarles a tres o cuatro personas que estaban en su habitación por qué lloraba yo, pero lloraba a raudales, les dije que mi madre me había enseñado a amar a Nuestro Señor Jesucristo, me había enseñado a amar a Nuestra Señora, me había enseñado a amar a la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Estaba todo dicho. Todo lo que pudiera deberle, se lo debía. Y la forma en la que hizo excelentemente esto aumentó aún más la deuda, y mi afecto por ella no había palabras que lo expresaran debidamente».1

Será difícil encontrar en el mundo una declaración más conmovedora hecha por un hijo sobre su madre. Y la razón es que la unión existente entre el Dr. Plinio y Dña. Lucilia superó, por la gracia divina, los límites del mero amor humano y se elevó a un nivel profundamente sobrenatural: mucho más que por el estrecho grado de parentesco que los unía, se amaban por ser católicos y por ver, uno en el otro, auténticos reflejos de santidad y de amor a Dios.

De ésta su entrañable y virtuosa relación dejaron a la posteridad varias demostraciones, entre las cuales destaca una por su originalidad.

Al conocer la fisonomía de Dña. Lucilia por una fotografía, el añorado P. Antonio Royo Marín, OP —uno de los más grandes teólogos del siglo xx— quedó impresionado con la paz que trasmitía y quiso entrar en contacto con los escritos de esta venerable dama. Le dijeron que, al ser una ama de casa, no existía más que el voluminoso intercambio de correspondencia que había mantenido con su hijo en diversas circunstancias a lo largo de su vida. Enseguida manifestó su deseo de conocerlas y, habiéndolas analizado con ojo crítico, concluyó: «En sus magníficas cartas dice con frecuencia Dña. Lucilia cosas tan sublimes y de una espiritualidad tan elevada que al lector le embarga una emoción parecida a la que produce la lectura del inimitable epistolario de Santa Teresa de Jesús».2 De ahí le brotó la convicción, sin pretender adelantarse al juicio de la Santa Iglesia, de que ella no era sólo una santa, sino una gran santa, a la altura de la reformadora abulense.

Afecto vigoroso y sobrenatural

Ardoroso líder católico desde su juventud, el Dr. Plinio llevó una vida muy activa y, para el buen éxito de su apostolado, emprendía varios viajes y participaba en programas que lo alejaban de la tranquilidad de su hogar. Esto resultaba para él y Dña. Lucilia en períodos de distanciamiento más o menos prolongados, durante los cuales, lejos de olvidarse uno del otro, aprovechaban para intercambiar conmovedoras muestras de afecto y añoranzas mediante cartas.

Entre muchos ejemplos, destaca una ocasión en la que el Dr. Plinio tuvo que viajar justo en víspera del cumpleaños de su madre, el 22 de abril. Sabiendo bien cuánto le costaría su ausencia y sintiendo un inmenso pesar por ello, le preparó una afectuosa sorpresa para amenizar el dolor de la separación. Así pues, les encargó a unos parientes que compraran hermosas flores para decorar toda la casa y les dejó la siguiente carta, que debía ser entregada a Dña. Lucilia en la mañana de tan señalada fecha:

Mi querido amorcito.

Quise que, nada más se despertara, mis felicitaciones fuesen las primeras junto a las de papá. Mil besos, mil abrazos, cariño sin fin, un océano de saudades. Pocas veces he hecho un sacrificio tan grande como el de reservar un viaje la víspera de su cumpleaños, que me gustaría inmensamente pasar con usted. Pero, mi bien, fue indispensable organizar las cosas así. La ida fue anticipada: lo será implícitamente la vuelta.

Hoy, comulgaré por usted y pensaré en usted todo el día… ¡lo que por cierto haré también los demás días!

Las flores de la casa son todas compradas por mí. Mil felicitaciones, querida. Que Nuestra Señora le dé todo a usted.

Pide su bendición con un afecto y un respeto sin cuenta su corpulentísimo y vigorosísimo ex-Pimbinche.3

Plinio

Posteriormente, el padre del Dr. Plinio, el Dr. João Paulo, escribió a su hijo contándole la reacción de su esposa al recibir la misiva: «Lucilia se conmovió mucho […] con la carta que aquí se quedó para serle entregada en aquel día: derramó el frasco tras exclamaciones de ternura y saudades y después se sumergió profundamente en oraciones».

En el trato entre el Dr. Plinio y Dña. Lucilia se mezclaban la confianza y la vigilancia: uno se apoyaba en la virtud del otro protegiéndose mutuamente en las pruebas
El Dr. Plinio en la década de 1950; al lado, carta escrita por él a Dña. Lucilia en julio de 1952

Con no menos afecto que su hijo, Dña. Lucilia le escribió la siguiente carta, agradeciéndoselo:

¡Hijo querido de mi corazón!

De todo corazón, con toda mi alma, te agradezco la carta tan afectuosa que me dejaste, y que tanto me reconfortó. Y además, los bonitos, «bellísimos de verdad», gladiolos blancos, rojos, amarillos y lilas que Zili me envió por la mañana. Lloré, es verdad, pero, «gracias a Dios», fue de felicidad por haber recibido yo, tan indigna, «liberal», la inmensa dádiva de los Sagrados Corazones de Jesús y de María Santísima de tener un hijo tan santo, tan bueno y cariñoso, que bendigo con todas las fuerzas de mi alma, para quien pido toda la protección divina y la luz del divino Espíritu Santo. […]

He ido hoy a oír misa y comulgar por ti en «mi» iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, donde he encargado una misa por tu intención, y por el buen éxito de tus emprendimientos. […]

Con muchas saudades, […] te hago una crucecita en la frente y… la cubro de besos y bendiciones. Un largo y saudoso abrazo, Pimbinchen querido, de tu «manguinha»4 afectuosa.

Lucilia

Es innegable que, además de un cariño inusual, estas misivas denotan un vigoroso espíritu sobrenatural. Fueron escritas por dos almas profundamente católicas, cuya intención no era saciar un afecto familiar instintivo, menos aún recibir agrados o elogios para sí mismos, sino fortalecerse mutuamente en la virtud. Uno era para el otro la representación viva de la bondad del Sagrado Corazón de Jesús y de la Virgen, a quienes tenían especialísima devoción.

En efecto, al explicar esta relación que tenía con su madre, el Dr. Plinio afirmaba: «He dicho muchas veces cuánto amaba a mi madre y cuánto la respetaba. La respetaba como madre, sin duda, pero ese no era el título principal. El título principal era la unión de almas entre ella y yo con vistas a Dios. Cómo ella me reflejaba la Iglesia Católica, el Sagrado Corazón de Jesús, el Inmaculado Corazón de María, en fin, todo lo que Dios había puesto en ella de afín conmigo, la amaba de una manera muy especial. Pero era más porque yo amaba a Dios que porque ella fuera mi madre según la naturaleza».5

En otra ocasión, acrecentó: «Veía al Sagrado Corazón de Jesús y me gustaba tanto como podía gustar, sin ninguna reserva ni restricción. [Él era] la culminación de lo que yo podía concebir. Respecto a ella, yo tenía una impresión similar, de mucho menor alcance. Era como si Él viviera en ella».6

Apoyo mutuo en las vías de la virtud

Esa unión existente entre ambos, tan acorde con la voluntad divina, era un verdadero sustento para el Dr. Plinio en sus duras batallas en pro de la Santa Iglesia y un inmenso —y quizá el único…— consuelo para Dña. Lucilia en medio del triste aislamiento en que la dejaban sus circunstantes, que no comprendían su virtuosa reserva en relación con las modas e innovaciones que inspiraba el espíritu ateo del siglo xx. Se podría decir que, en las tormentosas vías de la fidelidad, el único apoyo que cada uno tenía era el otro.

Al respecto, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, ardoroso discípulo del Dr. Plinio y gran admirador de Dña. Lucilia, comenta: «La Providencia quiso darle una madre que fuera un auténtico manantial, un jardín florido de virtud, de inocencia, para que tuviera ante sus ojos un modelo, un punto de análisis, de reposo, de atracción y de sustento para su propia inocencia. La Providencia le dio a ella todas las gracias que le convenían a él; y le dio a él, más tarde, todas las gracias que serían necesarias para que ella fuera más adelante de lo que ya estaba. En una especie de arco gótico, […] en el que un arco se apoya sobre el otro, veo la relación entre los dos. […] A ella le había sido dada la gracia de percibir la inocencia, la rectitud, la virtud del alma de él. ¡Qué sustento sería esto para ella!».7

Así, en el trato entre el Dr. Plinio y Dña. Lucilia se mezclaban, magníficamente, la confianza y la vigilancia: uno se apoyaba en la virtud del otro y, al mismo tiempo, buscaba proteger al otro de los embustes y las pruebas de la vida.

En cierta circunstancia, el Dr. Plinio le contó a su madre algunas de las invitaciones que le habían hecho y que se le presentaban como ocasión peligrosa para su perseverancia. El celo maternal de Dña. Lucilia se mostró vehemente:

¡Hijo querido!

Tu carta de ayer me dejó muy aprensiva, como bien puedes imaginar, pues, aunque tenga gran confianza en tus sentimientos, y en tu fe, una tentación siempre es una tentación, y por eso es necesario que te acuerdes que todos sabemos y conocemos quién es Mefistófeles, y, por lo tanto, hay que tratar de huir y a leguas, ¡y agarrándose a un crucifijo! Y lo más interesante es que para «actuar», se aprovecha de mi ausencia… ¡le gusta la sombra!

Dile8 que estás en una época muy especial de tu vida, de la cual puede depender tu futuro, y en la que necesitas valerte de toda tu energía para aguantar el ejercicio militar, que, dada tu aversión al ejercicio en general, y la consiguiente falta de costumbre, te producirá enorme cansancio, además de las cuatro asignaturas por preparar, y también tu trabajo, y que, por tanto, le pides que retrase esas invitaciones para más tarde, y que, entre nosotros, «¡Dios lo permita en su infinita misericordia!», que queden para las ¡¡¡«calendas griegas»!!!

Seguramente este consejo y, más que nada, la cariñosa preocupación con que fue dado —además de las abundantes oraciones maternas— obtuvieron de Dios copiosas gracias que fortalecieron al joven Plinio en el difícil momento de la tentación. Además, en las palabras de Dña. Lucilia se nota la clara noción que tenía de que su existencia era una luz en la vida de su hijo y que, en su presencia, el demonio poco o nada podía contra él.

Las relaciones entre madre e hijo eran un reflejo, en la tierra, de la celestial convivencia existente en la Santísima Trinidad
Doña Lucilia con su nieta, en 1929; al lado, carta escrita por ella al Dr. Plinio en 1930

La gran necesidad que el Dr. Plinio tenía de esa presencia materna en su vida, la mostró él mismo muchas veces y de distintas maneras, una de ellas en esta carta de junio de 1950:

Luzinha queridísima del fondo de mi corazón. […]

Cuánto y cuánto me gustaría, mi bien, poder abrazarla y besarla largamente ahora, o al menos verla un poco, oír por lo menos el timbre de su voz diciéndome «filhão queridão». […]

En fin, es muy cierto que tengo una verdadera locura por mi Manguinha querida, y que sus besos y cariños son para mí artículo de primera, primerísima necesidad.

No menos vehementemente, el Dr. Plinio afirmó en un encuentro con algunos de sus seguidores: «No concebía un ambiente celestial que no fuera parecido a la atmósfera que sentía junto a ella. […] Mi madre fue un paraíso para mí hasta el momento en que cerró los ojos».9

Ahora, como hijo bueno y fiel que era, el Dr. Plinio no perdía la oportunidad de hacer sentir a su progenitora el profundísimo amor que le tenía, con el fin de «poblar» la intensa soledad que la rodeaba. Se preocupaba con cada detalle de su vida diaria y le preguntaba muchas cosas, confiriéndole un tono ameno de conversación a sus palabras. La siguiente carta, escrita en otra ocasión, lo demuestra bien:

Manguinha de lo más profundo de mi corazón,

¿Cómo va usted? Estoy con inmensas saudades de usted, y deseoso de regresar pronto junto a la «falda de la madre». […] Y la vidita de Lú, ¿cómo va? ¿Juicio? ¿Horarios? ¿Duerme mucho?

Por aquí, sigo aprovechando todas las ocasiones para recuperarme de los cansancios de São Paulo. El clima es óptimo, la alimentación también, en fin, está todo a mi gusto, o por lo menos estaría si Lú estuviese a mi lado.

Envíeme siempre noticias suyas. Quiero saberlo todo, incluso los sueños, las pesadillas, los incidentes de la calle, etc. En fin, todo lo que se relaciona con mi marquesa me interesa.

Mil besos, amor mío. Rece por mí. Del hijo que le pide la bendición, y que seguramente la quiere MUCHO MÁS a usted de lo que usted lo quiere.

Plinio.

Así, entre caricias, afectuosas exhortaciones y, sobre todo, continuas y devotas oraciones hechas en beneficio uno del otro, Dña. Lucilia y el Dr. Plinio recorrían juntos, en medio de las convulsiones morales de su tiempo, el tortuoso camino hacia el Reino de los Cielos, perpetuando su santa convivencia a través de todas las distancias, unidos en Jesús y María.

Primeros destellos de una nueva gracia

La fe nos dice que el Espíritu Santo es el amor de la Santísima Trinidad, el vínculo sagrado entre el Padre y el Hijo. En el universo entero, participativo como es de la perfección de su Creador, todas las uniones estables y verdaderas sólo existen por la acción de la gracia y las bendiciones del Santo Paráclito, haciéndose eco, cada una a su manera, de las bellezas de la unión entre las tres divinas Personas.

Doña Lucilia y el Dr. Plinio fueron, sin duda, un ejemplo precioso de esta celestial convivencia y de docilidad a la acción del Santificador, como lo demuestra la elevación y la virtud de su relación, y de tantos otros edificantes aspectos de sus vidas. Entonces, pidámosles que, ante el Altísimo, donde confiamos que están, nos obtengan para nosotros y para el mundo entero una nueva efusión del Paráclito que purifique la faz de la tierra del fango del egoísmo y comience de veras sobre ella el reinado de Jesús y de María, en el cual finalmente Dios será todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28). ◊

 

Notas


1 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 23/12/1993.

2 ROYO MARÍN, OP, Antonio. «Prefacio». In: CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, p. 22.

3 Pimbinche era la manera cariñosa con la que Dña. Lucilia se refería a su hijo en la infancia. Las cartas citadas en el presente artículo han sido tomadas de la obra escrita por Mons. João sobre ella, indicada anteriormente. Los subrayados son de los originales.

4 Modo en que Plinio, siendo muy pequeño, llamaba a su madre, porque aún no lograba articular bien la palabra mãezinha (diminutivo de «mamá» en portugués).

5 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conversación. São Paulo, 4/4/1988.

6 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conversación. São Paulo, 4/12/1985.

7 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Meditación sobre la vida oculta de Nuestro Señor Jesucristo. São Paulo, 8/9/1992.

8 Doña Lucilia se refiere a una persona con la que había estado el Dr. Plinio en aquellos días.

9 CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Conferencia. São Paulo, 12/7/1980.

 

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