Santa Lutgarda de Aywières – Desde niña, conquistada por el amor divino

Patrona de Bélgica, Santa Lutgarda fue agraciada con un místico intercambio de corazones con el Señor. Confirmada así en la certeza del amor que Jesús le tenía, se convirtió, a partir de entonces, en una llama viva de caridad.

En el lejano año de 1182, en el seno de una familia burguesa de la ciudad belga de Tongres, nacía una niña de mirada viva y brillante, a la que bautizaron con el nombre de Lutgarda.

En el despuntar de su personalidad ya mostraba una notable apetencia por la vida sobrenatural y un sentido casi experimental de la presencia de Dios, a los que mezcló, no obstante, un vivo gusto por los placeres de la vanidad mundana y de las amistades humanas. Al mismo tiempo que se sentía atraída por santos pensamientos, se deleitaba usando vestidos que realzasen su belleza, que en verdad era excepcional.

Sin embargo, no era más que la sed subconsciente que tenía de lo infinito, que tan sólo podría ser saciada por Dios. Su corazón ansiaba el amor divino, sin saber exactamente en qué consistía ni cómo alcanzarlo. Y permaneció en esa volubilidad hasta que la misericordia divina se dignó acudir en socorro de su miseria.

De un precoz noviazgo a la vida religiosa

El padre de Lutgarda, hombre de negocios, ambicionaba un prometedor futuro mundano para su hija. Por eso le preparó, incluso antes de que cumpliera los 12 años, un matrimonio económicamente muy ventajoso, en función del cual reunió una rica dote. Pero el preciado caudal con tanto esmero acumulado se perdió en el fondo del mar a causa del naufragio del barco que lo transportaba…

Sin posibilidad de recaudar una nueva dote, el codicioso comerciante apeló a su esposa, que poseía bienes propios, rogándole que salvara el provechoso matrimonio de su hija. Ella, por su parte, como era una mujer piadosa, ya había discernido algo del designio sobrenatural que rondaba a la muchacha, y se negó a ceder su herencia a no ser que fuera para que ingresara en un convento. «Sin rodeos, le declaró a su hijita que si quería convertirse en esposa de Cristo tendría una dote. De lo contrario, “tendría que casarse con un arriero”».1

Al final, se hizo la voluntad de su madre y Lutgarda entró en el monasterio benedictino de Santa Catalina de Saint Trond, como una especie de postulante, donde comenzó a recibir instrucción y participar en los ejercicios de la comunidad, aunque sin mucho entusiasmo por la vida religiosa.

Una amistad peligrosa

Ahora bien, la comunidad a la que se había unido —al igual, lamentablemente, que otras de la Orden de San Benito por entonces— estaba alejada de su fervor primero y de la fiel observancia de la regla… Aprovechándose de esta situación, un joven que se había quedado encantado con la belleza de Lutgarda empezó a hacerle frecuentes visitas en el monasterio. Ambos pasaban largas horas en el locutorio en conversaciones mundanas y sentimentales y, lejos de ser reprendidos, eran imitados por varias personas más del convento.

Este mal comportamiento, no obstante, fue el detonante que la Providencia esperaba para intervenir de forma definitiva en la vida de la joven. En uno de esos peligrosos encuentros, como más tarde a la gran Teresa de Jesús, el propio Cristo se le apareció, flamígero, ante ella. Indicándole a esa mirada asombrada su costado atravesado por una lanza, le dijo: «No busques más el placer de esta afección que no te conviene. He aquí, para siempre, lo que debes amar y cómo debes amar; aquí, en esta llaga, te prometo las alegrías más puras». Lutgarda se llenó de temor y de amor y, despertada de su desvarío, le increpó a su amigo: «Aléjate de mí, señuelo de la muerte, alimento del crimen; a otro amor pertenezco».

En esta ocasión, Lutgarda descubrió, finalmente, el misterioso objeto de sus deseos. Aquello que tanto anhelaba y que buscaba a tientas, ahora se le estaba dando a conocer. Su alma, exultante de alegría, podría por fin exclamar como la esposa del Cantar de los cantares: «Encontré al amor de mi alma» (Cant 3, 4).

Liberada de todo afecto mundano, decidió encaminarse hacia la santidad y, desafiando las costumbres relajadas de su monasterio, se impuso voluntariamente una rutina de clausura y soledad, con el propósito de unirse a su nuevo amor y conocerlo de cerca.

Como suele ocurrirle a las almas justas, sus compañeras no tardaron en indignarse con ella al percibir en su cambio de actitud una censura al relajamiento común. El aislamiento, las tentaciones y las pruebas comenzaron a circundar su alma. Pero Lutgarda siguió progresando en el fervor y en la vida de oración.

«¡Quiero tu Corazón!»

Su especial intimidad con el Señor le permitió adoptar una actitud que pocos se atreverían a imitar.

Santa Lutgarda intercambia su corazón con Jesús – Abadía de Santa Godeleva, Brujas (Bélgica)

Habiendo sido favorecida con el don de curar cualquier mínima molestia de quienes acudían a ella, cierto día se cansó de estar todo el tiempo ocupada en este oficio y de perder por ello sus momentos de oración. Entonces se quejó a Jesús:

—Señor, ¿por qué me diste tal gracia? Ahora, apenas tengo tiempo para estar contigo. Te pido que te la lleves. Dame, no obstante, otra gracia, dame algo mejor.

—¿Qué gracia quieres que te dé a cambio? —le preguntó Jesús.

Como miembro del coro, Lutgarda pensó que le sería más útil poseer una capacidad milagrosa para entender el latín y así poder recitar los salmos con más devoción. Y, de hecho, obtuvo el cambio deseado. Sin embargo, enseguida volvió a sentirse completamente frustrada… Las nuevas luces que comenzó a tener con respecto al oficio no le llenaban el alma.

Detrás de todo esto estaba, sin duda, la mano de la Providencia que, con sabia y afectuosa enseñanza, le revelaba al corazón de aquella religiosa lo que realmente necesitaba. Una vez más se dirigió al Redentor, reconociendo que estas intuiciones sólo servían para entorpecer su devoción, en lugar de estimularla.

Jesús le preguntó:

—Entonces, ¿qué quieres?

—Señor, quiero tu Corazón. —le contestó ella.

—¿Quieres mi Corazón? —le dijo el Señor—. Soy yo el que quiere el tuyo.

A lo que Lutgarda le respondió:

—Tómalo, mi amado Señor; pero tómalo de tal manera que por amor de tu Corazón, estrechamente unido al mío, sólo posea mi corazón en ti, a fin de que permanezca para siempre seguro, bajo tu protección.

Lutgarda, entonces, recibió de Cristo una nueva vida. Él le mostró su propio Corazón atravesado, fuente de toda gracia, de todo amor y de todas las delicias y la unió a Él, dándole su propio Corazón, a cambio del de ella. Se produjo ahí, entre Cristo y ella, el místico intercambio que, más tarde, sucedería también en la vida de algunas santas devotas del Sagrado Corazón de Jesús, como Santa Gertrudis, Santa Matilde de Hackeborn y Santa Margarita María Alacoque.

En ese momento el amor divino que había comenzado a atraer a Lutgarda desde pequeña se entregó a ella por completo. Y el corazón de la joven religiosa, confirmado para siempre en la certeza de la infinita dilección que Jesús le tenía, se convirtió definitivamente en una llama viva de caridad.

Marcha hacia Aywières

A partir de entonces, Lutgarda intensificó su vida de oración, penitencia y celo por el cumplimiento de la regla, lo que provocó que aumentara la incomprensión de varias de sus hermanas de hábito. Sin embargo, después de nueve años pasados en esa comunidad, el brillo de sus virtudes acabó ofuscando la mezquindad de muchos espíritus, y las religiosas optaron por elegirla para el cargo de priora. Lutgarda tenía tan sólo 23 años.

Ahora bien, el nuevo cargo le pareció un auténtico desastre… Sentía que no podría cumplir con su llamamiento a la contemplación estando a la cabeza de una comunidad. Sus atenciones, pues, se volcaron en los austeros monasterios cistercienses que florecían en los Países Bajos.

El nuevo estilo de vida abrazado en esos cenobios no se distinguía únicamente por las severas mortificaciones y penitencias, sino, ante todo, favorecía de forma muy especial la contemplación mística y la perfecta unión con Dios. Atraída por esto, Lutgarda buscó el consejo de un sabio predicador de Lieja, llamado Juan de Lierre, quien le recomendó que renunciara al cargo de superiora y dejara su orden para ingresar en el recién fundado monasterio cisterciense de Aywières, situado en Brabante.

Lutgarda titubeó, pues la lengua que se hablaba en esa región era el francés y le sería imposible comprender a sus superioras y a los directores espirituales. Prefería la comunidad de Herkenrode, situada en su propia patria, a tan sólo unos kilómetros de Saint Trond. Pero el divino Redentor intervino en su decisión, diciéndole sencillamente: «Es mi voluntad que vayas a Aywières, y si no fueras, no tendré nada más que ver contigo».

La monja marchó hacia su nuevo destino, sin consultárselo a su comunidad. En aquel hermoso y recogido ambiente al sudoeste de Bruselas, detrás de las sagradas paredes del monasterio cisterciense, encontró lo que tanto deseaba.

Refugio de los afligidos y de los pecadores

Numerosas fueron las gracias místicas recibidas por Santa Lutgarda a lo largo de su vida monacal. Sin embargo, es mejor narrar en la brevedad de un artículo los frutos de esas gracias que éstas en sí mismas, que poco o nada valdrían si no redundaran en auténticas obras de virtud.

Detalle de la imagen del Sagrado Corazón – Basílica de Nuestra Señora del Rosario de Fátima, Cotia (Brasil)

El principal efecto de estos favores celestiales en el alma de Lutgarda, sobre todo de aquel sublime intercambio de corazones con el Salvador, fue infundirle una experiencia profundísima de la predilección que Dios le tenía y, en consecuencia, del amor que Él les brindaba a los hombres.

Así pues, sin abandonar su recogimiento y sus quehaceres, la religiosa se convirtió en la abogada de los pecadores y madre de todos los que tenían alguna necesidad espiritual, como más tarde atestiguaría la Beata María de Oignies en su lecho de muerte: «No hay en este mundo nadie más fiel al Señor que la Madre Lutgarda y nadie cuyas oraciones tengan más poder para liberar a las almas del purgatorio. Ni hay quien, aquí en la tierra, posea más eficacia en obtener gracia para los pecadores».2

Tampoco había nadie que poseyera mayor generosidad que la de ella en abrazar las dificultades y dolores de las otras hermanas. Cierto día, una religiosa llamada Hespelende, fuertemente oprimida por diversas tentaciones y ya al borde de la desesperación, buscó a Lutgarda y le imploró sus oraciones, a lo cual la santa respondió inmediatamente, con increíble fervor. La desvalida monja enseguida recibió la revelación de que en la ceremonia de Viernes Santo, durante la adoración del Santo Leño, las tentaciones la dejarían y su alma sería reconfortada por la gracia, lo que de hecho ocurrió.

Fuerte contra Dios

Otra demostración impresionante de su celo por las almas tuvo lugar al final de su vida. Con la salud bastante debilitada por diversas enfermedades y completamente ciega desde hacía nueve años, Lutgarda fue visitada por un antiguo amigo que vivía en el mundo. Le contó en confianza que había caído en pecado y aun después de haberse arrepentido y confesado, no lograba recobrar la paz y vivía abatido y desconfiado del perdón divino.

Lutgarda importunó a los Cielos con fervorosas oraciones a su favor, sin éxito. No obstante, estos aparentes fracasos servían tan sólo para alimentar su fe, que terminó volviéndose santamente obstinada. Su alma ardiente empezó «a luchar con el Señor; y cuando vio, por fin, que Dios persistía en retener su misericordia, exclamó: “Pues bien, Señor, borra mi nombre del Libro de la vida o entonces perdónale a este hombre su pecado”».3

Tenía la seguridad de que Dios no tacharía su nombre; únicamente deseaba afirmarle al propio Jesús que su misericordia es siempre invencible. Y el Salvador, por su parte, se complacía oyendo las osadas súplicas y oraciones de su esposa: «He aquí que ya lo he perdonado, porque tuvo confianza en ti —le dijo el Señor a Santa Lutgarda—, y no solamente a él, sino a todos aquellos que esperan en ti, y a quienes amas, les manifestaré también mi bondad y mi amor».4

«Cristo se aparece a Santa Lutgarda», de Gaspar de Crayer – Convento de las Hermanas Negras Agustinas, Amberes (Bélgica)

En 1245, su magnífica trayectoria de amor, marcada por numerosos sufrimientos, penitencias, virtudes e incluso milagros, llegó a su fin. El Redentor se le apareció en una reconfortante visión, diciéndole que en un año ella se marcharía de esta vida. Entonces le hizo tres peticiones: que diera gracias a Dios por todos los beneficios que había recibido, que se consumiera por completo en oraciones a favor de los pecadores ante el trono del Padre y que aspirara con el más intenso de los deseos a estar junto a Él para siempre. Habiéndose aplicado en ello con fidelidad, Lutgarda fallecía suavemente el 16 de junio de 1246.

Amor con amor se paga

Muchas enseñanzas aún se podrían contemplar en la vida —tan rica en detalles— de Santa Lutgarda. Sin embargo, en un único aspecto es necesario que todos los cristianos la imiten: en la docilidad con la que se dejó transformar por la fuerza del amor divino.

Sobre cada bautizado, el Dios de la infinita bondad derrama, a cada instante, torrentes de afecto. No obstante, como enseñaba el dulcísimo fundador de Lutgarda, «gran cosa es el amor, con tal de que vuelva a su origen y retorne a su principio, si se vacía en su fuente y en ella recupera siempre su copioso caudal».5 Ése será siempre el secreto de toda la felicidad y santidad de los justos.

Pidámosle a la santa cisterciense que, desde el esplendoroso trono de gloria donde se encuentra, nos obtenga del Sagrado Corazón de Jesús la gracia de amarlo por encima de todas las cosas y hasta los límites de nuestro ser. 

 

Notas


1 Los diálogos reproducidos en este artículo han sido extraídos de la obra: MERTON, Thomas. O que são estas chagas? A vida da mística cisterciense Santa Lutgarda de Aywières. Campinas: Ecclesiæ, 2017.

2 Ídem, p. 83.

3 Ídem, p. 205.

4 Ídem, p. 206.

5 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Sermones sobre el Cantar de los Cantares. Sermón 83, n.º 4. In: Obras Completas. Madrid: BAC, 1987, t. v, p. 1031.

 

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