Doña Lucilia Corrêa de Oliveira – Hija, esposa y madre según el Corazón de Jesús

Bajo la discreta apariencia de una madre de familia, la vida de Dña. Lucilia fue la constante ascensión de un alma forjada en la soledad, en el dolor y en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Lucilia Ribeiro dos Santos nació el 22 de abril de 1876 en Pirassununga, en el interior del estado brasileño de São Paulo, y fue bautizada el 29 de junio, teniendo como madrina a Nuestra Señora de la Peña.1 Hija de Antonio Ribeiro dos Santos y de Gabriela Rodrigues dos Santos, descendía de antiguos miembros de la aristocracia paulista.

Infancia rodeada de inocencia y de fe

Su infancia estuvo especialmente marcada por la eximia educación recibida, una mezcla de los valores provenientes de Portugal y de los esplendores de la cultura francesa, que regían las familias tradicionales de São Paulo en el siglo xix. En la formación de la pequeña Lucilia, el refinamiento y las buenas maneras se sumaban a la grandeza de horizontes y al espíritu de fe, heredados de la práctica de la religión católica en el hogar.

Pirassununga agradaba a la joven Lucilia por su calma. Desde temprana edad tenía su alma abierta a la contemplación y a la oración, a lo cual la tranquilidad del campo contribuía. La vida alejada de la agitación formó en su espíritu un agudo sentimiento de admiración, nacido de la continua consideración y atención a los hechos cotidianos.

Con naturalidad, Lucilia involucraba a las almas y a las criaturas que la rodeaban en la visión primigenia de la inocencia —que mantendría incólume durante toda su larga vida— y las mitificaba, considerando siempre las cualidades de cada una. En la convivencia con los demás, los situaba a todos en una clave de seriedad, distinción y grandeza, inclinación muy propiciada por las ocasiones en que la familia se desplazaba a la pequeña São Paulo de entonces, para visitar a sus parientes o frecuentar reuniones de la aristocracia, ya que allí encontraba elevación de trato y buen gusto.

En 1893, Lucilia se mudó definitivamente a São Paulo, cuando tenía 17 años. La familia se instaló en un palacete del barrio de los Campos Elíseos, al estilo de los característicos esplendores de la Belle Époque.

Apreciadora de la naturaleza, la música y la poesía

Lucilia mantenía sus pensamientos en altísimas consideraciones, lo que se puede comprobar fácilmente en las fotografías que se conservan de ella. Su fisonomía denota la profundidad de quien comprendió la sublimidad del dolor, y una constante resignación y conformidad con la voluntad de Dios.

De esa clave floreció el trato ceremonioso que mantendría incluso en los sencillos pasatiempos domésticos. Lucilia dominaba el piano y la mandolina, además de gustarle componer poesías o escribir las ya conocidas, para recitarlas en las veladas familiares.

Las caminatas, los paseos a caballo por la hacienda de su padre y la contemplación de las maravillas marítimas en los viajes de la familia a la ciudad de Santos también eran las benéficas distracciones que alegraron su juventud, alimentando su sentido sobrenatural, y las cuales recordaría más tarde con añoranza.

Formación del hogar y grandes sufrimientos

Durante las largas horas de oración en las que se ponía en presencia de Dios, Lucilia sentía aspiración a la vida religiosa. La Providencia, no obstante, la destinaba al matrimonio, según los consejos paternos. El Dr. Antonio le sugirió un pretendiente de ilustre familia pernambucana: João Paulo Corrêa de Oliveira, diestro abogado. Asintió al deseo de su padre y el 15 de junio de 1906 tuvo lugar la ceremonia nupcial.

El estado matrimonial acrecentaría el espíritu sobrenatural de Dña. Lucilia, a medida que las dificultades, las desilusiones y las enfermedades se perfilaban en su nueva condición de esposa, ama de casa y madre. En los sufrimientos, en los reveses económicos, en las incomprensiones familiares y en el aislamiento ocasionado por no ser connivente con una sociedad que saludaba con avidez los pésimos cambios que caracterizarían al siglo xx, es donde alcanzaría el pináculo de sí misma.

Para resistir a las invitaciones del mundo, su vida de piedad se volvió fertilísima, alimentada por una particular devoción al Sagrado Corazón de Jesús, de la que sorbió el verdadero torrente de bondad que marcaría indeleblemente sus relaciones con el prójimo. Con el paso de los años, se configuró de tal manera a su «Buen Jesús», que quien se acercaba a ella tenía la impresión de estar envuelto por una unción especial, fruto, sin duda, de la gracia divina introducida en el alma de los bautizados.

Sublime espíritu materno

El matrimonio fue bendecido por la Providencia con dos hijos, Rosenda y Plinio, sobre los cuales se derramó la bondad del corazón de Dña. Lucilia. La maternidad hizo florecer uno de sus más sublimes aspectos de alma, permitiéndole llevar la dedicación, la amistad y la comprensión hasta límites inimaginables. Un ejemplo heroico de ello fue el hecho de que prefirió vehementemente la vida de su hijo Plinio a la suya propia, tras verificarse que correría un gran riesgo durante el embarazo…

Los vínculos de su afecto, acrecidos por desbordante paciencia y firmeza de convicciones, siempre serían muy queridos por quienes se acercaran a ella. Irreprensible en ese aspecto, Dña. Lucilia también sería conocida en su familia como una católica acérrima, inflexible en materia de costumbres, eximia educadora en los principios cristianos, con los que supo educar a sus hijos y auxiliar a sus sobrinos y parientes.

Un legado dejado al cruzar el umbral de la eternidad

Doña Lucilia vivió hasta la víspera de cumplir 92 años, entregando su alma a Dios el 21 de abril de 1968. Perseverar incólume en sus principios, en medio de un mundo en profunda crisis, fue para ella un honor y una auténtica cruz, que la hizo pasar por un aislamiento casi total —sólo atenuado por la solicitud filial del Dr. Plinio— los últimos años de su existencia.

Se sublimó a sí misma en la vocación materna, por su elevación de espíritu
Doña Lucilia con 16 años; poco antes de su boda; con su hijo, Plinio, en brazos; y con 80 años

Ascender por la escalera de la perfección hasta conquistar la plena unión con el Sagrado Corazón de Jesús, sublimándose en su vocación materna mediante una constante elevación de espíritu, parece haber sido el secreto de su alma. Y desde este altísimo mirador es de donde se ve, sin superficialidad, la envergadura de su figura. Los atributos naturales de su noble alma, de índole ejemplar y afectuosa, sumados a las virtudes sobrenaturales que practicaba, hacen imperecedera su historia, especialmente para quienes ya han probado la dulzura de su protección.

De hecho, que Dña. Lucilia continua, desde la eternidad, su eximia misión materna, es una constante afirmación de aquellos que se consideran sus hijos espirituales. Y cada uno de éstos constituye, para el mundo, su más preciado legado. ◊

 

Notas


1 Este artículo está basado en la biografía de Dña. Lucilia escrita por Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP: Doña Lucilia. Ciudad del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013.

 

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