No hay fe sin justicia

En la parábola del juez inicuo, el divino Maestro nos indica la misteriosa relación existente entre la virtud de la fe y el sentido de justicia. En efecto, la santa violencia en la oración corresponde al celo por la gloria de Dios.

Evangelio del XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, Jesús, les decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer. «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”. Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”». Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18, 1-8).

I – El Evangelio de la oración

Entre los cuatro evangelistas, San Lucas se destaca por realzar continuamente el papel fundamental de la oración en la vida de Nuestro Señor Jesucristo y en sus enseñanzas.

El Bautismo del Señor – Catedral de Santa María, Austin (Estados Unidos)

Él nos transmite la máxima divina que abre el Evangelio de hoy, según la cual debemos «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1). Subraya, además, el hecho de que el Señor estaba en oración antes del bautismo en el Jordán, detalle omitido por los otros evangelistas: «Mientras oraba, se abrieron los cielos, y bajó el Espíritu Santo sobre Él» (Lc 3, 21-22). También es el único que menciona que Jesús pasó la noche orando la víspera de la elección de los Doce (cf. Lc 6, 12-13); y lo mismo ocurre en el relato de la profesión de fe de San Pedro: solamente él refiere que el Salvador se encontraba rezando al Padre antes de interrogar a sus discípulos acerca de su propia identidad (cf. Lc 9, 18-20).

A diferencia de los demás evangelistas, indica el relevante pormenor de que Jesús oraba inmediatamente antes de la Transfiguración (cf. Lc 9, 28-29), pues se había retirado al monte con Pedro, Santiago y Juan a fin de implorar gracias especiales.

En su narración, el divino Maestro se pone a rezar después de que sus discípulos regresan exultantes de su misión (cf. Lc 10, 17.21-22) y lo hace de nuevo antes de enseñarles el Padre nuestro (cf. Lc 11, 1a). Merece la pena señalar el motivo por el cual, según el evangelista, Jesús transmite esta sublime oración a sus seguidores. Éstos se habían quedado asombrados de la actitud orante del Señor y, por ello, le pidieron: «Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos» (Lc 11, 1b).

Jesús entrega las llaves a San Pedro – Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, Tampa (Estados Unidos)

Conforme a la pluma de San Lucas, el Redentor reza para sustentar la fe de San Pedro antes de la crucifixión: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Del mismo modo, durante la Pasión, el Cordero inmolado eleva súplicas por sus enemigos (cf. Lc 23, 34) y, clamando con voz potente, en el momento de su muerte reza: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23, 46).

También hay que apuntar, con profunda emoción, que la primera y la última palabra pronunciadas por Jesús en el tercer Evangelio se refieren al Padre eterno. En el episodio de la pérdida y hallazgo en el Templo, el Niño Jesús le responde a su Madre: «¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49). En lo alto de la cruz, antes de expirar, el Salvador se dirige al Padre con una ternura en extremo conmovedora, usando las palabras que cierran el párrafo anterior.

Finalmente, el santo médico es quien nos enseña la necesidad de rezar con insistencia, mediante la parábola del hombre que le pide pan a su vecino en un horario inoportuno. En esa ocasión, Nuestro Señor afirma: «Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá» (Lc 11, 9); «Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que le piden?» (Lc 11, 13). El mismo evangelista narra también el episodio de Marta y María, realzando la superioridad de la contemplación sobre la acción (cf. Lc 10, 38-42).

Jesús en casa de Marta y María – Iglesia de San Vendelino, Saint Henry (Estados Unidos)

San Lucas pretende así promover el espíritu de oración en sus lectores, registrando para siempre y con especial cuidado las declaraciones del Señor a respecto de este asunto de capital importancia. Sin esa disposición de espíritu es imposible permanecer vigilantes y estar preparados para el día supremo del encuentro con el Esposo, que llega inesperadamente para celebrar el banquete nupcial.

Por tanto, la oración es una cuestión vital y gravísima para todo bautizado. Sin practicarla como Dios quiere, nadie se puede salvar; al contrario, para quien reza con fe, todo se hace posible.

II – La parábola de la insistencia confiante

La parábola que la liturgia nos propone este vigésimo nono domingo del Tiempo Ordinario posee una riqueza de contenido que ha sido explorada de manera proficua a lo largo de los siglos por los Padres y Doctores de la Iglesia, pero quizás adquiera un sentido aún más crucial en nuestra época.

San Juan Crisóstomo1 nos enseña que, por bondad, Dios quiere concedernos su gracia; sin embargo, es voluntad suya que la recibamos por la oración. San Agustín2 explica que la parábola del juez inicuo es un ejemplo basado no en la semejanza, sino en la desemejanza: la malicia del magistrado, que hace justicia tan sólo para dejar de ser molestado, se opone diametralmente a la benevolencia divina, inclinada a atender y auxiliar a los que suplican con confianza.

San Agustín de Hipona – Iglesia de Santa María, Kitchener (Canadá)

Es interesante observar lo que comenta el Águila de Hipona acerca de la oración a formular, es decir, de la súplica para que se haga justicia: «Los elegidos de Dios le piden que los vengue, algo que también afirma el Apocalipsis de San Juan sobre los mártires (cf. Ap 6, 10), aunque se nos aconseje claramente orar por nuestros enemigos y perseguidores (cf. Mt 5, 44). Debe entenderse, por tanto, que la vindicación reclamada por los justos es la ruina de todos los malos, la cual se produce de dos maneras: o convirtiéndose a la justicia, o perdiendo, por medio del castigo, el poder que les permite actuar ahora, al menos provisionalmente, contra los buenos».3

San Cirilo, a su vez, asevera que es una enorme virtud el olvido de los males que nos infligen. En efecto, olvidar las ofensas constituye una gloria para el cristiano. No obstante, enseña el mismo santo, que es necesario «acudir a Dios pidiéndole auxilio y clamando en contra de los que rechazan su gloria»,4 cuando nos enfrentamos a malhechores que atentan contra la majestad divina y hacen la guerra a los ministros del dogma sagrado.

Por lo tanto, en este Evangelio encontramos una enseñanza a veces olvidada: la obligación de clamar a Dios, suplicándole que haga justicia contra el mal y promueva el bien. En el inefable cántico del magníficat, María Santísima se regocija en el Señor por haber escuchado sus ardentísimas plegarias, que rogaban, como es fácil deducir, que se hiciera justicia. Para Ella, la venida del Mesías, concebido de una forma virginal en su purísimo seno, constituía una santa vindicación, que ponía en orden todas las cosas: «Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 51-53).

En esta clave hemos de escudriñar los tesoros escondidos en la parábola contemplada en la liturgia de hoy.

La tenaz, asidua y santa insistencia

En aquel tiempo, Jesús, les decía a sus discípulos una parábola para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer.

El divino Maestro quiere dotar a sus discípulos del arma más eficaz para el apostolado que deberán emprender en los diferentes rincones del universo: «Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la Creación» (Mc 16, 15). ¿Qué arma es esa? La plegaria insistente, asidua y tenaz.

Por eso San Pablo, hombre de ardorosa oración, afirma abrasado en fe: «Aunque procedemos como quien vive en la carne, no militamos según la carne, ya que las armas de nuestro combate no son carnales; es Dios quien les da la capacidad para derribar torreones; deshacemos sofismas y cualquier baluarte que se alce contra el conocimiento de Dios y reducimos los entendimientos a cautiverio para que se sometan a la obediencia de Cristo» (2 Cor 10, 3-5).

En efecto, la oración hace del hombre frágil un combatiente divino, capaz, como el Apóstol de las Gentes, de las más osadas y fulgurantes epopeyas. Sólo hay una condición para ello: que sepa hincar las rodillas y rezar siempre, sin desistir jamás.

Dos figuras antípodas

«Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En aquella ciudad había una viuda que solía ir a decirle: “Hazme justicia frente a mi adversario”».

El juez y la viuda son figuras que se hallan en los antípodas. El primero posee el poder de decisión sobre la suerte de su prójimo y lo utiliza de forma corrupta y abusiva; se trata de un soberbio y despiadado tirano vestido de toga. La segunda es el prototipo de fragilidad de su época, por ser mujer y haberse quedado sola en el mundo, sin la protección de su marido.

No obstante, la fuerza brutal del juez es contundida por la oración de la debilidad: «Hazme justicia frente a mi adversario». Y, en la conclusión de la parábola, la flaqueza saldrá airosa y victoriosa, gracias al arma esgrimida: la súplica.

¿Qué pide la viuda?: que se le haga justicia frente a su adversario. He aquí una aparente contradicción: ¿no deben los cristianos perdonar a sus enemigos? ¿Por qué Nuestro Señor nos incita a pedir justicia frente a nuestros contendientes? ¿Cómo se armonizan ambas actitudes? La sabiduría divina todo lo comprende y explica, como veremos más adelante.

El poder de la insistencia

«Por algún tiempo se estuvo negando, pero después se dijo a sí mismo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está molestando, le voy a hacer justicia, no sea que siga viniendo a cada momento a importunarme”».

Todo buen formador sabe explicar la doctrina por medio de figuras y ejemplos. En este sentido, el divino Maestro es un pedagogo insuperable, poseedor de un don absolutamente impar para concebir parábolas. Aquí muestra que la negativa del juez dura un largo período. El texto no lo afirma de manera explícita, pero deja sobrentendido el papel de la insistencia perseverante de la viuda para que, finalmente, el magistrado acceda a atender su petición. Esa es la actitud que Dios espera de sus hijos en la oración: la santa tenacidad, mediante la cual se manifiesta la autenticidad del deseo.

Vitral de la basílica de Nuestra Señora de Nazaret, Belén do Pará (Brasil)

La viuda, sin embargo, no sólo persistía en su petición, sino que lo hacía con fuerza, hasta el punto de que el juez tuvo miedo de ser agredido por ella. Con relación a Dios, ¿se debe hacer violencia en la oración? Nuestro Señor nos enseña que «el Reino de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan» (Mt 11, 12). Y San Pablo narra en la Epístola a los hebreos que Jesús obtuvo con ardorosos ruegos su propia resurrección: «En los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (5, 7).

Pero ¿cómo se entiende la violencia en la oración? Evidentemente no se trata de una reacción ante una injusticia, como en el caso de la viuda. Dios es un padre clementísimo y sus hijos deben confiar en Él con absoluta firmeza. La violencia que ha de emplearse proviene de la virtud del celo, que consiste en el fervor de la caridad. Consumidos por el fuego del amor e interesados únicamente en la gloria de Dios, los fieles son movidos a rezar con vehemencia, como nos enseñan los santos. La intensidad de la oración no disminuye en modo alguno el temor reverencial y la confianza filial; al contrario, resulta de una virtuosa audacia, toda ella hecha de respeto y de admiración.

Al respecto, vale la pena recordar un fragmento de una oración compuesta por San Antonio María Claret, suplicándole a Nuestra Señora la salvación de las almas expuestas a riesgos tremendos de condenación:

«¡Ah!, no es posible callar, Madre mía, […]; llamaré, gritaré, daré voces al Cielo y a la tierra a fin de que se remedie tan gran mal; no callaré; y si de tanto gritar se vuelven roncas o mudas mis fauces, levantaré las manos al cielo, se espeluznarán mis cabellos, y los golpes que con los pies daré en el suelo suplirán la falta de mi lengua.

«Por tanto, Madre mía, desde ahora ya comienzo a hablar y a gritar; ya acudo a Vos, sí, a Vos, que sois Madre de misericordia: dignaos dar socorro a tan grande necesidad; no me digáis que no podéis, porque yo sé que en el orden de la gracia sois omnipotente. Dignaos, os suplico, dar a todos la gracia de la conversión, pues que sin ésta no haríamos nada, y entonces enviadme y veréis cómo se convierten».5

Dios es un padre justiciero

Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que claman ante Él día y noche?; ¿o les dará largas? 8a Os digo que les hará justicia sin tardar».

Vitral de la iglesia de San Martín de Tours, Servon-sur-Vilaine (Francia)

Jesús lleva a su auditorio hacia la conclusión de la parábola llamando la atención acerca de la actitud del inicuo magistrado, decidido a atender los ruegos de la viuda: «Fijaos en lo que dice el juez injusto». Como diciendo: ved que el hombre sin escrúpulos, deshonesto, brutal y prepotente cede ante las súplicas de una mujer desvalida.

E, interrogando a sus oyentes, el divino Maestro prosigue: «Pues Dios», que es el Juez bueno por excelencia, «¿no hará justicia a sus elegidos?». ¿Y quiénes son los elegidos? La respuesta puede sorprender, pero se deduce fácilmente de las divinas palabras: ¡son aquellos que claman a Él día y noche!

El contraste se presenta altamente expresivo. Si hasta el juez impío atiende las súplicas insistentes, ¿cómo no lo iba a hacer aquel que no solamente es justo, sino la propia Justicia? ¡Dios actuará a favor de sus elegidos y «sin tardar»!

En el Apocalipsis de San Juan esta doctrina evangélica se halla expresada de un modo excelso:

«Cuando [el Cordero] abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?”. A cada uno de ellos se le dio una túnica blanca, y se les dijo que tuvieran paciencia todavía un poco, hasta que se completase el número de sus compañeros y hermanos que iban a ser martirizados igual que ellos.

«Vi cuando abrió el sexto sello: se produjo un gran terremoto, el sol se puso negro como un sayal de pelo, la luna entera se tiñó de sangre, y las estrellas del cielo cayeron a la tierra como caen los higos de una higuera cuando la sacude un huracán. Desapareció el cielo como un libro que se enrolla, y montes e islas se desplazaron de su lugar. Los reyes de la tierra, los magnates, los generales, los ricos, los poderosos y todos, esclavos y libres, se escondieron en las cuevas y entre las rocas. Y decían a los montes y a las rocas: “Caed sobre nosotros y ocultadnos de la vista del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran Día de su ira, y ¿quién podrá mantenerse en pie?”» (6, 9-17).

«La adoración del Cordero Místico», de Hubert van Eyck – Catedral de San Bavón, Gante (Bélgica)

Misteriosa relación entre la fe y la justicia

8b «Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?».

Este versículo se reviste de cierto misterio. Parece establecer una relación directa entre la fe y el sentido de justicia, vivaz en el espíritu de la viuda de la parábola, pero cuán adormecido, por desgracia, en nuestros tiempos. San Pablo enseña, con meridiana claridad, la necesidad de que los cristianos sean inmunes al espíritu del mundo, pervertido por las influencias del príncipe de los infiernos:

«No os unzáis en yugo desigual con los infieles: ¿qué tienen en común la justicia y la maldad?, ¿qué relación hay entre la luz y las tinieblas?, ¿qué concordia puede haber entre Cristo y Beliar?, ¿qué pueden compartir el fiel y el infiel?, ¿qué acuerdo puede haber entre el templo de Dios y los ídolos? Pues nosotros somos templo del Dios vivo; así lo dijo Él: Habitaré entre ellos y caminaré con ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo (cf. Lev 26, 11-12). Por eso, salid de en medio de ellos y apartaos, dice el Señor. No toquéis lo impuro, y yo os acogeré. Y seré para vosotros un padre, y vosotros seréis para mí hijos e hijas, dice el Señor omnipotente» (2 Cor 6, 14-18).

Así como el pueblo judío se vio libre de las cadenas de la esclavitud de los egipcios mediante el glorioso Éxodo, así los cristianos deben abandonar el neopaganismo hodierno, no necesariamente desplazándose a parajes solitarios, sino tratando de permanecer fieles a la verdad, al bien y a la belleza, en suma, inmunes al contagio del relativismo, del libertinaje y del prosaísmo de nuestros días.

Para quien vive en la lucha por conservar la propia inocencia en un ambiente viciado, la degradación moral causa un profundo dolor y una justa indignación por lo injurioso y agresivo que en ello existe contra el orden establecido por el Creador. Así, esos soldados de Cristo han de volverse hacia el Dios de las venganzas y, con reverente violencia, elevar plegarias suplicando que se haga justicia.

Luego se comprende cuán terrible es la lepra de la confusión de las mentes que hoy asola las huestes del bien. La pérdida del sentido del pecado y los miasmas difundidos por la falseada noción de misericordia, entendida como una especie de aberrante tolerancia de Dios hacia el mal, tienen como consecuencia directa una peligrosa y dramática disminución de la virtud de la fe. El fin de los tiempos, que precederá a la venida de Cristo, bien podría caracterizarse por el mutismo de los buenos, por la pasividad ante el torrente de pecados, por la grave carencia de justo furor frente a los horrores producidos por la soberbia humana.

«El Juicio final», de Jan van Eyck – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York

III – ¡Pidamos justicia con fe ardorosa!

En este espléndido pasaje del Evangelio, el divino Maestro nos enseña a rezar como el Padre desea. Sí, Dios quiere hijos interesados en su gloria, que no toleran verlo despreciado, ofendido, pisoteado por la insolencia de los hombres perversos. Así como la viuda suplicó justicia frente a su adversario, la Santa Iglesia, que es virgen y madre de todos los que poseen la vida de la gracia, clama a los Cielos pidiendo venganza contra los enemigos del Altísimo.

Un fogoso e impactante ejemplo de esa manera de rezar, tan auspiciado por Nuestro Señor, fue San Luis María Grignion de Montfort, apóstol mariano de incansable celo y eficasísima palabra. Al prologar las constituciones de la congregación que pretendía fundar, se dirigió a Dios en términos sublimes, piadosos e intrépidos, consumido como siempre por los intereses de la gloria de Jesús y de su Madre Santísima. He aquí unos fragmentos de su famosa Oración abrasada:

«Acuérdate, Señor, de esta comunidad en los efectos de tu justicia: Tempus faciendi, Domine, dissipaverunt legem tuam; es hora de hacer lo que prometiste. Tu ley divina es transgredida; tu Evangelio, abandonado; torrentes de iniquidad inundan toda la tierra y arrastran incluso a tus propios siervos; toda la tierra se halla desolada, la impiedad se asienta en el trono; tu santuario es profanado y la abominación impera hasta en el lugar santo.

«¿Lo abandonarás todo así, Señor justo, Dios de las venganzas? ¿Vendrá finalmente todo a ser como Sodoma y Gomorra? ¿Permanecerás siempre callado? ¿Seguirás soportándolo? ¿No ha de hacerse tu voluntad en la tierra como en el Cielo y que venga tu Reino? ¿No le has mostrado de antemano a algunos de tus amigos una futura renovación de tu Iglesia? ¿No deberían convertirse los judíos a la verdad? ¿No es esto lo que espera la Iglesia? ¿No te claman todos los santos del Cielo justicia: vindica? ¿No te lo dicen todos los justos de la tierra: amen, veni, Domine? Todas las criaturas, incluso las más insensibles, gimen bajo el peso de los innumerables pecados de Babilonia y piden tu venida para restaurar todas las cosas».6

San Luis María Grignion de Montfort – Colección privada

Más adelante, San Luis Grignion prosigue manifestando la pureza de su intención y la fuerza de su oración:

«¿Qué te estoy pidiendo? Nada a mi favor, todo para tu gloria. ¿Qué te estoy pidiendo? Lo que puedes y hasta, me atrevo a decir, lo que debes concederme como el Dios verdadero que eres, a quien se ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra, y como el mejor de todos los hijos, que amas infinitamente a tu Madre».7

Aprendamos del eminente teólogo y ardoroso misionero el modo de poner en práctica en nuestros días ese espíritu de oración enseñado por Jesucristo en la parábola de la viuda y el juez inicuo. Si así actuamos, mantendremos encendida, con luminosa pujanza, la antorcha de la fe en medio de este mundo de tinieblas, haciendo que la Historia inicie, no el camino que la llevará de inmediato al fin del mundo, sino la vía radiante y heroica que nos conducirá al triunfo tantas veces prometido por Jesús y por María. Será ésa la era de la victoria que culminará el curso de los acontecimientos sobre la tierra. 

 

Notas


1 Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Lucam, c. XVIII, vv. 1-8.

2 Cf. SAN AGUSTÍN. Quæstionum Evangeliorum. L. II, n.º 45: PL 35, 1358.

3 Ídem, 1358-1359.

4 SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Commentarius in Lucam, c. XVIII, t. 1: PG 72, 850.

5 SAN ANTONIO MARÍA CLARET. «Autobiografía». In: Escritos autobiográficos y espirituales. Madrid: BAC, 1959, p. 237.

6 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. «Prière Embrasée», n.º 5. In: Œuvres Complètes. Paris: Du Seuil, 1966, pp. 676-677.

7 Ídem, n.º 6, p. 678.

 

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