Llamado a prestar un gran servicio a la Iglesia

A las almas destinadas a una vocación especial, la Providencia les reserva un camino de negaciones. También la vida del Dr. Plinio transcurrió marcada por difíciles luchas interiores, rumbo al cumplimiento pleno de su misión.

Hay dos posiciones de Dios con relación a los hombres. Unos entran en lo que llamamos providencia general; otros, en lo que denominamos providencia especial.

Providencia general y especial

La Providencia divina es aquella suprema perfección de la sabiduría por la cual Dios conduce los acontecimientos. En vista de cómo son las cosas, Él las dispone de acuerdo con su plan respecto de cada criatura.

La gran mayoría de los hombres es conducida por Dios según la providencia general. Es decir, al individuo común, Él le proporciona una vida normal, concediéndole recursos ordinarios e intelecto suficiente para utilizarlos a fin de proveer sus necesidades.

Sin embargo, a otras personas el Altísimo les tiene reservada una vocación especial, conduciéndolas de un modo peculiar. Ya que es un llamamiento especial, también les da un cuidado propio, que no es el ordinario.

La persona puesta bajo una providencia especial tiene habitualmente una noción, cuando menos confusa, de los designios divinos que le conciernen. En las Escrituras tenemos el caso del profeta Samuel, a quien Dios llamó tres veces. No obstante, pensaba que sería Elí, el pontífice del Templo… En una cuarta ocasión, al oír: «Samuel, Samuel», el profeta contestó: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 Sam 3, 10). Así también delante de esos impulsos primeros que nos llaman, podríamos responder: «Señor, ¿dónde estáis? ¡No os veo!».

Un llamamiento para algo sublime

En este mismo sentido, el problema que yo tenía en mi juventud era, prácticamente, vocacional y se expresaba de la siguiente manera.

Desde pequeño sentía un llamado a algo grande… Lo sentía muy acusadamente, pero no sabía definirlo. Tenía claro que debía llevar una vida diferente a la de los otros. Era muy consciente de que yo «rebosaba de mi cuerpo» y que en mi camino había realizaciones enormes, luminosas, magníficas, que implicaban sacrificios para los cuales necesitaba prepararme, pero también victorias que me llenarían de alegría.

Acompañado a eso, experimentaba una especie de horror de que dichos pensamientos no se confirmaran en mí y que tendría que acomodarme completamente al padrón de vida de cualquier hombre de mis condiciones, en mi tiempo. Sentía una especie de asfixia con ese pensamiento.

«Encontré mi camino»

Fue un «destaponar», algo magnífico, el día bendecido en el que pasé por la plaza del Patriarca1 y encontré el aviso de la realización del Congreso de la Juventud Católica. ¡Fue un clamor! Un montón de cosas que creía inviables, de repente, se me presentaban a borbotones.

Imagínense a un joven que llega a los 19 o 20 años, mas ya muy maduro y sufrido para su edad, buscando un objetivo que no se realiza. Y que por esa razón tiene la impresión de que todo el futuro deseado está comprimido, está apretado con las manos. De pronto, pasa por un sitio, ve algo y ¡aquella ventana se abre! Bien pueden hacerse una idea de la alegría de alma que eso da.

A partir de ahí, sucesivas alegrías con el Movimiento Mariano, la fundación de la Liga Electoral Católica, mi elección como diputado de la Asamblea Nacional Constituyente… Todo yendo en un vuelo continuo y diciéndome a mí mismo, con deleites para mi alma: «He encontrado el camino. En adelante toca batallar afanosamente, no cabe duda, pero ésa es la vía».

Las dificultades son la señal de que la vocación es amada por Dios

El Dr. Plinio en una conferencia en 1989

Ahora bien, después de ese movimiento ascensional, cuando yo tenía por entonces 25 o 26 años, todo lo que parecía que me iba a construir una vía despejada quedó en nada o, por el contrario, me hacía volver al punto de partida, haciéndoseme imposible lo que yo quería. Se puede comprender el tormento que eso suponía.

Empecé a percibir ese desmoronamiento de la mitad al final de mi mandato como diputado. Consistió en la quiebra del patrimonio de mi familia, en el empobrecimiento y en la necesidad de trabajar para vivir, cuando lo que yo deseaba era dedicar todo mi tiempo y esfuerzos a hacer apostolado.

De ahí el tormento: «¡¿Así que sólo es eso?! ¿Todo ha sido una ilusión? ¡¿Mi vida será la de un abogado que va al Juzgado, toma nota para preparar unos argumentos para su cliente —porque éste se ha peleado con otro— y hace la defensa de sus derechos en cuestiones sin importancia?! ¡Mi alma entera se vuelca en otros objetivos! Aunque consiga dinero con esa carrera —y eso es dudoso—, no nací para ganar dinero. ¡Nací para otra cosa!».

Además, hasta esa ocasión yo había tenido una salud de hierro. Pero surgieron algunos inconvenientes, a los que luego la Providencia puso fin.

Por ejemplo, las neuralgias que me acometieron en ese momento. A las dos o tres de la mañana me despertaba y me quedaba sentado, con un fuerte dolor de cabeza, como si tuviera metido un clavo en la frente del lado izquierdo, y el tiempo pasando… Oía los relojes del hotel y de la iglesia dando las horas, y yo, sentado, meditando en esos infortunios y aguantando el «clavo». Entonces, al sentirme exhausto, dormía con el peso de la opresión que me preocupaba.

Después comencé a darme cuenta de la crisis religiosa y política que minaba el camino que tenía por delante. Luego el terror y la asfixia de la ilusión: «Eso no ha sido más que un embuste, un sueño, un bluf. Resígnate a la voluntad de Dios, el cual desea que sufras ese bluf. Aguanta como puedas, porque Dios así lo quiere. ¿Tiene Él o no derecho a quererlo? Quien decide tu futuro es Dios, ¿o tú? Y si las cosas ocurren de otra manera sin culpa tuya, ¿tienes o no la obligación de aceptarlo, de curvarte y de estar satisfecho?».

Yo era esclavo de María; por lo tanto, tenía que aceptar mi futuro con resignación tal como se abría ante mis pasos. Tenía que comprimir en mi alma esos vuelos, esos deseos, esas elevaciones como algo inaceptable, que no expresaba la voluntad de Dios. Y si era el deseo del Altísimo, necesitaba volver «hacia adentro de mi mundo» o incluso irme a un «mundo» más pequeño que aquel en el que había nacido.

Es difícil calcular el ahogo de alma, el desconcierto que esa situación me provocaba.

En realidad, Dios da una vocación muy grande y luego aparecen las dificultades. El hecho de que surjan esas dificultades no significa que no se tenga vocación. Al contrario, es una vocación muy amada por Dios, en el curso de la cual Él provee circunstancias que uno no quería, situaciones con las que no contábamos, haciéndonos creer que nos ha abandonado… Pero también hay un movimiento interno de alma que nos dice: «No, la Providencia no nos abandonó. ¡Sigamos adelante!».

«¿Debo ser una víctima expiatoria?»

Además de eso, existía otro problema. Había leído el libro Historia de un alma, de Santa Teresa del Niño Jesús, cuya narrativa me impresionó profundamente. Ella parte de la idea de que no se puede hacer para la Iglesia Católica nada más útil que ser una víctima expiatoria del amor misericordioso de Dios. Es decir, los hombres pecan y es necesario que otros les ayuden a expiar sus pecados; de tal forma que con nuestro sufrimiento Dios perdone a otros y conquiste otras almas, dándoles gracias muy grandes, porque hemos sufrido nosotros.

Santa Teresa del Niño Jesús en 1896

Santa Teresa quería morir así, como víctima expiatoria por las almas de los demás; y fue atendida. Y yo me planteaba la siguiente cuestión: «Quién sabe si Dios quiere que yo sea una víctima expiatoria, ignorada por todos. Noto que tengo posibilidades, recursos, quizá hasta posea talentos para ser un hombre fuera de lo común y prestar un gran servicio a la Iglesia, aunque podría estar condenado a ser corriente, siguiendo a distancia la trayectoria de otro que recorre un camino luminoso. Camino seguido por el otro, porque soy la víctima que carga con la cruz de él. ¿No seré acaso más útil a la Iglesia y a la Contra-Revolución hundiéndome así en el sufrimiento y en el anonimato que emprendiendo la galopada heroica de la cruzada que querría realizar? Luego, ¿qué debo esperar de Dios para mi vida?».

Como toda mi inclinación tendía a no ser la víctima expiatoria, sino el hombre que camina hacia el campo de batalla a fin de luchar, creía, pues, que estaba haciendo un sacrificio especialmente grande al aceptar ser lo contrario de lo que quería. Serviría mejor a la Iglesia en mi aniquilación que en mi realización personal. Entonces tenía que aceptar y volver a «mi propio mundo», rindiéndome a la dura realidad de los hechos. ¿Qué quería Dios de mí?

Sorpresas difíciles en la línea de vocación

Me preguntaba: «Esta dolencia que provoca las neuralgias, ¿no será, de repente, un cáncer u otra enfermedad cualquiera que le quita a uno la vida pronto, para que otro gane la batalla que tanto anhelas vencer? Ahora bien, quiero ver yo cómo es tu amor a Dios. Estabas muy contento siendo alguien. ¿Tendrás el mismo coraje de ser nadie? ¿Aceptas eso? ¿Hasta qué punto eres un hombre serio? Si fueras serio, lo aceptarías. Si no, tan sólo quieres representar un papel. Entonces no vales nada, no amas a Dios y mereces ser olvidado por Él sobre la faz de la tierra».

A menudo, en la vocación aparecen sorpresas difíciles de aguantar. La Providencia nos lleva por un camino, pero nos da la impresión de que nos hemos equivocado de recorrido y de que las vías de Dios tal vez sean otras. Sin embargo, esa es la señal de que Él quiere llevarnos por ahí.

Por otra parte, la idea de ofrecerme así me disgustaba. Hice el ofrecimiento, pero me parecía que algo no estaba bien hecho…

Me hallaba en esa situación cuando veo que, en la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, situada cerca del hotel donde me hospedaba en Río de Janeiro, se estaba realizando una feria de libros. Encontré algunos que me interesaron y los compré. Me llamó la atención especialmente uno cuyo título era El libro de la confianza.

«Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia»

No pueden imaginar el efecto que me causó en el espíritu cuando lo abrí —no recuerdo si en el momento o al llegar al hotel— y leí las primeras frases: «Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia que resonáis en el silencio de los corazones, vos murmuráis en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz». Un apaciguador efecto magnífico se hizo sentir en mi alma.

Después el autor continúa exponiendo, más o menos en estos términos, la siguiente doctrina: Dios puede hacer que una persona camine por las vías más duras e imprevistas, pero, si atendemos a la voz de Cristo en nosotros — voz misteriosa de la gracia—, ella murmurará en nuestras almas palabras de dulzura y de paz.

Lo que nos revienta y desmenuza, en la gran mayoría de los casos, no es el camino que debemos seguir. Habrá un movimiento interno en nuestras almas que nos dará confianza de que será de otra manera y nos conducirá adonde nuestros primeros anhelos nos llevaban.

Ese libro produjo en mí un efecto maravilloso porque, en último análisis, daba exactamente la idea de que, al estar bajo una providencia especial y rogando a Dios, nuestro Señor, invocando la intercesión de aquella que lo puede todo ante Él: Nuestra Señora, yo sería atendido.

Puente bendito que ayudó a cruzar muchos abismos

Y me decía a mí mismo: «Finalmente, yendo y viniendo, de una forma u otra, aquello que deseo se realizará. No estoy llamado al camino de Santa Teresa. Me siento más bien llamado para la vía de Godofredo de Bouillon. Vamos adelante, por encima de palos y piedras, por montes, valles y colinas… Vaya por el camino que vaya y dé con los desvíos aparentes que dé, debo confiar, confiar, confiar… “Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia que resonáis en el silencio de los corazones, vos murmuráis en el fondo de nuestras conciencias palabras de dulzura y de paz”. Dulzura y paz me trae esto. Voy a rezar, pedir, rezar, pedir…».

De ahí me venía una pregunta: «Pero ¿no estarás equivocado? ¿No será que si te quedas callado y eres heroico, no pidiendo nada a Nuestra Señora, realizarás más que pidiendo? Pidiendo, Ella da. No obstante, a veces Ella concede lo que no querría dar. No pidas nada y deja que todo ocurra».

Vista del puente Bastei – Alemania

No supe resolver el problema y entonces pensé de la siguiente manera: «Pediré, pero con la condición de que se haga su voluntad y no la mía. Si la voluntad que hay en mí es también la de Ella, ¡hágase! Yo pido, pido, pido».

Encontré un equilibrio en medio de un torbellino espantoso.

El libro de la confianza fue el puente admirable y bendito que me ayudó a cruzar no sé cuántos abismos, hasta encontrar una señal que realmente me indicara que estaba en el camino correcto y yendo hacia adelante. 

Extraído de: Conferencia.
São Paulo, 13/5/1989.

 

Notas


1 Situada en el centro antiguo de São Paulo.

 

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