Evangelio del III Domingo de Pascua
En aquel tiempo, los discípulos de Jesús 35 contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. 36 Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros». 37 Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. 38 Y Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». 40 Dicho esto, les mostró las manos y los pies. 41 Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?». 42 Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. 43 Él lo tomó y comió delante de ellos. 44 Y les dijo: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». 45 Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. 46 Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día 47 y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. 48 Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24, 35-48).
I – Divina fuente de la delicadeza
Al pensar en un varón perfecto, difícilmente se le atribuiría la virtud de la delicadeza. Sin embargo, disociar la fuerza del tacto y de la dulzura es un error típico de nuestra época. En efecto, la truculencia viril sin la afabilidad se transforma en brutalidad; y el candor sin vigor, en la pusilanimidad.
Nuestro Señor Jesucristo, «el más bello de los hombres» (Sal 44, 3), reúne en sí todas las cualidades. En Él se encuentran, en un equilibrio irreprochable, virtudes que, aunque parezcan opuestas, en realidad se armonizan, alcanzando la perfección moral.
Así, aquel que expulsó a los mercaderes del Templo con látigo en mano, se muestra en la liturgia de hoy capaz de una ternura y una paciencia verdaderamente divinas, frente a la tacaña mediocridad de los Apóstoles antes de Pentecostés.
II – La bondad incondicional del Salvador por los suyos
En el Evangelio de este tercer domingo de Pascua podemos contemplar la admirable pedagogía adoptada por el divino Maestro, vencedor de la muerte y del pecado, a fin de persuadir a los Apóstoles del hecho, tan real como extraordinario, de su Resurrección.
En aquellos espíritus, muy terrenales aún, la fe en la divinidad del Señor, que habían proclamado varias veces y que San Pedro había declarado de manera infalible y solemne en Cesarea de Filipo, no había arraigado profundamente. En las ocasiones en que les había anunciado su Pasión, Muerte y Resurrección, los Apóstoles no percibieron el sentido de las palabras, ni siquiera quisieron entenderlo, ya que ninguno se atrevió a interrogar al Redentor sobre el verdadero significado de aquella profecía que, dígase de paso, era meridianamente clara. Les anunció el Calvario, pero también la radiante mañana de Pascua.
Aquel que expulsó a los mercaderes del Templo con látigo en mano, se muestra en la liturgia de hoy capaz de una ternura y una paciencia verdaderamente divinas
Y si Jesús era Dios, como creían los discípulos, ¿qué dificultad tenían en concebir su victoria sobre el príncipe de las tinieblas y su imperio? ¿No había afirmado Él mismo que nadie le quitaba la vida, sino que la entregaba por su propia voluntad y que, por la misma voluntad, podría recuperarla (cf. Jn 10, 18)? Sin embargo, el amor propio mal combatido, el espíritu de hacer carrera y los intereses demasiado mundanos todavía coexistían con la fe en el corazón de los discípulos, envolviéndola como una maléfica enredadera. Por eso su mirada interior no podía dar crédito a lo que sus pupilas percibían con innegable claridad: había triunfado el León de Judá, que estaba allí para confortarlos.
El Señor, no obstante, sin sombra de exasperación, los trata con una delicadeza y una bondad casi maternales. Su actitud benigna, aterciopelada y convincente está en el origen de las buenas maneras que durante siglos constituyeron la base de la convivencia social y de la cultura en el Occidente cristiano, hoy casi sumergidas bajo la desbordante inundación del neopaganismo.
Para nosotros, discípulos y esclavos de la Verdad, imitar a Cristo es esencial. Puesto que Él es nuestro camino, para llegar al Padre necesitamos seguir sus pasos. De esta manera, busquemos siempre, en estos tristes y brutales tiempos, vivir la paciencia cristiana en sus más diversos resplandores, a fin de iluminar a nuestros contemporáneos con el fulgor del santo Evangelio. Si así obramos, en nada se perderá la combatividad, pues la educación y la compasión son una manifestación de ésta y no un signo de debilidad.
Un encendido relato
En aquel tiempo, los discípulos de Jesús 35 contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Bien podemos imaginar la vivacidad y el fervor con que los dos discípulos de Emaús, uno de los cuales parece ser el propio San Lucas, según la opinión casi unánime de los exegetas, narraron su experiencia con el misterioso peregrino que se les unió en el camino de regreso a su ciudad natal. Las palabras de ambos debían deslumbrar con una animación y un colorido sumamente atrayentes, impresionando a sus oyentes y contagiándolos con su júbilo.
La fe en la Resurrección de Jesús y en la nuestra propia, si es vivida con coherencia, nos hará participar en cierta medida de la tranquilidad sobrenatural que el Maestro infundió a sus discípulos
Estaban creadas las condiciones para el siguiente paso que la sapientísima pedagogía divina daría, con el objetivo de manifestar a los suyos el hecho inédito de la Resurrección, en la que aún no creían enteramente, a pesar de los diversos testimonios que salpicaban aquel radiante domingo de Pascua en el espacio cerrado del cenáculo.
La paz de la victoria
36 Estaban hablando de estas cosas, cuando Él se presentó en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros».
He aquí que el esperado de las naciones entra de manera milagrosa en el cenáculo, culminando Él mismo, con su inesperada presencia, la narración de los discípulos de Emaús.
¿Y cuáles son sus primeras palabras? «Paz a vosotros». Dicho por el propio autor de la paz, este saludo debe haber producido una calma sobrenatural de la que el hombre es incapaz sin la ayuda de un milagro. La tranquilidad de los Apóstoles en ese momento era profunda, llena de unción mística y de una luminosidad diáfana y envolvente.
¡Cómo nos gustaría experimentar esa paz! Pues bien, la fe en la Resurrección de Jesús y en la nuestra propia, si es vivida con coherencia, nos hará participar en cierta medida de la tranquilidad sobrenatural que el Maestro infundió en sus discípulos. Si no vivimos para esta tierra sino para la eternidad, esforzándonos por conquistar paso a paso el tan esperado Paraíso, entonces nuestro deleite en este mundo será poder respirar la serenidad de los santos, que nace de la lucha y de la victoria.
Corazones turbados
37 Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu.
Los Apóstoles, sin embargo, tenían el corazón dividido. Si, por un lado, empezaban a creer en el hecho prodigioso e inédito de la Resurrección del Señor, por otro, el peso del materialismo se hacía sentir, impidiendo a los espíritus un vuelo estable por horizontes más elevados. Por eso la gracia de la paz infundida por Jesús en sus almas tuvo un efecto efímero, seguido del miedo, fruto de una concepción demasiado mundana del Mesías, que nublaba las vistas sobrenaturales.
En esta época nuestra donde pululan todo tipo de creencias espurias, son legión quienes pretenden apoyarse en ellas para obtener dinero, fama, poder o placeres. No obstante, en el momento de considerar la Iglesia de Cristo y su credo, tales hombres se muestran escépticos y, con altivez, desprecian las tradiciones más respetables, juzgándolas «leyendas» para engañar a los espíritus «débiles». Lamentablemente, este estado de espíritu acaba influyendo en muchos creyentes católicos, generándoles dudas respecto a su propia fe. Es necesario vencer esa tentación y adherir con fuerza a las verdades que nos propone definitivamente el magisterio. Sólo así sabremos distinguir los verdaderos milagros de los falsos prodigios del enemigo.
Benignidad y clemencia
38 Y Él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? 39 Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo». 40 Dicho esto, les mostró las manos y los pies.
Tras ceder a la seducción del miedo, los Apóstoles se hacían merecedores de una dura reprensión. Demostraban que habían convivido con el personaje más excepcional de toda la historia sin haber percibido ni una ínfima parte de su grandeza, lo que ponía de manifiesto una lamentable mediocridad.
Los Apóstoles tenían el corazón dividido: por un lado, empezaban a creer en la Resurrección del Señor, pero, por otro, se dejaban dominar por el peso del materialismo
El Señor, sin embargo, lejos de hacer caer sobre ellos el látigo de la increpación, se comporta con clemente benignidad. Desciende desde la altura de su triunfo hasta la bajeza en la que yacían los espíritus de sus discípulos, para elevarlos a la perspectiva de la fe auténtica. Y lo hace con afecto y delicadeza divinos.
Una lección para nosotros. Cuántas veces, en el apostolado, los formadores ceden a la tentación de la irritación o del desánimo, ante la falta de respuesta de quienes se benefician de su trabajo. La conversión de las almas requiere paciencia, suavidad y constancia, como las usadas por Jesús en este pasaje del santo Evangelio.
Sentimientos contrastantes
41 Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?». 42 Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. 43 Él lo tomó y comió delante de ellos.
La voz del Maestro, su presencia impregnada de paz y las pruebas de la realidad de su Resurrección vuelven a reconfortar a sus discípulos, que pasan del susto a la alegría de una buena sorpresa. ¿Era así entonces como se cumplía la gran profecía de Cristo sobre su muerte y regreso definitivo y glorioso a la vida? La euforia les impedía creerlo.
En efecto, una persona cuya fe no es robusta permanece sujeta a constantes cambios. Cuando faltan la luz de la inteligencia iluminada por la fe y la fuerza de la voluntad robustecida por el amor, las pasiones humanas toman el timón del alma y la guían hacia las aguas turbulentas de los sentimientos encontrados. Ahora bien, si en el corazón reinan las virtudes teologales, se goza de una estabilidad apoyada en certezas sobrenaturales inquebrantables. Pidámosle a Jesús resucitado esa gracia, a fin de ser siervos fieles y serios.
La gloria de una profecía
44 Y les dijo: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí».
Los textos del Antiguo Testamento apuntaban al Mesías venidero. Desde Moisés hasta el último de los profetas, todos los autores sagrados habían descrito la misión y la grandeza del ungido del Señor, que vendría a rescatar al pueblo de sus pecados. Ésta era la profecía más gloriosa, pues anunciaba el mayor acontecimiento de la historia: la Encarnación del Verbo y la obra de la Redención.
Así, Jesús les recuerda a los suyos que la sublime realidad que contemplaban con sus ojos era la realización de una serie de vaticinios sobre su misión, su vida y su triunfo. ¡Todo estaba tan claro! Pero ellos aún no lo entendían…
En este punto cabe recordar el papel de la Virgen, receptáculo vivo de cada uno de los anuncios proféticos. Bajo su mirada lúcida, pura y fervorosa pasaron el Libro de Isaías, con la mención al Siervo de Yahvé, las referencias de Malaquías y Miqueas al futuro Salvador y otras muchas profecías. Por su espíritu lleno de fe y sabiduría, las guardó en su Inmaculado Corazón y los escudriñó con un discernimiento y una veneración extraordinarios, llegando a conclusiones acertadas y profundas. El Espíritu Santo, en calidad de Esposo de María, fue iluminando su mente e inflamando su amor hasta el punto de prepararla para ser la nueva Eva junto al nuevo Adán.
Jesús les recuerda a sus discípulos que la sublime realidad que contemplaban con sus ojos era la realización de una serie de vaticinios sobre su misión, su vida y su triunfo
Así, en el lance más trágico que los siglos han conocido, Ella se asoció a su divino Hijo, sufriendo interiormente los dolores lancinantes de la Pasión y de la cruz. Para la Reina de los profetas, la Resurrección no era una sorpresa, tampoco un fenómeno amedrentador. Desde el último suspiro del Cordero Inmolado, con la espada del dolor aún atravesada en su alma, Ella siguió el nacimiento del sol de la victoria a medida que las horas iban pasando. Por lo tanto, al encontrar nuevamente a Jesús envuelto en el aura del triunfo más esplendoroso, su espíritu estaba listo para recibirlo con júbilo, acompañado de las más nobles, afectuosas y elevadas manifestaciones de afecto de todos los tiempos.
Revistámonos, pues, de la fidelidad diamantina de María y alejemos los paños mortuorios de quien juzga los acontecimientos sin la certeza profética de la victoria.
El entendimiento divino de las Escrituras
45 Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. 46 Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día 47 y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén».
El Señor les concede una nueva gracia a sus discípulos. La primera había sido la paz, mal recibida por ellos; la segunda, el del entendimiento divino de las Escrituras, sin el cual la divina Revelación, por muy elevada y respetable que sea, permanece inaccesible a los espíritus pragmáticos e intelectualistas.
El mismo Evangelio muestra claramente que la ciencia humana no es capaz de discernir la luz de la verdad que refulge en los Libros Sagrados. Los escribas y doctores de la ley conocían los textos y los comentaban, pero eran «ciegos, guías de ciegos» (Mt 15, 14), pues no veían ni entendían nada. Y para demostrar que la clave para leer las páginas inspiradas le pertenece sólo a Dios, el Señor permitió la ignorancia de los Apóstoles, a fin de que el Padre de las luces fuera glorificado en el instante en que, por una acción sobrenatural, sus mentes se abrieran al sentido de la Palabra divina.
También hoy —en un mundo tan extraviado, donde falsos profetas osan socavar la propia Iglesia— asistimos al triste espectáculo de una exégesis sin fe. Es una de las manifestaciones del neo fariseísmo, que pretende corroer los fundamentos de la verdadera doctrina, la única de la cual se puede decir que es «viva y eficaz» (Heb 4, 12). Sin embargo, las ovejas del Señor reconocen su voz y la distinguen de la de los lobos disfrazados de pastores. Estos últimos encontrarán la reprobación del pueblo de Dios cuando, tras haberse completado el número de las persecuciones contra los buenos, llegue el día de la gran y terrible venganza anunciada en el Apocalipsis.
Testigos valientes
48 «Vosotros sois testigos de esto».
Finalmente, Jesús anuncia de manera velada la venida del Paráclito sobre el Colegio Apostólico, presidido en el amor por María Santísima. Sí, en el cenáculo los discípulos recibirían la fuerza y el poder para anunciar a los cuatro rincones de la tierra la victoria del Crucificado sobre el demonio, el mundo y el pecado.
Supliquemos al Redentor un nuevo Pentecostés, que dé a los elegidos coraje e ímpetu para purificar la Iglesia y anunciar al mundo la necesidad de una conversión radical para escapar de la ira venidera.
III – También la Iglesia vencerá después de su Pasión
En estos tiempos difíciles es menester que surjan nuevos profetas llenos del fuego del Espíritu Santo, hijos dóciles y fieles de la Santa Iglesia, nuestra amada Madre, a fin de romper, por medio de su palabra, de su ejemplo y de los signos que les será dado realizar, las capas de contaminación diabólica que embotan en un pragmatismo ciego y naturalista a las multitudes esparcidas por el orbe.
Cristo vencedor es el verdadero guía y protector de su Iglesia y, por tanto, así como Él triunfó, ella también triunfará para mayor gloria de la Trinidad
Por otra parte, no debemos temer por el futuro de la Iglesia, que hoy atraviesa una crisis sin precedentes por su extensión e intensidad, similar a la Pasión de su divino Esposo. Así como Jesús retomó la vida después de haber derramado hasta la última gota de sangre en el Gólgota, su Cuerpo Místico, asociado a Él por un vínculo indestructible y perenne, verá nuevos días de gloria cuando los torrentes de iniquidad que lo azotan sean tragados por la tierra y mandados a los antros infernales.
Tengamos fe: Cristo vencedor es el verdadero guía y protector de su Iglesia y, por tanto, así como Él triunfó, ella también triunfará para mayor gloria de la Trinidad. ◊