Hay ciertas almas que lo encuentran todo difícil y se abaten cuando se les presenta un estorbo… Sin embargo, en el desierto de esta vida sólo hay un refugio seguro: ¡la sombra del árbol frondoso de la cruz!
Esta era la máxima de San Agustín: los santos más unidos al Señor, desde lo alto de la montaña del amor, divisan más amplios horizontes que nosotros. Saben lo que es la eternidad y cuánto vale sufrir por amor de Dios y para la salvación de nuestra alma, destinada a la felicidad eterna. Todos los santos han sido, no sólo pacientes y conformados en el sufrimiento, sino apasionados por la cruz. «¡Sufrir o morir!», exclama Santa Teresa. «¡Padecer y ser despreciado por Vos!», decía San Juan de la Cruz.
¿El mundo entiende este lenguaje? ¿Nuestra delicadeza y sensualidad no hallan exageración en esas expresiones? ¡Ah, somos demasiado groseros! La cruz de Jesucristo nos escandaliza como escandalizaba a los paganos en el tiempo de San Pablo.
San Agustín, después de tantos y tan funestos errores en busca de la felicidad, la encontró, finalmente, en la cruz de Jesucristo. Y pudo decir: «¡Gran pena es vivir sin pena!». Sí, porque sin sufrimiento, sin cruz, no hay méritos, no hay virtud sólida, no hay salvación garantizada. Desde que nuestro divino Maestro nos redimió por la cruz, ¡no puede haber salvación fuera de la cruz! «In cruce salus». Y si tan necesario es sufrir, también es, en realidad, una gran pena vivir sin pena.
El pan sin azúcar y el azúcar sin pan
Mucha gente anda procurando más, en la devoción, las consolaciones de Dios que el Dios de las consolaciones, dice el autor de la Imitación de Cristo. Como los niños que no van en busca de un alimento sustancial y se contentan con golosinas, caramelos y dulces, así ciertas almas lo que quieren es un fervor sensible, las dulzuras de la oración. Si Dios les retira las consolaciones, se quejan, se abaten y murmuran. Y no es raro que incluso lleguen a dejar los ejercicios de piedad.
El amor divino aporta una dulzura infinita, llena y desborda el corazón, pero no siempre todo son alegrías y consolaciones. Jesucristo es un esposo crucificado. Y nadie puede amarlo verdaderamente sin la cruz. El pan del dolor —panem doloris—, del que habla el salmista, debe ser el alimento preferido de las almas que aspiran al Calvario. Santa Catalina de Siena experimentó tantas sequedades en la devoción que se juzgó abandonada de Dios. Santa Teresa del Niño Jesús, durante largos años, probó la más crucial aridez espiritual. ¡Y estas santas fueron dos almas seráficas!
Muchas almas prefieren, como dice San Francisco de Sales, el pan sin azúcar de una devoción bien sólida e, incluso sin consolaciones, prueban, hasta el sacrificio, su verdadero amor a Jesucristo. Otras solamente desean el azúcar de las consolaciones y rechazan el pan del sacrificio, el pan sustancial del dolor.
¡Oh Jesús mío, prefiero tu pan sin azúcar a tu azúcar sin pan!
Una sonrisa en el dolor
Aceptar el dolor sin queja es virtud, y virtud sólida. Aceptarlo con una sonrisa es heroísmo. ¿Conocéis la clásica sonrisa de Santa Teresa de Lisieux? Es una sonrisa entre rosas, pero rosas de espinas duras y penetrantes. Cuando el sufrimiento llega, hay que recibirlo bien, como quien recibe a un huésped querido. Pues eso es lo que hacía ese ángel del Carmelo.
Una novicia quiso tener una prueba de virtud heroica de la santa. «Dos meses antes de su muerte», decía la monja, «fui a hacerle una visita a sor Teresa y, como había oído elogiar muchos su paciencia, me vino el deseo de observarla en un momento de crisis. Y veo que enseguida su rostro adquiere una expresión de alegría y de sus labios repunta una sonrisa celestial. Al preguntarle la razón de ese cambio, me responde: “Porque siento grandes dolores; me esfuerzo siempre en amar el sufrimiento y acogerlo de buena gana”».
Cuesta sonreír cuando se presenta ante nuestra flaqueza el hermano dolor. Cuesta, pero no es imposible. Hemos de recibirlo. Es una necesidad hacerlo. El Señor lo ha mandado. Es mensajero del Cielo. Es la voluntad de Dios. Si, como Santa Teresa, no lo podemos recibir con una dulce y suave sonrisa, seamos delicados. Es bueno, viene del Cielo, viene a curarnos. ¡Que entre sosegado el hermano dolor y no repare en nuestra grosería si, por casualidad, lo recibimos sin un gesto amable y una buena sonrisa!
¡Pasa por debajo!
Y el ángel del Carmelo es quien nos va a dar otra lección para las dificultades de la vida. Hay ciertas almas que lo encuentran todo difícil. Si se les presenta una situación embarazosa, se abaten, quieren vencerla y no pueden, quieren pasar sobre las dificultades y lo ven imposible… ¡Y cómo sufren!
En una grave tentación y seria turbación en la vida espiritual, le dijo una novicia a Santa Teresa: «¡No puedo pasar por encima de este obstáculo!». Y la santa le contesta: «¿Por qué tienes que pasar por encima? ¡Pasa por debajo! Es propio de las almas grandes volar allá en lo alto por encima de las nubes, cuando aquí abajo ruge el trueno y se desencadena la tormenta. En cuanto a nosotros contentémonos con pasar por debajo, con humildad y paciencia. A ese propósito, me acuerdo de un episodio que me sucedió cuando era niña: un día había un caballo en el jardín que nos impedía el paso. Mientras los circunstantes, que cuidaban de mí, discutían la manera de apartar al animal, yo pasé tranquilamente por debajo de él. He aquí como es bueno ser pequeñita y mantenerse cada cual en su tamañito».
Con paciencia y humildad, quedaos siempre muy pequeñitos, como los niños, y cuando algún caballo de las dificultades de la vida os amenace u os estorbe en la puerta de la paz de vuestra alma, como Teresa —¡deprisa!— ¡pasad por debajo!
La bella corona de los héroes y mártires de la voluntad de Dios
Querríamos la gloria del martirio. ¡Qué envidia nos causan los héroes cristianos en la arena del anfiteatro, en las cárceles, en los caballetes, en la cruz! Y podemos tener la gloria del martirio, y de un martirio no menos glorioso que el de quienes derramaron su sangre por la causa de Cristo.
Dice San Agustín que el martirio no consiste en la pena, sino en la causa o fin por el que se muere. Y el Doctor Angélico enseña que se puede ser verdadero mártir muriendo en el ejercicio de un acto virtuoso. Aceptar lo que el Cielo nos envía de sufrimiento y de cruces, así como —y principalmente— la muerte, para agradar a Dios y conformarnos con su santísima voluntad, es, por tanto, martirio y tiene el mérito del martirio. Y quien hace ese acto, dice con autoridad San Alfonso, aunque no muera en manos de un verdugo, tiene el mérito del martirio.
Las voces autorizadas de tres doctores de la Iglesia afirman que podemos tener la gloria del martirio sin derramar nuestra sangre, con la simple aceptación heroica de la voluntad de Dios.
¿No tenemos, por ventura, en nuestra vida tantas ocasiones de ejercer heroicamente la virtud de la paciencia? ¿Y un deber que cumplir cada día, monótono, duro, casi imposible? ¿Y lo que sufrimos de los que nos molestan? ¿Y una enfermedad mortificante, prolongada, quizá incurable? ¿No queréis, pues, la gloria de los mártires? ¿Por qué no aprovecháis el martirio que el Señor os envía? ¡Qué bella corona les reserva el Rey de los mártires a los héroes y mártires de la santísima voluntad de Dios!
Inútil…
«¡Soy un inútil!», gime alguien en su lecho de dolor, reducido a una inacción dolorosa. Quiere trabajar, quiere luchar como antes y se ve atado, de manos y pies, en un lecho, preso a la monotonía de una habitación de enfermo. ¡Cuán inútil soy! Qué pensamiento desgarrador, por ejemplo, para un corazón de apóstol, sediento de lucha por la salvación de las almas, al contemplar las mieses ya maduras y… sin obreros.
¡Ah! No digamos «soy un inútil» cuando la voluntad de Dios es que suframos. Inútil era, tal vez, todo nuestro trabajo; sin vida interior, sin pureza de intención Dios no necesita de nosotros. Somos meros instrumentos en sus manos divinas. Y el instrumento puede ser robusto o enfermo, grande o pequeño. La salvación de las almas es obra divina. En el lecho de dolor, el apóstol puede salvar más almas por la paciencia que por las predicaciones más brillantes.
«Lo que glorifica a Dios», dice San Alfonso, «no son nuestras obras, sino nuestra resignación y conformidad a su santa voluntad». El apostolado del sufrimiento, por ser el más oculto y penoso, es también el más eficaz. Escribía Santa Teresa del Niño Jesús a un misionero: «Hermano, el Señor quiere afirmar su Reino en las almas mucho más por el sufrimiento y la persecución que por brillantes predicaciones».
No eres inútil en la cruz de la enfermedad. ¡Oh, no, buen apóstol! ¡Estás afirmando el Reino de Dios en las almas! […]
¡Dios no lo quiso!
Dios quiere de nosotros una sola y única cosa: el cumplimiento de su voluntad santísima. Lo demás es accesorio y hasta inútil y peligroso para nuestra salvación. El deber cumplido nos asegura también el cumplimiento de la voluntad de Dios. Quien hizo lo que debía, hizo lo que pudo, hizo lo que Dios quiso, y se puede quedar tranquilo y abandonarse enteramente en las manos de la Divina Providencia.
¿Un buen suceso? ¿Una victoria? ¿El éxito? ¡Poco importan! ¿Si Dios los quiso? ¡«Te Deum laudamus»! ¿Reveses, fracasos, humillaciones? ¿Dios los permitió? ¡Alabado sea Dios! ¿Tenemos la certeza de haber cumplido el deber y la conciencia está tranquila? Todo va bien. ¡Dios no lo quiso!
La pureza de intención es lo que vale en nuestras obras. Vigilemos nuestra pureza de intención y nunca nos quedaremos sorprendidos con los fracasos de nuestras buenas obras. Apeguémonos únicamente a la voluntad de Dios y permanezcamos indiferentes al éxito o al infortunio, a la victoria o a los reveses. Dice el P. Lehodey: «Sabemos que Dios quiere de nosotros esa buena obra, pero desconocemos sus ulteriores intenciones. A menudo, para ejercitarnos en la virtud de la santa indiferencia, nos inspira designios muy elevados en los que, sin embargo, no quiere que haya éxito».
¿Nos quejamos, nos lamentamos, dudamos de la Providencia? Sería orgullo y locura. ¡Dios sabe lo que hace! Si el fracaso nos ha humillado y ha purificado nuestra intención, ¡bendigamos a Dios! ¡Ha perecido esa obra de celo para nuestro bien! ¡Dios no la quiso!
«¡Déjame plantar la cruz!»
El Señor quiere salvarnos por la cruz. Ya lo he repetido y dicho aquí muchas veces. Parece que nos dijera, cuando se nos presenta con la cruz: «Alma querida, déjame plantar mi cruz en tu corazón». ¡Seamos generosos, vamos! Que la plante Él donde y como quiera, y que la deje bien afirmada. ¡Que la tempestad de mis ingratitudes y los vientos furiosos de las tentaciones no la puedan tumbar nunca!
Sólo el Señor sabe dónde plantar su cruz en la tierra árida de mi corazón. Es necesario cavar la tierra, y las azadas de las pruebas, en manos de buenos obreros —las criaturas que nos persiguen y humillan— preparan el hoyo. Después la cruz es levantada. Es un sufrimiento más. Cuando la cruz no está en los hombros, sino que penetra en una llaga abierta y sangrante, ¡cómo cuesta soportarla, Dios mío!… ¡Dejemos que el Señor plante esa cruz bendita! Morimos de dolor, en una agonía triste. ¡No importa! ¡Resucitaremos en el amor!
¡Feliz, mil veces feliz el alma que ha comprendido el misterio de la cruz! En el desierto de esta vida, sólo hay un refugio seguro: la sombra del árbol frondoso de la cruz. No tengamos miedo de la cruz. Dejemos que el Señor venga, sí, dejemos que venga cuando y con la cruz que quiera.
Y nos dirá, lleno de amor: «¡Déjame plantar la cruz!». Plántala, sí, Jesús mío, en este desierto de mi corazón ingrato, aquí bien en el centro, o mejor, donde quieras. Pero plántala bien, ¡porque la tempestad aquí es fuerte! ◊
Extraído de: BRANDÃO, Ascânio.
Breviário da confiança. São Paulo:
Ave-Maria, 1936, pp. 64-76.