Para la mentalidad contemporánea, tan reacia al sufrimiento, el martirio de Santa Engracia de Braga no pasa de un episodio propio a despertar tristeza o depresión… No es así, sin embargo, como lo considera la Iglesia.

 

Siglo XI.1 Un pastor está dando de beber a sus ovejas en las proximidades del río Guadiana. De repente, una luz muy fuerte comienza a salir de dentro de las aguas… Atónito, el guardián del rebaño corre para pedir ayuda a algunas personas de las cercanías, quienes rescataron enseguida el «objeto» que esparcía tanta luminosidad: ¡una cabeza humana, intacta y radiante!

Más tarde, se supo que pertenecía a una joven cristiana llamada Engracia. De pequeña, movida por una sincera piedad, había hecho voto de virginidad. Sin embargo, conforme a las costumbres de la época, su padre acabó prometiéndola en matrimonio. Afligida ante la posibilidad de ser obligada a romper su voto, la joven huyó hacia Castilla.

Al enterarse de lo ocurrido, su novio salió furioso para darle alcance. La encontró en medio de los montes, cerca de la actual Carbajales de Alba, y, asumido por un odio descontrolado, la decapitó. Para librarse de ser acusado, se llevó consigo la cabeza de su inocente víctima, pero en el camino de vuelta la arrojó al agua cerca de la ciudad de Badajoz, donde sería encontrada milagrosamente.

Para el que no tiene fe, el relato de este hecho despierta nada más que tristeza o depresión. No obstante, visto con ojos sobrenaturales nos está narrando una victoria esplendorosa de la castidad sobre la concupiscencia y de la virtud contra el pecado.

Ahora bien, ¡cuán difícil es para el mundo actual, de mentalidad tan reacia al sufrimiento, comprender la belleza del martirio sufrido por amor a Dios…! Los hombres de hoy en día consideran inadmisible que alguien acepte enfrentar la muerte, con ánimo, en defensa de su fe y de sus ideales; y proclamar lo contrario significa ser tenido por «loco» o «fanático».

¿Cuál es entonces el sentido del sacrificio de la vida de tantos cristianos martirizados a lo largo de la Historia? ¿No eran más que unos radicales desequilibrados que tiraron a la basura su propia existencia? ¿Cuál es el verdadero valor de su holocausto?

¡Con la mirada puesta en la eternidad!

Así como un águila sólo encuentra su razón de existir desafiando los aires y contemplando el sol en todo su esplendor, la vida humana únicamente tiene verdadera explicación en función de la eternidad.

El recorrido a través de este valle de lágrimas es, para cualquier persona, un simple paso durante el cual debe luchar y adquirir méritos para conquistar la Patria celestial. Habitar con sus hermanos, los justos, miembros de la familia de Dios: ¡he ahí la verdadera vida!

Desde ese prisma sobrenatural, se vuelve más fácilmente comprensible el heroísmo de los mártires, quienes «fueron torturados hasta la muerte, rechazando el rescate, para obtener una resurrección mejor» (Heb 11, 35). No pusieron su esperanza en esta vida efímera, sino en aquella herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada para ellos en el Cielo (cf. 1 Pe 1, 4).

Conocían cómo era esa resurrección de los muertos: «se siembra un cuerpo corruptible, resucita incorruptible; se siembra un cuerpo sin gloria, resucita glorioso; se siembra un cuerpo débil, resucita lleno de fortaleza» (1 Cor 15, 42-43). De modo que, en un supremo acto de amor a Dios, optaron por mantener íntegra su fe y rechazar las capciosas invitaciones al pecado. No se dejaron intimidar al ver acortados sus días en esta tierra de exilio, sino que, al contrario, se alegraron de poder conquistar con gloriosa antelación el eterno Reino de los Cielos.

Aquellos que tienen su corazón prendido a este mundo y hacen de los placeres de esta vida su fin último no son capaces de entender la grandeza de ese gesto. Son como águilas sin alas, frustradas, sin un futuro más que la muerte perpetua…

Ahora bien, las Escrituras nos enseñan que «los impíos serán castigados por sus pensamientos. […] Vana es su esperanza, baldíos sus esfuerzos e inútiles sus obras. […] Aunque vivan largos años, nadie los tendrá en cuenta, y al final su vejez será deshonrosa. Si mueren pronto, no tendrán esperanza, ni consuelo en el día del juicio» (Sab 3, 10-11.17-18).

«Quæ utilitas in sanguine eorum?»2

A los ojos de Dios la muerte de un mártir es más preciosa que mil vidas llevadas lejos de su temor. «La representación de este mundo se termina» (1 Cor 7, 31) para todos los hombres; ¡bienaventurados, pues, los que saben desapegarse de su vida a causa de Jesús!

A semejanza del martirio padecido por Cristo, la sangre derramada por los mártires en íntima unión con Él conquista de Dios para toda la Iglesia —militante, purgante y triunfante— gracias insignes y dones preciosísimos que incluso pueden cambiar el rumbo de la Historia.

De hecho, detrás de la fidelidad de una Santa Clara, que ahuyentó lejos de su convento a centenares de infieles, o de un gran San Luis IX, que santificó el reino de Francia y emprendió arduas cruzadas, ¿no estará tal vez el valor sobrenatural de la sangre de una Santa Engracia? ¿No habrá contribuido abundantemente, con su modesta generosidad, a la correspondencia y perseverancia de esas y de tantas otras vocaciones magníficas? No es ilícito que creamos que sí.

Martirio del Beato Nicolás Alberca y compañeros – Iglesia de San Francisco, Puebla (México)

¡Seamos mártires de amor!

En medio de las incertidumbres de esta vida, con frecuencia nos asaltan padecimientos, grandes o pequeños, físicos o espirituales. En esos momentos, recordemos: lo que hizo agradable a Dios el sacrificio de los mártires y de todos los santos no fueron tanto los tormentos que soportaron, sino sobre todo el amor cristalino con el cual se inmolaron.

La mínima dificultad que enfrentemos, el más simple sacrificio realizado a lo largo de nuestro día a día, si están impregnados de caridad ardiente, serán recibidos por Dios como un agradable holocausto. Los aceptará como un valioso «martirio» y se valdrá de ellos para derramar gracias sobre nuestros hermanos en la fe y para promover el triunfo de la Santa Iglesia.

Si nuestro corazón está inflamado de amor, sin necesidad de verter nuestra sangre en un martirio cruento, seremos dignos de ser contados en el número de las ardorosas hostias vivas de Cristo. Templos del Espíritu Santo, seremos espectáculos de heroísmo, almas angelicales de las cuales el mundo no es digno de ellas (cf. Heb 11, 38).

Cosechados por Dios como sacrificio agradabilísimo y de suave olor, nuestros actos impregnados de amor nos convertirán en brillantes luceros por siempre jamás.

 

Notas

1 No existen datos seguros sobre la fecha de este episodio, pero José Luis Repetto Betes afirma que ocurrió «en la mitad del siglo XI en el reinado de Fernando I de Castilla y León» (ECHEVERRÍA, Lamberto de; LLORCA, SJ, Bernardino; REPETTO BETES, José Luis (Org.). Año Cristiano. Madrid: BAC, 2003, v. II, p. 615).
2 Del latín: «¿Cuál es la utilidad de su sangre?».

 

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1 COMENTARIO

  1. Qué emoción el ver como nuestros mártires estaban dispuestos a dar su vida por Cristo. En la actualidad todo es inmediato, pasajero, nada perdura… y a la mínima dificultad se tira la toalla. La gente no tiene nada por lo que esté dispuesta a morir… cuántas vidas vacías y cambiantes. ¡Vivamos por Dios y nuestra Señora! Y podremos morir por lo más valioso que es el Reino de Dios.

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