Equilibrio de alma

Tanto en el recogimiento para celebrar la Pasión del Señor como en el júbilo con la Resurrección, Dña. Lucilia sabía colocar a sus más allegados en la clave católica del verdadero equilibrio.

La conformidad de Dña. Lucilia con el espíritu de la Iglesia la había convertido en una eximia cumplidora de las prácticas religiosas, en aquellos idos tiempos de la década de 1920, impregnados aún por el perfume de la benéfica presencia de San Pío X en el solio pontificio. Amaba el sagrado esplendor con el que la liturgia enriquece las solemnidades religiosas conmemorativas de los principales misterios de la fe. Y ella, al igual que los fieles que se asociaban a tales celebraciones, ya fuera por el ejercicio de las prácticas y devociones recomendadas por la Iglesia, ya por la asistencia a los oficios divinos, siempre que su frágil salud se lo permitiera, comparecía a éstos piadosamente.

Sin embargo, no se limitaba a eso. En casa, procuraba crear el ambiente propio a las diferentes fiestas del calendario litúrgico. Tal era el caso del Viernes Santo y de la Pascua.

«Ved como Él está llorando por vosotros»

Durante la Semana Santa, no sólo en las iglesias, sino también en los hogares —como era tradición en todas las familias católicas— se cubrían las imágenes y los crucifijos con tejidos morados, se suspendían las diversiones de los niños, los mayores se abstenían del juego, la mayoría de las personas vestía de luto y todos hablaban en voz baja en señal de duelo por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo.

Doña Lucilia congregaba a los pequeños a su alrededor y les explicaba, con un tono de mucha gravedad, cada paso de la Pasión, haciéndoles ver las funestas consecuencias del pecado. A fin de mover a sus pequeños oyentes a la compasión para con Nuestro Señor, les enseñaba piadosos grabados y, con palabras accesibles a la comprensión infantil, les decía:

—Mirad cómo llora por vosotros. Está llorando también por los demás, porque sufrió por todos…

El Viernes Santo reunía a todos los parientes que vivían en su casa y a las tres de la tarde organizaba una vigilia de oraciones ante un crucifijo, heredado de su añorado padre.

Comenzaba el acto con la letanía del Sagrado Corazón de Jesús; le seguía la letanía de la Virgen; después pedía por el alma de éste, de aquel —no había persona fallecida, de la familia, por cuya alma se olvidase de orar. Intercalaba las oraciones vocales con intervalos en los que se rezaba en silencio y todos permanecían en actitud de recogimiento. Nadie se atrevía a salir.

Una vez que todo había terminado, Dña. Lucilia dejaba una vela encendida delante del crucifijo expuesto, hasta casi extinguirse. Al día siguiente, después de rezar una breve oración, cogía aquella santa imagen de nuestro Redentor, la envolvía en un papel de seda y la guardaba en un cajón hasta el próximo año.

Crucifijo ante el cual Dña. Lucilia reunía a sus familiares el Viernes Santo

Tras las graves tristezas de la Semana Santa llegaban, a partir del mediodía del Sábado de Aleluya, las triunfales alegrías de la Resurrección, que ella se encargaba también de transmitírselas a los niños. En varias esquinas de la ciudad se veía la tradicional fiesta del Manteo o Quema del Judas, en la cual los pequeños vengaban la traición mil veces infame cometida contra Nuestro Señor Jesucristo.

El mismo sábado, Dña. Lucilia ya organizaba el paseo del día siguiente, donde no faltaban manjares y golosinas, tan del agrado de los muchachos, y cuya preparación siempre dirigía.

Domingo de Pascua en el parque Antártica

Desde la salida del sol, el día se anunciaba como un inocente y feliz Domingo de Resurrección de los lejanos años de 1915 o 1916. La víspera, como era habitual todos los años, Dña. Lucilia llenaba una cesta de mimbre con huevos de Pascua, bebidas y bocadillos, ya que era una costumbre en la familia llevar a los niños de pícnic.

En determinado momento, se abría la puerta del palacete Ribeiro dos Santos y, bajo la vigilancia de las institutrices, salía un tropel de chiquillos que, apiñados en taxis, iban en alegre algarabía por las entonces tranquilas calles de los Campos Elíseos. Junto a ellos, amparándolos con su diligente y sosegada presencia, iba Dña. Lucilia. Por lo general escogía el parque Antártica para la fiesta al aire libre.

Al llegar, les daba libertad a los niños para que fuesen a jugar por las diferentes alamedas ajardinadas, cubiertas por la sombra de imponentes árboles. Mientras los pequeños se dispersaban, las institutrices, bajo la orientación de Dña. Lucilia, escondían entre la vegetación apetitosos bocadillos de sardinas portuguesas, lomo de cerdo, jamón y queso, con rodajas de huevos duros, además de huevos de Pascua de chocolate o de azúcar cande, envueltos en papeles plateados. Estos últimos ofrecían la agradable sorpresa de contener bombones. Cuando todo estaba listo, los niños acudían alegres a la voz de Dña. Lucilia, que los llamaba para que fueran a descubrir aquellas delicias.

Llegaban veloces. Plinio, que no era nada entusiasta de las carreras, se quedaba atrás, pensando consigo mismo: «Mamá ya lo solucionará». Mientras los otros, con avidez, iban en busca de los tesoros culinarios escondidos, y las manifestaciones de alegría delataban que habían sido encontrados los primeros manjares, él se acercaba a Dña. Lucilia, que complacida observaba toda aquella vivacidad infantil, y le preguntaba:

—Bueno, ¿dónde están las cosas?

Cariñosamente ella le respondía:

—Hijo mío, ¡tienes que buscarlas!

Poco después insistía:

—Pero no sé dónde pueden estar…

Entonces, mirando en la dirección en donde había algo escondido, sonreía diciendo:

—Hijo, a ver si encuentras algo por allí.

Confiando en que el consejo materno siempre indicaba el camino correcto, siguió el rumbo trazado por la mirada de Dña. Lucilia, que permanecía sentada observándolo. Si tardaba en encontrar las deseadas iguarias, se levantaba e iba hacia él que, siempre muy enfático, nuevamente le decía:

—Mamá ¡que no estoy encontrando esos huevos! Dime, por favor, dónde están, que no los encuentro…

Ella, a su vez, lo animaba:

—¡Busca, busca! Mira un poco por ahí.

Finalmente, Plinio descubría algunas golosinas, que, por cierto, eran sus manjares predilectos, escondidos especialmente para él… Luego abrazaba y besaba a Dña. Lucilia como expresión de filial agradecimiento. A continuación, ella le ordenaba con afecto:

—Vete a jugar, hijo mío.

Aureola de sublimidad, que atraía

Por su placidez y serenidad, en medio de aquella inocente alegría, Dña. Lucilia les enseñaba a los niños a buscar la verdadera felicidad sólo en las formas de placer que conservan y desarrollan un bienestar sólido, tranquilo, ameno y sonriente. No valía la pena sacrificarla por nada que conllevara turbación, aun cuando esto pudiese producirles una seudo alegría.

Ella era incompatible con modos de ser febriles y agitados. A ello contribuía el equilibrio de su temperamento, siempre recto en la fruición y verdadero símbolo del orden.

En consecuencia, su alma era ávida de todo cuanto es bello y maravilloso, creando a su alrededor una aureola de sublimidad.

Testigos de entonces no dudan en afirmar que, en más de una ocasión, observaron que cuando Dña. Lucilia estaba en una sala el ambiente era uno y cuando salía, cambiaba completamente. Por eso los niños de la familia buscaban tanto su compañía.

Extraído, con adaptaciones, de:
Doña Lucilia.
Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 193-197.

 

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