El verdadero modo de ejercer la autoridad

A propósito de una fotografía de la catedral de Viena y del filme de la coronación de la reina Isabel II de Inglaterra, el Dr. Plinio teje oportunas consideraciones sobre la forma de ejercer el mando.

El mando, entendido en su sentido estricto, es el poder que a una persona investida de autoridad religiosa o civil —ya sea un militar o meramente un administrativo— le da derecho a decirle a un subalterno: «¡Piensa de este modo porque así es como se debe pensar!», «¡Hazlo de este modo porque así es como se debe hacer!; o bien: «¡No pienses de esa manera porque estás equivocado!», «¡No lo hagas así porque está mal!».

Existe, pues, una escala de poderes, para ordenar el pensamiento o la acción, que lleva al individuo sobre el que se ejerce el mando a alterar el curso de lo que piensa o hace, según lo que la autoridad disponga.

Obstáculos de la naturaleza humana para obedecer

En la naturaleza humana hay, sin embargo, muchos obstáculos a la obediencia. A menudo, el hombre no quiere obedecer porque tiene la tendencia innata, desfigurada por el pecado original, de hacer lo que cree que debe realizar y no lo que el otro le está mandando. Por ello, cuando no comprende una orden o no está de acuerdo con ella; cuando se trata de una orden penosa, que conlleva un sacrificio que juzga innecesario; cuando el sacrificio es necesario, pero le desagrada; o por todas estas razones juntas, el hombre se indigna y tiende a sublevarse contra la autoridad, diciendo: «Te voy a enseñar cómo funcionan las cosas. No obedeceré».

Entonces se configura una situación enfermiza y peligrosa: una crisis en las relaciones entre quien manda y quien obedece. En ese caso, es preciso que la autoridad comprenda que esa coyuntura puede derivar en un resultado imprevisto. Si da órdenes en un estilo duro y gritón —«¡Te estoy obligando! ¡Agacha la cabeza!»— es posible que el problema se agrave y que el súbdito, ofendido por el remedio aplicado, sea conducido a una explosión, una huida, una ruptura o hasta una agresión.

Dicho desenlace no es la victoria sino el fracaso de la autoridad.

En general, la orden es dada en beneficio del subalterno

Esto se entiende tanto más cuanto que, en general, la orden es dada en beneficio de quien está obedeciendo, incluso aunque le suponga un sacrificio.

Por ejemplo, la autoridad envía un soldado a la guerra. Aparentemente no es en provecho suyo, porque puede regresar tullido, mutilado o muerto. No obstante, por el orden natural de las cosas, cuando un país es agredido, todos los miembros válidos de esa nación deben aceptar la convocatoria hecha por la autoridad: tomar las armas y luchar. Pues, de lo contrario, el país desaparece. Esto está muy bien expresado en el Libro de los Macabeos (cf. 1 Mac 3, 59): más le vale al hombre morir que vivir en una tierra devastada y sin honra, es decir, en una tierra en la cual los que la habitan no tienen el sentido del honor, el sentido de la resistencia hasta dar la sangre para mantener en alto la bandera nacional y, sobre todo, el estandarte sacrosanto de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, patria de las almas de todos los vivientes. Por ello, el que recibe la orden: «¡Vaya a combatir!», sale beneficiado.

Sin embargo, a menudo no lo entiende así —es difícil imaginar que todos los hombres lo comprendan con facilidad, máxime en la hora del peligro— y puede rebelarse.

Si eso sucede, la autoridad —que lo está enviando por el bien común y por el bien del individuo— obtendrá como resultado que el mal se instale en su alma. Y su propia deserción será un mal para el país, porque todo soldado que deserta le substrae a la nación una fuerza que le pertenece. Conclusión: un fracaso de la autoridad.

La relación padre e hijo en el mandar y el obedecer

Ante el rechazo o el recibimiento malhumorado de quien obedece de mala gana, relajadamente, «minimalistamente», haciendo lo menos posible, la autoridad afronta un problema moral y psicológico que debe resolver.

¿Cuál es el problema?

Cómo actuar sobre el alma de ese súbdito de modo que cambie de ánimo, quiera hacer lo que debe y no se rebele contra la voluntad de su superior; y que, por el contrario, exista un consenso entre él y la autoridad, y de esa manera las relaciones entre quien manda y quien obedece alcancen el auge de la normalidad, que es la relación padre e hijo.

Un buen padre que manda sobre un buen hijo es el auge de la disciplina. Y el que ejerce la autoridad debe hacer lo posible por establecer ese modo de relación con su súbdito.

¿Cómo se consigue eso?

En primer lugar, el superior ha de hacerse entender en todos los sentidos —digo en todos los sentidos a propósito—, de manera que el subalterno se encuentre en tal disposición que en él no surjan las olas de la inconformidad, sino que, por el contrario, tenga alegría y buena disposición de alma en hacer lo que debe.

La colaboración de la bondad con la fuerza

Catedral de San Esteban, Viena

Existe una postal de la catedral de San Esteban, de Viena, fotografiada de noche, donde se la puede ver bastante iluminada, en la que se aprecian dos construcciones completamente distintas: una torre enorme, pero muy delicada —esbelta y fuerte al mismo tiempo— y, a su lado, un edificio mucho más bajo, como apoyado en la audaz torre de la catedral. Da la impresión de una casa de familia adosada a una fortaleza; o de una esposa junto a su esposo. El esposo es la torre: fuerte, enérgico, luchador. La esposa, el segundo edificio: delicada, madre de familia amorosa.

La colaboración de la bondad con la fuerza, para dar la figura del estado temperamental de quien ejerce la autoridad, se deja ver en este símbolo de la Iglesia, que es la autoridad de las autoridades. Sin ella ninguna autoridad tiene el fundamento necesario ni prevalece durante el tiempo necesario.

La autoridad de quien representa el derecho, la bondad, la delicadeza sería demasiado frágil para subsistir sin la fuerza. Pero la fuerza sería demasiado bruta sin esa dulzura. La conjugación de ambas virtudes hace que el súbdito, en sus buenos momentos, se empape de la dulzura y, en sus momentos difíciles, tenga sus «abultamientos» de alma alisados a la garlopa por la acción de la fuerza. Y así se establece el equilibrio de las relaciones humanas.

Ceremonia de coronación de la reina de Inglaterra

Este modo de entender la autoridad hizo que, en el tiempo áureo de las monarquías católicas de Europa, hubiera en todas las ceremonias del trono una mezcla de majestad y de fuerza.

Como reminiscencia de ellas tenemos, por ejemplo, la coronación de la reina de Inglaterra.

En el cuerpo de la iglesia, se veía al clero anglicano con ornamentos vagamente parecidos con los de la Iglesia Católica y, por tanto, vagamente bonitos. Tribunas especiales acogían a los nobles, todos con las coronas correspondientes a sus respectivos títulos de nobleza. Frente al altar, muy próximo a éste, estaban los tronos donde se sentarían la nueva reina y su esposo; a derecha e izquierda, los asientos para los miembros de la casa real inglesa. Y también figuraban los miembros de las casas reales de otros países de Europa, que habían acudido a la coronación.

La ceremonia fue lindísima y un número enorme de personas del pueblo asistió en el interior de la amplia abadía de Westminster.

Se hizo un largo cortejo acompañando a la reina, desde el palacio de Buckingham hasta la abadía. Las principales figuras de la ceremonia desfilaron en carrozas tradicionales doradas, con pinturas, ventanas de cristal, plumas y lacayos con sombreros de tres picos.

Durante todo el recorrido se veían príncipes europeos con sus magníficos uniformes y sus condecoraciones. También destacaban marajás, sultanes y toda clase de potentados del mundo aún misterioso de Oriente, algunos desplazándose en sus propios carruajes, que habían llevado ellos mismos.

Luego pasaron los hombres eminentes, como Churchill y Eden, que habían salvado Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. Había un entusiasmo enorme.

Alguien podría decir: «¿Para qué sirve todo esto?».

Para ungir —en el sentido propio de la palabra, es decir, recubrir con el óleo de la comprensión, de la admiración, del respectivo amor— las relaciones entre el rey y la reina, por un lado, y el pueblo, por otro; para que éste comprendiera qué es un rey y una reina, qué es mandar y obedecer. Pero también para que hubiera tal comprensión por parte del rey y de la reina, al comprobar aquel entusiasmo que llegaba hasta ellos de todas partes, desde los altos edificios de Londres llenos de gente en las ventanas engalanadas, que los saludaban al pasar. El pueblo abarrotaba las calles, incluso de barrios pobres, colocados por todas partes, encaramados en los postes, en los tejados de las casas, y aplaudiendo, aplaudiendo, aplaudiendo. Y los monarcas los saludaban.

Amor y admiración

¿Qué quería decir este «dueto»?

Significaba: «Nosotros nos queremos, comprendemos lo que cada uno es para el otro. El principal fundamento de nuestras buenas relaciones consiste en el amor recíproco, y la razón por la cual nos amamos es el hecho de entendernos, querernos y admirarnos».

Donde el amor admira, la admiración ama, la buena inteligencia se establece; y donde se da esa mutua visión, ese mutuo entendimiento, las instituciones se vuelven sólidas. La base de aquellas buenas relaciones es el amor y, secundariamente, el temor. Se aman porque se comprenden, y se comprenden porque supieron mostrarse el uno al otro en su mejor aspecto. Y ese entendimiento dura un reinado entero.

Digamos que los aplausos al inicio de un reinado van hasta el toque de difuntos de su término. Y en el comienzo del nuevo reinado, todos se preparan para nuevos aplausos y nuevo toque de difunto, cuando acabe. Es una fuente continua de amor, de admiración, de esperanza cuando un reinado nace; de tristeza cuando muere; de afecto en todas las ocasiones. Esto hace fuerte a la nación, como una torre levantada en medio de una llanura; nada puede atentar contra ella.

Pero esta actitud no debe existir únicamente en los grandes días, sino también en la vida diaria. Un rey que sólo presente un aire regio en su coronación, y que tenga modales un tanto apocados en lo cotidiano, está suicidándose y destruyendo paso a paso lo que construyó el primer día de su reinado.

Aspectos de la ceremonia de coronación de la reina Isabel II el 2 de junio de 1953 – Escenas del documental «A Queen is Crowned»

Un reinado es una coronación continua, una reafirmación continua de la corona, por parte del rey, de la reina y de los miembros de la familia real donde quiera que estén. El propio burbujeo de la mutua comprensión, de la mutua admiración, del mutuo amor es el que hace que le sea más fácil a la autoridad mandar.

El sacrificio de la seriedad permanente

Los antiguos expresaban estas verdades —que estoy tratando de resumir con la escena grandiosa de la coronación— de mil maneras diferentes en la vida cotidiana.

Por ejemplo, en el modo por el cual en incontables hogares de toda la cristiandad, aún a mediados del siglo XIX, los padres siempre bendecían los alimentos cuando llegaban a la mesa, tanto en casas pobres como en palacios. El padre se sentaba primero, después todos le seguían. A su lado, en una silla menos imponente, pero en un lugar más accesible, se acomodaba su esposa. Ellos presidían la comida como presidían la vida de su familia, así como esa circulación mutua de amor y de admiración, que forma la esencia de la buena ordenación de las cosas.

Esto supone por parte de todos, un sacrificio: el de la seriedad permanente. Nunca una broma sin ton ni son, vulgar; sobre todo una broma sucia o inmoral, au grand jamais, nunca jamás.

Al contrario, existía una conversación afable, agradable, en que cada uno contaba las novedades que conocía, y todos se interesaban en la vida de los demás. Era una convivencia despreocupada que, en los días festivos, continuaba después de la comida durante el tiempo que quisieran. Después la familia se dispersaba: cada cual se iba a su rincón, pero con el corazón lleno de amor.

Ésta es la familia patriarcal, verdadera base de la sociedad. En ella vemos bien qué es el mando, pues el hijo podía ser mayor de edad, pero cuando el padre daba una orden obedecía contento porque se trataba de la voluntad de su padre.

La autoridad nunca debe buscar ventajas personales

En esta atmósfera de afecto y de mando se ejerce la influencia, que es la actitud de alma por la cual alguien transmite no sólo una convicción, sino un sentimiento, un amor: o comunica un odio al mal, lo que a veces es indispensable saber hacerlo. Mientras no exista la conjunción armónica de odio y de amor, nadie habrá aprendido a mandar.

Comida en familia – Real monasterio de Brou, Bourg-en-Bresse (Francia)

Esto también se aplica a la vida cotidiana de los miembros de nuestro movimiento, con los dirigentes inmediatos de las funciones, de las secciones o de las comunidades en las que viven, y con los demás, hermano con hermano, igual con igual, viviendo del mismo modo, con el mismo principio de armonía proporcional, del odio y del amor a cosas mucho mayores que nosotros, que nos exceden por completo. No estamos juntos única ni principalmente porque nos queremos, sino esencialmente porque queremos a aquel para el cual nacimos, queremos a Dios, a la Virgen, a la Santa Iglesia, queremos el Reino de María. Y nos queremos porque juntos queremos el mismo ideal.

Este ideal es tan grande, tan verdadero, tan perfecto, que lo hacemos todo por él. Consecuencia: lo hacemos todo unos por los otros y, en el momento en que unos mandan y otros obedecen, un particular amor, una particular solidaridad nos reúne.

El subalterno debe tener el siguiente pensamiento: «Me está mandando para gloria de Nuestra Señora. ¡Voy a obedecer!». Y el superior: «Estoy ejerciendo la autoridad para gloria de Nuestra Señora. Con qué cuidado, respeto, afecto, voy a dirigir esta alma, que ha sido puesta en mis manos para que yo mande en ella. ¡Sabré escoger la hora y la palabra apropiada, en el momento en que yo vea que este hijo mío está en crisis! Y elegiré hasta la inflexión de voz y la mirada oportunas, para ayudarlo a levantarse de los escombros de sí mismo y a rehacerse. Es necesario que sienta que estoy con más pena de él de la que él tiene por sí mismo, porque eso no da en molicie sino en estímulo. Sin embargo, ¡quiero que cumpla con su deber!».

Cuando esto sucede y el subalterno percibe que la autoridad no busca ninguna ventaja personal, sino solamente la victoria de la causa de la Contra-Revolución, ahí habrá aprendido a mandar. 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Dr. Plinio. São Paulo. Año XV. N.º 174
(set, 2012); pp. 6-13.

 

1 COMENTARIO

  1. Debo confesar que me he quedado impresionada por este artículo del Sr. Dr. Plínio sobre «el verdadero modo de ejercer la autoridad»…

    Cómo va desgranando lo que significa la autoridad en los distintos ambientes: Civil, religioso y familiar. Cómo el pecado original nos obstaculiza la obediencia. Cómo podemos fracasar en la autoridad si no unimos la bondad con la fuerza.

    Es todo un tratado de psicología que llega a su núcleo cuando afirma que, mientras no exista la conjunción armónica de odio y de amor, nadie habrá aprendido a mandar; y que debemos así manejar la escala de valores correcta para que el subalterno pueda decir: “Me está mandando para gloria de Nuestra Señora, ¡voy a obedecer!”, porque de hecho el superior tenga presente: “¡Estoy ejerciendo la autoridad para gloria de Nuestra Señora!”. Ambos, cada uno en su puesto, se dirigen al Cielo, pues no buscan ninguna ventaja personal sino solamente la victoria de la causa de la Contra-Revolución.

    Infinitas gracias, Sr. Dr. Plínio, por todas y cada una de sus enseñanzas. Sólo en el Cielo podremos pagarle todo lo que hace por nosotros.

    Fé Esperança e Caridade Colao García
    Asturias – España

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