«¡Todo es gracia!», decía Santa Teresa del Niño Jesús, sin conocer a fondo teología… Es lo que sucede con los santos: son asistidos por una acción especial del Espíritu Santo, que los lleva a afirmar elevados principios doctrinales sin haberlos estudiado.
Y la máxima de la santa de la pequeña vía se aplica de modo particular a la conversión de un alma.
Fruto de una iniciativa divina
Nadie busca convertirse por impulso propio: se necesita una gracia operante especial para mover las almas a cambiar de vida
Santo Tomás de Aquino1 afirma categóricamente que la conversión es una gracia que viene de Dios, como fruto de una iniciativa suya. Es decir, nadie busca convertirse por impulso propio, sino que Dios crea una gracia para tocar profundamente esa alma. Por lo tanto, el primer paso hacia la conversión es dado por un impulso de la gracia. Éste es un principio teológico que fue objeto de discusión incluso con los pelagianos.2
Así lo explica con precisión el docto P. Garrigou-Lagrange: «No es en virtud de la deliberación ni de un acto anterior lo que hace que el pecador, en el momento de su conversión, sea movido a querer eficazmente el fin último sobrenatural, porque todo acto anterior es inferior a ese querer eficaz, y [su eficacia] no puede sino predisponerlo favorablemente. Es necesaria, pues, una gracia operante especial».3
Es decir, cualquier esfuerzo o acto previo encaminado a un cambio es inferior a esa gracia, de modo que no produce la conversión.
Por lo tanto, la conversión es una gracia operante y eficaz: una vez dada por Dios, produce aquello para lo que fue creada, sin posibilidad de que la persona la niegue ni oponga obstáculos o resistencia. Al recibir esta gracia, se convierte y pasa a ser lo que Dios quiere.
Una loca ilusión
Con frecuencia, el apóstol se engaña al pensar que es él quien convencerá con tal o cual método al individuo objeto de su predicación, bien porque posee luces especiales y conocimiento de la doctrina católica, bien porque es una persona muy simpática, de agradable conversación, dotada de un don de atracción y de un carisma con el que encandila a su interlocutor. Ilusión y locura, ¡porque eso no es verdad!
¡Lo que convierte a una persona es la gracia! Si Dios no toma la iniciativa, por mucho que uno hable y se valga de raciocinios para convencerla, la persona se resiste, y las habilidades y la diplomacia del apóstol quedarán en nada.
Una imagen creada por el Prof. Plinio Corrêa de Oliveira ilustra bien esta realidad. Si Nuestro Señor Jesucristo, con toda su sabiduría divina, quisiera hacer apostolado con los trescientos sabios más grandes de la historia, pero prescindiera de la gracia que Él mismo crea, no movería a uno solo de esos sabios a la práctica de un acto de virtud siquiera.
Así pues, no sirve de nada querer hacer apostolado abstrayéndose de la gracia, porque es imposible. La principal acción de un apóstol es la oración. Si no reza, no conseguirá nada, por mucho que se crea un coloso.
Todo depende de la gracia
Esa primera gracia de conversión es un arrebato de la voluntad, un prodigio puesto por Dios en el alma.
Desde el momento en que el individuo se convierte y ya quiere eficazmente su fin último, comienza a poner en práctica los medios para ello, ayudado e impulsado también por otra gracia, sin la cual no lo haría. Empieza a recibir gracias cooperantes —aquellas en que el alma es movida por Dios, pero requiere la contribución de la voluntad—, que la invitan a dar adhesión a lo que fue objeto del encanto producido por la gracia operante.
La labor del apóstol será, entonces, tratar bien al sujeto de su apostolado, ayudarlo, acompañarlo, explicarle lo necesario. Así facilitará la acción de la gracia cooperante y creará el ambiente para que ésta produzca los efectos de la gracia primera.
Cuando alguien tiene un buen pensamiento, la iniciativa ha venido de Dios, que lo sostiene y estimula. Esta gracia despierta en él un deseo de poner en práctica ese pensamiento, lo cual, a su vez, es otra gracia distinta de la primera; se trata de una segunda gracia.
Si el individuo corresponde a esta segunda gracia y, de hecho, toma una resolución en función de ella, otra gracia, diferente de las dos anteriores, entra en el acto que va a practicar después.
Lo pone en práctica y aparece un obstáculo. Para superarlo, tendrá que tomar una decisión: otra gracia. Ya son cuatro gracias distintas.
Después de esta victoria, en otras circunstancias, tendrá que repetir ese acto para precisamente perseverar en la virtud. Cada vez que lo haga, recibirá una gracia diferente.
Habiéndolo hecho muchas, muchas veces, se tornará virtuosa; al mirar atrás, para no sucumbir a la tentación de la vanidad, necesitará otra gracia. Y para llegar a la perfección de aquella virtud, una gracia más, porque sólo con esfuerzo no se llega a esto.
Luego, ¡todo es gracia!
El ejemplo de San Pablo
Fijémonos en magníficos ejemplos de santidad, como lo es San Pablo. ¡Qué santo tan extraordinario, fogoso, enérgico, decidido!
Pero él mismo afirma que era un criminal e incluso un abortivo (cf. 1 Cor 15, 8). Se dirigía a Damasco con la intención de dañar a la Iglesia de Dios y dar muerte a los cristianos, a quienes detestaba. Pues bien, fue en este camino donde cayó del caballo y, en poco tiempo, se transformó en apóstol.
San Pablo pasó de perseguidor a anunciador por un don de Dios: la gracia lo atrapó y, por misericordia, lo transformó
¿Cómo pasó San Pablo de perseguidor a anunciador? ¿Qué oración rezó? ¿Qué acto de virtud practicó que movió a Dios a concederle una gracia? ¿Qué hizo para merecer la conversión? ¡Nada! Al contrario, obró mal, quiso cometer crímenes, estaba empeñado en el malvado objetivo de perseguir a los cristianos… Y fue derribado del caballo porque el Señor así lo quiso.
Fue un don de Dios. La gracia lo alcanzó en determinado momento de su vida y, por misericordia, lo transformó de perseguidor en anunciador, en santo que convivió con Nuestro Señor Jesucristo en cuerpo glorioso durante tres años en el desierto, siendo instruido por Él.
He aquí la imagen que San Juan Crisóstomo nos da sobre la misericordia divina:
«Considera a Pablo, que primero fue blasfemador, después apóstol; primero perseguidor, después anunciador; antes prevaricador, luego dispensador; antes cizaña, luego trigo; antes lobo, luego pastor; antes plomo, luego oro; antes corsario, luego piloto. […] ¿Qué es, entonces, el pecado comparado con la misericordia de Dios? Una telaraña. Sopla el viento, la telaraña se deshace».4
Una conversión obrada por intercesión de la Virgen
¡Cuántos otros hechos similares existen! Tomemos, por ejemplo, el caso del P. Alfonso Ratisbona, fundador de la Congregación de Nuestra Señora de Sion.
Era judío de raza y religión, y un día entró en la iglesia de Sant’Andrea delle Fratte, de Roma, acompañando a un amigo que ya le había instado a que se convirtiera, sin resultado alguno. Tan sólo había aceptado llevar una medalla milagrosa en el bolsillo. Mientras su amigo fue a tratar un asunto en la sacristía, Alfonso Ratisbona se quedó junto a un altar lateral.
De repente, la Virgen se le aparece en lo alto del altar y le indica que debía arrodillarse. Alfonso así lo hace y allí mismo se convierte.
¡Esta es una conversión espectacular! ¿Quién podría hacer eso? Únicamente una gracia, por iniciativa de Dios.
Confianza en la misericordia
Se dice impropiamente que Dios tiene misericordia. La realidad, sin embargo, es mucho mayor: Dios es misericordia. ¿Qué es la misericordia? ¡Es la esencia de Dios!
«Dios precede su nombre con la misericordia. Por eso es llamado compasivo y misericordioso, piadoso y clemente, padre de las misericordias, Dios de todo consuelo, etc. (cf. Éx 34, 6; Sal 110, 4; 2 Cor 1, 3), para significar que es propio de Dios apiadarse y perdonar, y que la misericordia le es connatural, íntima y esencial, y de ella, como nombre propio, Dios se gloría».5
Toda criatura, incluso Nuestra Señora, tan sólo es una imagen de la misericordia divina y de ella participa. Si la Santísima Virgen nos perdona, imaginemos cuánto no lo hará Dios, más aún si contamos con su intercesión.
Si la Virgen nos perdona, Dios hace mucho más. A pesar de nuestras miserias y defectos, ¡no podemos desanimarnos nunca!
De modo que nosotros, que sufrimos con nuestras propias miserias, que cargamos con una serie de defectos, imperfecciones y caprichos —que forman parte de nuestra naturaleza humana caída por el pecado original, arruinada por los pecados de nuestros antepasados, por nuestros pecados actuales y por la situación deteriorada de nuestra generación— ¡no podemos desanimanos nunca!
Mientras no queramos continuar así, por relajación o tibieza, no nos perturbemos jamás. Confiemos en la misericordia de Dios, pidamos, pidamos y pidamos, que la solución llegará en algún momento. Por mucho que seamos el peor desastre de la historia, por muy grandes y complicados que sean nuestros problemas, para Dios todo eso no son más que telarañas. Él sopla y nada se le resiste, se desvanecen.
Si la Providencia actuó así con San Pablo, ¿por qué no va a apiadarse de nuestra generación, destruida por el proceso multisecular llamado Revolución?
«Grand Retour»: la gran conversión
Dios puede superar todo esto.
Todavía existen almas aquí, allá y acullá, que tienen sed de lo maravilloso y en las que hay destellos de preservación, porque la Revolución no ha adquirido un grado absoluto de universalidad. Ésta puede llegar más abajo —hasta el punto de que sean perseguidos y considerados desequilibrados, locos y anormales los que cumplen la ley de Dios—, pues, así como el límite de la perfección es el Cielo, el límite de la decadencia es el Infierno. Hasta dónde tolerará Dios esta situación, no se sabe…
Ahora bien, si el demonio tarda años en lograr que una persona decaiga, esta misma persona puede subir maravillosamente con una gracia operante, eficaz, sobreabundante.
El Espíritu Santo vendrá sobre la humanidad con gracias especiales, en un soplo divino que promoverá una conversión en masa
Ésa es la confianza que tenía el Dr. Plinio —confirmando un pronóstico hecho por San Luis Grignion de Montfort y basado en su predicción—, en la venida del Espíritu Santo sobre la humanidad con gracias especiales, en un soplo divino que, en medio de la inmoralidad, la locura y el caos, de repente, hará desaparecer no sólo las telarañas, sino las piedras del Himalaya que existen en nuestras almas. Entonces se producirá una conversión en masa impresionante. A esta gracia la llamaba Gran Retour.
En su obra Revolución y Contra-Revolución,6 el Dr. Plinio habla de un choque restaurador mediante el cual las personas, tras haber llegado a una decadencia que las lleva, metafóricamente, a comer las bellotas de los cerdos como el hijo pródigo, pueden tener de repente un resurgimiento. Por lo tanto, esta conversión experimentará un efecto verdaderamente maravilloso.
Ahora bien, la conversión es fulminante, pero ha de dar frutos y éstos son demorados: las construcciones, los modos de ser, el comportamiento, las externalidades deben ser otras. No se trata de una conversión en la que la persona se vuelva ipso facto como un angelito barroco en el Cielo; por el contrario, con las armas en la mano y luchando, tendrá que conquistarlo todo. Y esto no ocurre de la noche a la mañana.
Esta esperanza debe constituir nuestro horizonte, debe ser para nosotros el fundamento de la certeza de la victoria. No queremos otra cosa: que todos seamos uno; una sola doctrina, una sola religión, dirigidos por un solo pastor. Se trata de que no dejemos nunca de confiar en el amor y la intercesión de la Santísima Virgen. En determinado momento, nuestra palabra habrá sido atendida, oída, recibida, acogida: con base en la gracia que Ella nos obtiene y distribuye entre nosotros, nos transformaremos y Ella instaurará su Reino. ◊
Fragmentos de: Conferencias, 19/5/1997, 2/11/1997,
15/3/1998, 14/6/2000, 5/7/2000, 10/10/2008;
Clases, 2/8/2002, 30/8/2002;
Meditación, 17/8/1992.
Notas
1 Cf. Santo Tomás de Aquino. Suma Teológica. I-II, q. 109, a. 6. Véase el artículo de la sección «Santo Tomás enseña», de esta misma edición.
2 Cf. Garrigou-Lagrange, op, Réginald. Les trois ages de la vie intérieure. Paris: Du Cerf, 1951, t. i, p. 114.
3 Idem, p. 120, nota 1.
4 San Juan Crisóstomo. In Psalmum L. Homilía II, n.º 3-4: PG 55, 578-579.
5 Cornelio a Lápide. «Commentaria in Ecclesiasticum». In: Commentarii in Sacram Scripturam. Lugduni: Pelagaud et Lesne, 1841, t. v, p. 1083.
6 Cf. Corrêa de Oliveira, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 9.ª ed. São Paulo: Associação Brasileira Arautos do Evangelho, 2024, pp. 177-185.