La pequeña María estaba radiante de alegría al saber que aquel día sería consagrada al servicio de Dios. Su entrega como ofrenda inmaculada, hecha por Joaquín en las manos de Simeón, clamaba por la venida del Mesías esperado.

 

Un viaje de Nazaret a la Ciudad Santa duraba tres o cuatro días. Era corriente que en cualquier época del año los caminos de Israel estuvieran frecuentados por familias o grupos de peregrinos que subían a Jerusalén o que de allí regresaban.

Con la atención siempre puesta en el futuro Mesías y en su Santísima Madre, de quien quería ser su esclava, María iba contemplando durante el trayecto aldeas y paisajes, los cuales años más tarde serían recorridos por el divino Salvador anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios. Bien por el análisis sapiencial de la realidad geográfica, social y religiosa que tenía ante sus ojos, bien por una iluminación interior o incluso auxiliada por alguna visión, la Niña iba componiendo en su mente los episodios que en esos lugares se llevarían a cabo: aquí Él curaría a un leproso, más allá le devolvería la vista a un ciego, en otro sitio se enfrentaría a los pérfidos fariseos, más adelante instruiría a sus discípulos… La simple meditación de esas escenas abrasaba aún más su Corazón con el deseo de la venida del Enmanuel y de la Redención del género humano.

Fatigados porel largo viaje, llegaron finalmente a Jerusalén cuando el sol empezaba a ponerse en el horizonte. Después de instalarse, San Joaquín le comunicó la gran noticia: al día siguiente, a primera hora de la mañana, se dirigirían al Templo para la ceremonia en la cual Ella sería ofrecida al Señor.

Subiendo al Templo

Habiéndose despertado con los primeros rayos de la aurora y concluidos los últimos preparativos, el santo matrimonio se encaminó hacia el Templo llevando consigo a la pequeña María. Andaba radiante de alegría al saber que sería consagrada al servicio de Dios aquel día, pues su único y gran deseo siempre había sido este: convertirse en esclava del Señor.

La Virgen vestía una linda túnica de color lila adornada con delicados brocados, usaba sandalias de cuero y llevaba un velo que permitía ver las extremidades un poco onduladas de su cabello castaño claro. Caminaba en silencio, con mucha compenetración y modestia, llevada de la mano de Santa Ana mientras subían las escaleras. San Joaquín, por su parte, sujetaba una jaula con dos gorrioncillos, y los seguían algunos criados que cargaban con el ajuar y otras pertenencias de María.

Al ingresar en el Templo, los tres se arrodillaron y rezaron en silencio: San Joaquín se encontraba un poco más adelante e impetraba gracias para el acto de entrega de su hija que en breve se realizaría; Santa Ana y la Niña se quedaron un poco más atrás y lo seguían recogidas. Aunque también había otras familias en ese primer atrio, el ambiente estaba muy tranquilo, sin alboroto ni tumulto.

Tras concluir esa súplica al Señor, el santo matrimonio se dirigió con María a otro atrio más concurrido y, habiendo cruzado algunos salones, llamaron a una enorme puerta de dos hojas. En pocos instantes una joven, vestida con una túnica bermellón y velo blanco, los atendió y gentilmente les pidió que esperaran un momento. Regresó un poco después con dos sacerdotes: el sumo sacerdote de aquel año, anciano de carácter pésimo, y el sacerdote Juan, el cual, entre otras responsabilidades, supervisaba la formación de las doncellas del Templo, función ejercida más concretamente por algunas mujeres mayores y experimentadas.

Ambos sacerdotes ya sabían de qué se trataba, y el sumo sacerdote no lograba ocultar su descontento y malestar al verlos. Dirigiéndose a San Joaquín, intentó disuadirlo de su propósito alegando que María era aún muy pequeña y no se adaptaría a las reglas y régimen de vida del Templo. En realidad, trataba de disimular su antipatía, pues había intuido confusamente que la presencia de aquella Niña no aportaba buenos presagios para su facción.

El sacerdote Juan, por el contrario, se encantó con Nuestra Señora y sintió, en aquel breve contacto, un misterioso nuevo vigor de todas sus esperanzas mesiánicas. Como supervisor de su formación, se comprometió ante sus santos progenitores a cuidar de María y añadió que, por su mirada, percibía que Ella no sólo estaba preparada para soportar la disciplina del Templo, sino que también tenía mucho que enseñarles a sus compañeras.

Al terminar esa rápida conversación en la puerta, San Joaquín le entregó a María la jaula con los dos gorrioncillos y Ella, a su vez, la presentó al sumo sacerdote. Se trataba de un ritual seguido por todas las doncellas que ingresaban en el servicio de Dios: los dos pajaritos significaban su libertad y castidad, consagradas al Templo por las manos del ministro sagrado.

Tras este breve acto el sumo sacerdote se despidió. El sacerdote Juan los condujo por la puerta a una sala secundaria, similar a una capilla bien espaciosa, situada en un área más recóndita del Templo y reservada a los sacrificios e inmolaciones más importantes. Allí los esperaba Simeón, el cual oficiaría la ceremonia de presentación de María, acompañado por las maestras y doncellas que participarían en ella.

El rito de la presentación

El matrimonio entró en cortejo con la Niña desde el fondo de la sala hasta cerca del sacerdote. Entonces San Joaquín tomó la palabra y pronunció una oración compuesta improvisadamente:

—En este momento, Señor, ofrecemos nuestro más precioso tesoro, nuestra querida hija, María. Os la entregamos, pues merecéis lo que de mejor tenemos y que nos ha sido dado por Vos mismo. Que ella, al entrar en vuestro servicio en este lugar sagrado, camine inmaculada en vuestra presencia, sin que sus pasos jamás se desvíen de vuestra santa voluntad.

Todavía ante Simeón, guía espiritual de la familia desde los tiempos de sus nupcias, San Joaquín hizo la solemne entrega de su hija al cuidado del sacerdote Juan, diciéndole a ella:

—Hija mía, te entrego a este hijo de Leví para que seas ofrecida al Señor, a fin de que le sirvas a Él todos los días de tu vida. Sé una ofrenda inmaculada al Dios de nuestro pueblo y que Él nos visite con la venida del Mesías esperado.

De ese modo Juan quedaba, ante Dios, con la responsabilidad de velar por la formación de María y de protegerla durante su permanencia en el Templo, aunque Simeón fuera propiamente su padre espiritual. El joven sacerdote se dedicaría a esa misión con refinado celo y todas las energías de su alma, bajo la orientación de Simeón.

 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
«Maria Santíssima! O Paraíso de Deus revelado aos homens».
São Paulo: Arautos do Evangelho, 2020, v. II, pp. 127-133.

 

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