¿Cuál es el sentido de los adornos que lleva la doncella para agradar a su esposo y rey? Tales pormenores no lo encontramos en la Sagrada Escritura sino en un bello himno gregoriano medieval.

 

Imagen de Nuestra Señora del Buen Suceso –
Real Convento de la Inmaculada Concepción – Quito, Ecuador

«Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida tu pueblo y la casa paterna; prendado está el rey de tu belleza: póstrate ante él, que él es tu señor. […] Ya entra la princesa, bellísima, vestida de perlas y brocado; la llevan ante el rey» (Sal 44, 11-12.14-15). Y encantado con su belleza, él le dice: «Quiero hacer memorable tu nombre por generaciones y generaciones, y los pueblos te alabarán por los siglos de los siglos» (Sal 44, 18).

El salmista narra aquí una escena festiva: el desposorio entre un rey misterioso, agraciado, elocuente, defensor de la justicia y amante de la verdad y una hermosa princesa. Salones nobles y cánticos alegres, perfumes y vestidos suntuosos, un séquito de vírgenes y regalos de monarcas…

Este salmo destaca la figura de la «bellísima princesa» que, con paso lento, entra en el palacio real. Dándose en perenne matrimonio al rey, se convierte en madre de una numerosa prole y recibe, a través de ese vínculo, una herencia regia.

El alma piadosa asociará sin dificultad esa graciosa reina a la noble Virgen, llamada a unirse con el Sumo Rey. No obstante, pocos habrán prestado atención en su ropa de «perlas y brocado» de la que nos habla el salmista y que, como todo en María Santísima, posee una explicación sobrenatural.

¿Cuál es el sentido de los adornos que lleva la doncella para agradar al rey? En este salmo no encontramos tales pormenores… Sin embargo, un anónimo autor medieval —muy probablemente un monje iluminado por inspiraciones angélicas— fue capaz de desvelar algo de ese misterio.

Lo hizo componiendo un himno en honor de la Reina de la Creación, el Ave Virgo nobilis,1 en el cual le ofrece una corona engastada con piedras preciosas, simbolizando las sublimes virtudes con las cuales Dios adornó su alma.

En ese canto gregoriano vemos refulgir, por ejemplo, la soberbia hermosura del topacio, piedra que representa la visión que Nuestra Señora tiene de Dios, reconociéndolo y amándolo en todo y en todos, hasta el punto de arder intensamente de amor a Él.

También encontramos la legendaria belleza de la esmeralda, que por sus límpidos y verdeados reflejos bien puede designar la excelsa pureza y gracia de los actos de virtud de María Santísima.

Vinculada al don del equilibrio, por auxiliar a los hombres a salir de horribles vicios, está la tan conocida amatista. Al ser la más valiosa entre los cuarzos por sus diversos tonos de púrpura o violeta simboliza en esa corona el amor y la predilección que Dios tiene por la Virgen, la más perfecta de sus criaturas.

¡Cómo no contemplar la más llamativa variante del corindón: el rubí! En los tiempos antiguos se pensaba que esta gema era la «sangre de la tierra» y por eso lo asociaban al sufrimiento y al amor, pues esta cualidad lleva al individuo a ofrecerse en holocausto en función del objeto amado. Pero él se encuentra en esta diadema como representación del renombre de la Virgen, que, cual luz que «disipa las tinieblas de la noche», se extiende por todo el mundo.

Finalmente, nos topamos con el fulgor seductor del diamante… Reyes y nobles incluían esta preciosa gema, otrora procedente exclusivamente de la India, entre sus riquezas.

El hecho de ser la única gema compuesta por tan sólo un elemento químico, el carbono, hace de ella el material más duro de accidente natural que se conoce. El diamante debe su belleza a la propiedad de alta refracción y dispersión de la luz. Y, como adorno de esta mariana corona, posee una valiosa simbología: Nuestra Señora, más fulgurante que el sol, establece una inquebrantable alianza con cada uno de sus hijos, resistente a cualquier golpe y adversidad.

Piedras Preciosas

Y al final de la contemplación de tan magníficos simbolismos, impelido por el amor a esta noble Reina, el humilde monje se une a los ángeles y santos del Cielo y a toda la Creación para exclamar lleno de admiración: «Dignaos, oh Esposa gloriosa, aceptar clemente esta humilde corona de joyas, que hoy os ofrecemos. Amén».

 

Notas

1 COMISIÓN DE ESTUDIOS DE CANTO GREGORIANO DE LOS HERALDOS DEL EVANGELIO. Liber Cantualis. São Paulo: Salesiana, 2011, pp. 134-140.

 

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