Pocas figuras hay más respetables que los patriarcas de la Antigua Alianza —Abrahán, Isaac y Jacob—, cuya historia el divino Espíritu Santo quiso perpetuar en las páginas de la Sagrada Escritura. Sus vidas se desarrollaron repletas de promesas y simbolismos; y el infortunio con el cual Jacob se halló en su juventud es un contundente ejemplo de ello.
Al estar Isaac, su padre, ya anciano, enfermo y con la vista debilitada, sobre los hombros de su madre, Rebeca, recayó la responsabilidad de hacerse cargo de la familia, especialmente en cuanto al porvenir de sus dos hijos.1 No obstante, entre ambos se había establecido una profunda enemistad; y Esaú andaba buscando matar a Jacob.
¿Qué protección podría darle a su hijo menor, tan bueno e inocente, pero incomparablemente inferior en fuerza física al mayor? Con el corazón destrozado, Rebeca no encontró otra solución: envió a Jacob a una tierra lejana, donde podría hospedarse en casa de un pariente, Labán, y así escaparía de la furia de Esaú. Tras despedirse de sus padres, pensando quizá que jamás volvería a verlos, se marchaba el depositario de la promesa.
Sin las actuales facilidades de locomoción, el viaje iba a durar varios días. Por tanto, cuando el sol se puso al final de la primera jornada, al joven le quedaba un largo camino que recorrer. Entonces se detuvo a descansar, sin otra comodidad que una piedra como almohada. En la oscuridad de aquella noche, algo sublime ocurrió: en sueños, Jacob vio una inmensa escalera por la que subía y bajaban ángeles. Se despertó sobrecogido y exclamó: «Qué terrible es este lugar: no es sino la casa de Dios y la puerta del Cielo» (Gén 28, 17).
La Casa que Dios se construyó para sí
Tal vez el grandioso Templo de Salomón, edificado siglos después por manos peritas, pero humanas, con maderas preciosas, pero perecibles, haya sido el más esplendoroso reflejo de la «casa de Dios» que Jacob contempló en aquella ocasión. Sin embargo, la verdadera Casa de Dios tiene a Él mismo como arquitecto y su memoria no perecerá: todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1, 48), porque aquel a quien los Cielos y la tierra no han podido contener, se recogió en su seno.
Ese templo es María Santísima, en el que «habitó Dios, no sólo por naturaleza, por esencia, presencia y potencia, como en el mundo; no sólo por la gracia, por la fe, esperanza y caridad, como en la Iglesia; no sólo por la gloria, por la visión del sumo bien, la fruición y posesión perpetua de aquel infinito tesoro, como en el paraíso; sino que está en ella por inhabitación corporal».2
Aunque en el tiempo María no haya sido la primera de las criaturas que salió de las manos del Altísimo, incluso antes de que los peces pulularan en las aguas, las aves surcaran el aire y los frutos se multiplicaran en la tierra dadivosa, Dios ya sabía su nombre y la había escogido para sí. No es otra la enseñanza de la Santa Iglesia, expresada por Pío IX en la bula Ineffabilis Deus: «[El Creador] eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de Ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola Ella se complació con señaladísima benevolencia».3
¿Quién como María?
En la primavera de la vida, las esperanzas iluminan el camino del hombre, los sueños pueblan su mente y el futuro le invita, sonriente. Pese a esto, no hay quien no experimente, pasados unos pocos o muchos años, lo que se denomina frustración, sea cuando las expectativas no son alcanzadas, sea cuando algo podría haber sido mejor de lo que fue. Sin embargo, los más crueles desengaños, que hieren el corazón del alma, no se producen cuando los deseos o proyectos fracasan, sino cuando alguien, a quien se admira, resulta no ser tan perfecto como uno imaginaba o incluso indigno de tal consideración.
Ahora bien, ¿quién de entre los descendientes de Adán está exento de defectos? Taras físicas, lagunas morales, deficiencias de temperamento o de carácter… Al menos a una debilidad, ¡todos están sujetos! Todos, es verdad, excepto María, la cual es puerto seguro que guía y fortalece a los que se encuentran desorientados entre las decepciones de la convivencia terrena.
Entre todos los seres humanos, la Virgen es la única que no podía ser mejor de lo que es,4 pues a aquella que Dios llamaría «Madre» le convenía ser tan pura que era imposible concebir pureza más grande, fuera de Dios.5 En los días sin principio de la eternidad, el Creador «pensó» en María y, en su amor de predilección, no podría haberla concebido más perfecta.
Esto es una verdad construida sobre sólidos cimientos y no solamente un juego de palabras e ideas organizadas con propósito literario para animar a las almas sin esperanza.
Bendita por su fruto y por su santidad
San Buenaventura6 enseña que se puede contemplar a la Santísima Virgen bajo tres aspectos: en la gracia de su concepción, en la gracia de la santificación y en su naturaleza corporal.
A pesar de ser hija de Eva, Nuestra Señora no heredó la naturaleza degradada por el pecado, y sus cualidades humanas son excelentes en grado sumo. Basta mencionar que su inteligencia, por ejemplo, además de robustecida por la ciencia infusa, es tan penetrante y abarcadora que supera a la de todos los sabios de la Historia, como explica San Bernardino de Siena: «¿Cuán grande es la diferencia entre vuestro entendimiento y el de María? Tan enorme como la de entender qué es una pata de una mosca y comprender todas las cosas. […] Pero pongamos un ejemplo mejor: tomemos el entendimiento de todos los hombres instruidos y consideremos lo que ellos comprenden acerca de las criaturas de Dios, y aún agregando a San Agustín, quien dijo tantas cosas nobles de ellas, digo que todo eso no es nada en comparación con el entendimiento de María».7
Sobre esta naturaleza sin mancha, Dios derramó gracias abundantes e insondables, como indica la salutación que el arcángel San Gabriel le dirigió en la Anunciación: «Llena de gracia».
Para comprender la realidad expresada en la palabra llena, hay que considerar el tamaño del envase. Un dedal puede estar repleto, es verdad, pero no abarcará la misma cantidad que un gran barril que esté, también él, completo hasta el borde. Ahora bien, ¿cuál sería el volumen del tesoro guardado en un «recipiente» capaz de contener al Infinito, al mismo Dios? Eso es María y así vislumbramos la grandeza a la cual nos referimos al llamarla «llena de gracia».8 Los Padres —latinos y griegos— no osaron, en su sabiduría, medir la gracia que habita en el alma de María, al considerarla un abismo insondable para quien no sea Dios.9
A lo largo de los tiempos, la Iglesia ha ido buscando términos que estuvieran a la altura para referirse a la elevación de María, pero no los encontró. La piedad de los fieles tan sólo ha logrado consagrar el término Santísima Virgen, reservándolo exclusivamente a Nuestra Señora. Resumiendo siglos de tradición y de Teología, Pío IX confirió el sello de la autoridad papal a ese privilegio mariano al proclamar el dogma de la Inmaculada Concepción: «[Dios], tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios».10
Fuertemente acostumbrados a la competición que reina en la sociedad hodierna, marcada por la mentalidad egoísta según la cual los más grandes siempre deben aplastar y despreciar a los que les son inferiores, corremos el riesgo de reflejar ese modo de ser en la Virgen, juzgando, aunque de manera implícita, que despreciará a todos los demás seres que están por debajo de Ella o que, entretenida con su propia santidad, ni siquiera los tendrá en consideración. ¡Nada podría estar más lejos del amor que rebosa de su Inmaculado Corazón! Así exclama San Bernardo: «A todos abre el seno de su misericordia, para que todos reciban de su plenitud: el cautivo la libertad, el enfermo la curación, el afligido el consuelo, el pecador el perdón, el justo la gracia, el ángel la alegría; en fin, la Trinidad entera la gloria, y el Hijo su carne humana. No hay nada que escape a su calor».11
Casa de Dios… ¡y Puerta del Cielo!
Para que se entienda mejor la inconmensurable bondad de la Santísima Virgen, recordemos un hecho narrado por Dña. Lucilia Corrêa de Oliveira.
De niña vivía en una casa espaciosa y digna, en la pequeña localidad de Pirassununga, en el estado de São Paulo. Su padre era abogado y defendía diversas causas en la región, garantizando una existencia honrada para los suyos. Sin embargo, se dio cierta circunstancia en la que los ahorros de la familia se agotaron y le quedó una única moneda… Sereno porque la despensa se encontraba abastecida, prosiguió su rutina familiar, a la espera de que mejorara la situación. Entonces fue cuando llamó a la puerta de la casa un mendigo que, implorando caridad, extendió su sombrero. El cabeza de familia cogió aquella última moneda y, confiando en que Dios cuidaría de su futuro, se la dio a aquel hombre.
Ahora bien, Nuestra Señora no tiene una única moneda, sino la plenitud de la santidad. E incomparablemente mayor que la compasión del padre de Dña. Lucilia en aquella ocasión, es la misericordia de María cuando, con humildad, le extendemos a Ella la mano y suplicamos auxilio.
En el sueño de Jacob, por la escalera bajaban y subían ángeles; por María, bajó a la tierra el propio Dios y por Ella todos los hombres pueden subir sin temor hasta el Altísimo. Al ser Madre de Cristo, Nuestra Señora se convirtió en el eslabón que unió Dios al hombre y, en consecuencia, el hombre a Dios. No es solamente la «Casa de Dios», sino también la «Puerta del Cielo».
Muchos son los Padres que, por ese motivo, alzaron la voz para alabarla: «Así como Jacob contempló unido el Cielo con la tierra por los extremos de la escala, así también tú [María], desempeñando el oficio de mediadora, uniste lo que había sido roto»;12 «Dios te salve, llena de gracia, mediadora entre Dios y los hombres, para que, roto el muro de la enemistad, se unan las cosas celestiales a las terrenas».13
Quizá esté María a la espera de que la humanidad se presente humillada, con el sombrero en mano, reconociéndose enferma, pecadora y cautiva, para abrirle tesoros de gracia hasta ahora desconocidos. Sí, Nuestra Señora ansía derramar su misericordia sobre esta humanidad que, a lo largo de los siglos, tanto ha procurado el camino ascensional del progreso, pero ignorando la única Escalera segura por la cual debía subir; la humanidad que ha anhelado realizarse en este mundo, ha buscado en vano un atajo para la felicidad, pero se distanció de aquella que es la Puerta del Cielo.
Cuando esto suceda, en María el mundo habrá encontrado la paz y dará a la Trinidad la gloria debida: entonces Nuestra Señora instaurará su Reino, pues «por medio de la Santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo y también por medio de Ella debe reinar en el mundo».14 ◊
Notas
1 Véase al respecto el artículo La promesa de Abrahán en manos de una mujer, en las páginas 24 y 25 de la presente edición.
2 SAN LORENZO DE BRINDIS. Marial: María de Nazaret, Virgen de la plenitud. Madrid: BAC, 2004, pp. 103-104.
3 PÍO IX. Ineffabilis Deus, n.º 1.
4 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 25, a. 6, ad 4.
5 Cf. SAN ANSELMO DE CANTERBURY. Oratio VII. In: Obras completas. Madrid: BAC, 1953, v. II, p. 318.
6 Cf. SAN BUENAVENTURA. In I Sent., dist. 44, dub. 3. In: Opera Omnia. Parisiis: Ludovicus Vivès, 1864, v. II, p. 161.
7 SAN BERNARDINO DE SIENA. Sermons. Siena: Tipografia Sociale, 1920, p. 103.
8 Cf. CONRADO DE SAJONIA. Speculum Beatæ Mariæ Virginis. Florentiæ: Quaracchi, 1904, pp. 60-61.
9 Cf. TERRIEN, SJ, Jean Baptiste. La Madre de Dios y Madre de los hombres: según los Santos Padres y la Teología. Madrid: Voluntad, 1928, v. II, pp. 243-244.
10 PÍO IX, op. cit.
11 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. Sermón en el domingo de la octava de la Asunción. In: Obras completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2006, v. IV, p. 397.
12 SAN JUAN DAMASCENO. Or. I. In Dormit., apud ALASTRUEY, Gregorio. Tratado de la Virgen Santísima. 3.ª ed. Madrid: BAC, 1952, p. 719.
13 BASILIO DE SELEUCIA. Or. in Annunt., apud ALASTRUEY, op. cit., p. 719.
14 SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT. Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n.º 1.
✨ Gracias por compartir tan Hermosa reflexión…!!! ✨🙏✨ MARÍA PUERTA DEL CIELO ✨