Santa Radegunda – Una vida de ricos contrastes

De princesa cautiva a esposa, de reina de Francia a fundadora, Radegunda persiguió el ideal de servir solamente a Dios, a lo largo de una existencia en que el sufrimiento siempre estuvo presente.

Corría el siglo xv cuando el duque Juan de Berry, hermano del rey Carlos V de Francia, solicitó un fragmento del cuerpo de Santa Radegunda para colocarlo en su capilla de Bourges. Obtenida la autorización, abrieron la tumba y he aquí la sorpresa: el cuerpo estaba incorrupto. Ante tal prodigio, el noble no se atrevía a destruir lo que el tiempo había respetado.

En los dedos del cadáver, no obstante, había dos alianzas. ¿Por qué no llevarse una? Los anillos, quizá ennegrecidos por el paso de los años, estaban cargados de simbolismo, pues en ellos se podría resumir toda la vida de aquella virtuosa reina de Francia.

El reino de Turingia bajo el dominio franco

Verano del 531. Los gritos de desesperación eran amortiguados por el estruendo de las paredes que se derrumbaban consumidas por el fuego. El aire irrespirable, intoxicado por el humo, oscurecía aquel día infeliz. En un rincón, una joven princesa, abrazada a su hermano, contemplaba la ruina de su castillo y la muerte de la servidumbre.

Los francos habían invadido Turingia. Sin embargo, deseaban no sólo conquistarla, sino también satisfacer su sed de venganza, alimentada por motivos políticos que durante décadas habían enemistado a ambos pueblos. Así pues, con abrumadora saña, los guerreros comandados por Teodorico y Clotario, hijos y sucesores de Clodoveo, sembraron la destrucción y la desgracia por donde pasaban.

Terminada la conquista, Teodorico intentó asesinar a su propio hermano, con el fin de ser el único que reinara sobre los vencidos. Clotario, no obstante, descubrió el enredo y le exigió una explicación. Desconcertado, Teodorico trató de abstraerse de su furia, ofreciéndole la totalidad del botín, el cual incluía a los cautivos. Entre ellos se encontraban una desafortunada princesita turingia, llamada Radegunda, y su hermano.

No era la primera vez que el dolor acariciaba el alma de esta niña que no pasaba de la primera década de vida. Su padre, Bertario, rey de Turingia, había sido asesinado por su propio hermano, Hermanfredo, bajo cuyo cuidado tuvo que crecer. Ahora, una vez más, se abría ante ella un camino de incertidumbre.

La joven princesa no sospechaba que la mano misteriosa de Dios dirigía todos estos acontecimientos con miras a la misión que un día cumpliría.

Cautiverio en tierra extranjera

Despojada de todo, huérfana y reducida a la esclavitud, Radegunda dejaba atrás su tierra, rumbo a las penurias del cautiverio. ¿Qué le depararía el futuro?

El rey franco Clotario, admirado con la belleza de la joven princesa y celoso de la estabilidad de su reino, concibió enseguida un inteligente proyecto en relación con la inocente prisionera: ¿por qué no prepararla para ser su esposa? Con esto, tendría asegurados sus derechos sobre Turingia y estaría de acuerdo con la Iglesia Católica.

Sin embargo, deseando que su casamiento tuviera la bendición de Dios y que los hijos que nacieran de éste fueran legítimos, era forzoso esperar que Ingonda, con la que se había unido oficialmente en matrimonio religioso, muriera. Radegunda tan sólo tenía 10 años. Mientras tanto, sería instruida y preparada para reinar algún día.

Educación en Athies

La princesa, junto con su hermano, fue enviada a Athies, ciudad que se encontraba distante de la capital Soissons. Allí la futura reina recibiría una primorosa educación, se beneficiaría de la tranquilidad bucólica del lugar y estaría lejos de las intrigas que imperaban en la corte.

En este período, Santa Clotilde jugó un gran papel en la formación dada a Radegunda. Esposa de Clodoveo, conocía la amplia influencia que una princesa inteligente y sagaz puede ejercer sobre la mentalidad de un rey. Ella misma había sido educada e instruida por San Avito con el propósito de llevar a Clodoveo al seno de la Iglesia.

¿No podría ocurrir lo mismo ahora? Clotario se apartaba de los principios evangélicos y les daba un pésimo ejemplo a sus pueblos, pero ¿la influencia de Radegunda no podría cambiar esta situación?

Encomendada al obispo de Saint-Quintín, San Medardo, cuyo celo por la causa de Cristo e intachables costumbres eran de todos conocidos, la misión de hacer de la joven una princesa virtuosa, de rica formación católica, estaba más que garantizada.

Iluminada por las enseñanzas evangélicas

Desde el inicio, las enseñanzas evangélicas se arraigaron profundamente en su alma. «Era la primera vez que esta niña, cuya experiencia de la vida se había limitado a sufrir una serie de catástrofes —todas atribuibles a la crueldad, a la ambición, a las pasiones humanas desenfrenadas—, escuchaba otro lenguaje y veía ofrecérsele otro camino que el seguido por los suyos de siglo en siglo».1

A lo largo de aproximadamente seis años, se nutrió de las fuentes cristalinas de la sana doctrina, convirtiéndose en una joven culta, instruida en los clásicos y conocedora de los más ilustres Padres de la Iglesia.

Los heroicos sacrificios de los santos mártires inflamaban de celo y amor su corazón, y la pureza de las santas vírgenes le servía de ejemplo de íntegra y total dedicación a Jesucristo. Pronto recibiría el Bautismo.

No pasó mucho tiempo para que floreciera en su espíritu un imperioso movimiento de la gracia, propio de las almas que se deslumbran con las maravillas del amor divino después de largos años de ignorancia: la consagración total a Dios. Radegunda «esperaba, cuando tuviera la edad suficiente, ocupar su lugar bajo los ojos del Buen Pastor en un rebaño de vírgenes cristianas».2

Su futuro se define

Resignándose a la voluntad de la Providencia, Radegunda se casó con un tirano e hizo del matrimonio una ocasión para la práctica de la virtud
Santa Radegunda se mortifica y distribuye limosnas entre los necesitados -Iglesia dedicada a ella en Poitiers (Francia).

La reina Igonda falleció, finalmente, en el 536. El trono real estaba libre para la futura pretendiente. ¿Quién sería? Clotario tenía tres concubinas que no satisfacían sus planes. Aregunda y Gondioque no podían ser sus esposas legítimas, porque eran sus cuñadas; y la tercera no gozaba de condición social digna. «No quedaba más que Radegunda y era precisamente para este momento que, desde hacía cinco o seis años, le había sido dispensada en Athies la educación que poseía».3

¿Qué no habrá pasado por el alma de esta dama, que desde hacía tiempo ansiaba no tener más esposo que el Esposo de las almas, cuando recibió tal noticia? «Clotario en particular, autor de sus males y de la ruina de su pueblo, debía ser para ella objeto de temor, si no de horror»;4 y ahora sería su marido. La joven princesa quedó presa de estupor y aprensión ante otra contradicción más, en la larga sucesión que para su vida la Providencia le había preparado.

Aún así, pensaba, si la Iglesia a lo largo de su historia había protegido la virginidad consagrada, no le negaría su ayuda. ¡Qué ventura encontrarse, aunque cautiva, en un país católico! Ciertamente no rechazarían que siguiera los impulsos de la gracia.

¿Por qué no esperar una intervención en su favor de la reina madre, Clotilde? ¿O el oportuno auxilio de San Medardo, que hasta entonces tanto le había beneficiado? Pero, a pesar de todo, nadie acudió en su socorro. Dios quiso que esta alma sufriera la prueba del abandono para tantear su fidelidad.

Sin embargo, decidió actuar sola y escapar por sus propios medios de aquel matrimonio que le causaba pavor.

Fuga inesperada

Con firme resolución, aquella misma noche salió de Athies, huyendo a través del río Omignon, que baña la ciudad, en compañía de una amiga.

Después de navegar durante horas, la princesa se dio cuenta por la posición de las estrellas de que la corriente las llevaba a Soissons, la capital de Clotario. No había otra solución sino remar contracorriente, y eso hicieron. No obstante, constataron que el río se unía a otro, el Somme, que las llevaba una vez más al corazón del reino…

Radegunda, empero, había aprendido a familiarizarse con el sufrimiento y no retrocedió ante el infortunio; su alma le dictaba una actitud decidida y varonil. Había oído que por ahí cerca había otro río, el Oise, cuyo curso conducía a los dominios de Quildeberto, hermano y enemigo irreconciliable de Clotario. Allí estaría a salvo. Ahora bien, el Somme y el Oise no se cruzaban… Llevando la pequeña embarcación sobre los hombros, atravesaron a pie los 24 km que los separaban.

Con todo, al aproximarse a la frontera del reino de Quildeberto se encontraron con una bifurcación y, pensando haber tomado el camino correcto, se desviaron de la ruta, llegando asombradas a Soissons, donde Clotario las esperaba ansioso. Durante tres noches había estado navegando incansablemente, impulsada por el deseo de estar libre para servir sólo a Dios.

Un trágico acontecimiento llevaría a la reina a dejar la corte para, finalmente, consagrarse por completo a Dios
Fuga de Santa Radegunda – Iglesia de Saint-Pierre du Marché, Loudun (Francia)

Resignarse a la voluntad de Dios

El fracaso de la fuga, ¿no sería un indicio manifiesto de la voluntad de Dios sobre ella? Alma profundamente piadosa, Radegunda percibió que había llegado la hora de resignarse a la voluntad de la Providencia. Intentó lo que muchos considerarían imposible para una doncella y a pesar de su esfuerzo cayó en manos del tirano. Cumplía casarse.

Desde el momento en que se celebraron las sagradas nupcias, la reina no buscó en modo alguno alejarse de sus obligaciones. Antes bien, hizo del matrimonio una ocasión para la práctica de los más altos anhelos que la gracia le había puesto en su alma.

A lo largo de los seis años de convivencia con Clotario, distribuyó generosamente sus riquezas entre los necesitados, pareciendo que «el dinero le quemaba los dedos».5 Construyó hospitales, cuidando ella misma a leprosos purulentos y agonizantes.

El palacio real fue el monasterio donde se penitenció con austeras privaciones. Se dice que un pedazo de pan le bastaba para su sustento corporal, pues la Eucaristía era el alimento que la saciaba de gozo en medio de sus ayunos y sus lágrimas.

A menudo, durante las noches, abandonaba la alcoba para dedicarse a largas oraciones y vigilias. Con cilicio ceñido, se dirigía al oratorio, donde permanecía en profunda contemplación ante el Crucificado. Era frecuente oír a Clotario quejándose de que se había casado con una monja, y no con una reina…

Esta forma de vida tan diferente de la que se esperaba en una corte pronto dio lugar a incomprensiones. Además, los años pasaban y Dios no les enviaba descendencia. No tardaron en estallar arrebatos de ira conyugal contra Radegunda, desmontados a su vez por la inalterable paciencia y serenidad de su carácter.

Amor inquebrantable a Dios

Tras vivir seis años en compañía de su esposo, un trágico acontecimiento arrancaría de la corte a la reina. Turingia, su patria, se había sublevado y Clotario, temeroso de que se le escapara el poder de sus manos, ordenó asesinar al hermano de Radegunda.

El asesinato del último eslabón que la unía a los suyos supuso un terrible dolor. ¿Cómo permanecer al lado de quien había sido la causa de su desgracia y que insistía en perseguirla con sus crímenes? La decisión estaba tomada: se entregaría definitivamente a la vida consagrada.

Consciente del perpetuo vínculo matrimonial, el divorcio no era una opción que considerar. Era necesario lograr una legítima separación de los cuerpos de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Pero ¿cómo conseguirla? De inmediato, sus esperanzas se dirigieron hacia aquel que la había educado en la fe cristiana: San Medardo. Éste, ya nonagenario y con fama de santidad, ciertamente sería respetado por Clotario.

Siempre sumisa y dócil, le pidió permiso a su marido para estar con el obispo durante un tiempo, lo que le fue concedido. Pero la tarea resultó ser desde el inicio bastante difícil. El prelado temía interferir en las iniciativas reales, lo cual podría perjudicar la paz de la Iglesia en tierras francas. Además, sin la autorización de Clotario la separación no estaría de acuerdo con las leyes y costumbres eclesiásticas.

La ausencia de su esposa se prolongaba demasiado y Clotario envió a sus hombres para que la llevaran de vuelta. ¿Estaría destinada nuevamente a un terrible cautiverio? Radegunda no estaba dispuesta a ello.

Bajo gritos y amenazas, cierto día los enviados reales invadieron el templo exigiéndole a San Medardo que la entregara. La reina, al darse cuenta de que no tenía tiempo que perder, entró furtivamente en la sacristía y se puso un hábito monacal que encontró allí. Disfrazada bajo el grueso sayal, ascendió de entre la turba hasta el altar, donde el santo se preparaba para celebrar la misa.

El estupor recorrió la muchedumbre cuando ésta vio el delicado rostro de Radegunda entre el grueso tejido. Entonces, con voz fuerte, ella le dijo al obispo:

—Si aún dudas en consagrarme, es porque temes a un hombre más que a Dios… Acuérdate, pastor, que un día se te pedirá cuentas por el alma de tu oveja.

—A Dios mi preferencia —respondió San Medardo al oír la voz de aquella dama, que para él era la voz de Dios.

Fundadora de la primera abadía femenina de Francia

La noticia de lo sucedido se extendió rápidamente por las ciudades del reino y las muestras de apoyo fueron numerosas. Reacio al principio, el rey franco intentó algunas veces más recuperarla. Finalmente cedió ante la rígida postura que adoptó San Germán, obispo de París, en defensa de la consagrada: debía dejar en paz a su esposa para que siguiera la vida religiosa y no molestarla más con amenazas.6

Los años de Radegunda transcurrieron en el monasterio de Poitiers, fundado por ella y más tarde conocido por la advocación de la Santa Cruz. Era la primera abadía femenina de Francia, erigida a costa de su amor y sufrimiento. A ella se unieron decenas de jóvenes que, encantadas con su ejemplo, tomaron el hábito religioso.

En esta nueva etapa de su vida, Radegunda renunció a todo. Le entregó la dirección de la abadía a Inés, su hija espiritual predilecta. Se dedicó a consolidar su fundación, a establecer la vida interna del monasterio y se valió de su influencia para intervenir en los destinos de la nación francesa, como declaró: «La paz entre los reyes, ésta es mi victoria».

Los fenómenos místicos comenzaron a hacerse frecuentes e intensos, aderezados con una vida de severa penitencia. Ya no pertenecía a este mundo, y su verdadero Esposo la invitaba a las nupcias eternas.

Del claustro… al Cielo

Radegunda entregó su alma a Dios el 13 de agosto de 587, produciendo una conmoción general en la ciudad. Las religiosas de la abadía, que ya eran doscientas, se apiñaban en las ventanas entre lágrimas y sollozos cuando su cuerpo dejó el monasterio. Un ciego fue curado inmediatamente al tocar el ataúd y los demonios se vieron obligados a confesar por boca de los posesos la santidad de la fallecida.

Habiendo sido esposa, reina y fundadora, Radegunda demostró que su corazón perteneció ante todo a Dios
Muerte de Santa Radegunda – Iglesia dedicada a ella en Poitiers (Francia)

Estando su cuerpo revestido del hábito religioso, le pusieron sobre su frente la corona y en su mano, el cetro real. Ella, que había sido esposa, reina y fundadora, estaba lista para la más alta de las dignidades: unirse para siempre con su Dios.

Alma enteramente en las manos de Dios

Volvamos al hecho narrado al principio. ¿Qué alianza se llevó el duque de Berry?

El anillo de oro era la alianza matrimonial y el de hierro, el símbolo de su consagración a Dios. El duque, a juzgar por el valor material de los objetos, trató de sacar el de hierro. Sorprendido comprobó que era imposible quitarle el anillo, pues el dedo misteriosamente se retraía, impidiéndoselo. Entonces lo intentó por curiosidad con el de oro, y salió fácilmente. Radegunda parecía darle su último mensaje a la historia: su corazón perteneció ante todo a Dios. 

 

Notas


1 BERNET, Anne. Radegonde, Épouse de Clotaire I. Paris: Pygmalion, 2007, p. 53.

2 FLEURY, Édouard de. Histoire de Sainte Radegonde. Poitiers: Henri Oudin, 1847, pp. 20-21.

3 BERNET, op. cit., p. 72.

4 FLEURY, op. cit., p. 25.

5 BERNET, op. cit., p. 86.

6 Clotario murió en el 562, en paz con su esposa.

 

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