Para conocer a la Iglesia en todo su fulgor es necesario que en cierto momento sintamos en lo más profundo de nuestra alma lo que ella es. Y el autor utiliza el término sentir porque, de hecho, parecería ser un gusto místico, un oír, ver, respirar y hasta casi un palpar la Iglesia… Sin la luz del Espíritu Santo todo se reduce a un teorema de matemáticas que podrá servir como base para largas conferencias o gruesos libros teóricos, en que se aplicará sólo la inteligencia, pero no el corazón.
Recurramos a una metáfora para que podamos comprender mejor la diferencia entre el conocimiento intelectivo y el experimental, o sea, el proveniente de una gracia mística. Supongamos que alguien nunca ha comido, por ejemplo, un mangostán. Se la describen como una fruta de tamaño mediano, con cáscara rugosa, de color remolacha, que en su interior tiene unos gajos de un blanco níveo, y cuyo sabor aterciopelado se asemeja al de una cereza mezclada con miel. Aun así, esta definición abstracta no basta para que esa persona se haga una idea de cómo es dicha fruta: tendrá que coger un mangostán con sus manos, llevarse la pulpa a la boca y probarla… Entonces, por medio de los sentidos, en su mente se configurará una síntesis de todo: cáscara, color y sabor, y enseguida sacará sus conclusiones y emitirá un juicio.
«La Iglesia me parece un alma inmensa…»
Al Prof. Plinio Corrêa de Oliveira ese fenómeno sobrenatural, a la manera de un contacto directo con la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, le tocó de tal modo su sensibilidad, aun en su infancia, que llegaba a considerarla como una persona. Una figura mística, evidentemente, que él creaba para explicarles adecuadamente a los demás lo que pasaba en lo más profundo de su corazón:
«Viendo todos estos aspectos de la Iglesia, tenía a veces una curiosa impresión. Me decía: “La Iglesia parece una persona. No parece una institución, sino un alma inmensa, que se manifiesta de mil formas, que tiene movimientos, grandezas, santidades, perfecciones; como si fuese una sola alma, que se expresa a través de todas las iglesias católicas del mundo, de todas las imágenes, de todas las liturgias, de todos los acordes de órgano, de todos los tañidos de campana… Esta alma lloró con los réquiems, se alegró con los repiques de los Sábados de Aleluya y de las noches de Navidad; esta alma llora conmigo, se alegra conmigo. Veo en la Iglesia más un alma que una institución”».
En el siguiente fragmento el Dr. Plinio se muestra más profuso en la descripción:
«Lo que voy a decir se refiere, naturalmente, al Espíritu Santo, pero cuando uno es pequeño no lo distingue bien: tenía la idea de que la Iglesia era una institución viva, con un espíritu propio, […] andando y reaccionando como si se tratara de una persona a lo largo de la Historia, con todas las misericordias de madre, paciencias de madre, dignidades de madre, savoir-faire de madre, maneras de madre; ¡es una Iglesia Madre! […] La madre más acogedora, más íntima, más bondadosa, más “perdonante” que se pueda imaginar; pero también la reina más digna de alabanza que se pueda imaginar; y la guerrera virginal, a lo Santa Juana de Arco, capaz de todas las victorias, sin perder la delicadeza femenina, con fuerza efectiva, superando a todos los mariscales, ¡inspiradora de todos los héroes!».
A partir de entonces nació en él un amor siempre creciente… Amor de devoción, de modo que durante toda su vida la Iglesia fue su pasión más arraigada; amor purísimo, enteramente desapegado; amor de esclavitud que, sin embargo, no le oprimía, sino que le daba libertad; un amor tal, que era casi una adoración por la Iglesia. Ocurriese lo que ocurriese, ¡estaba dispuesto a servirla!
«La Iglesia Católica es para mí más que mi padre, más que mi madre, más que mi vida, más que cualquier cosa que pudiera tener; a la Iglesia Católica, ¡la amo con un amor que tiene rasgos de adoración! ¡Porque es el Cuerpo Místico de Nuestro Señor Jesucristo!».
Un místico connubio con la Santa Iglesia
El Dr. Plinio venía siendo preparado desde su nacimiento, o quizá antes, por una gracia que lo llevaría a realizar un desposorio místico con la Santa Iglesia. Fenómeno singular, ya que esta alianza sobrenatural casi siempre se produce entre el alma y Dios, quien se presenta, la mayoría de las veces, con los rasgos de la humanidad santísima del Salvador.1
Fue una de las pocas almas en la Historia que ha hecho un connubio con la Iglesia. Ya en la infancia, sin saber el nombre de este fenómeno, debido a su tierna edad, realizó este matrimonio espiritual de una profundidad inimaginable, entregándose sin límites y uniéndose a ella con lazos eternos.2 Veamos sus palabras:
«¡Cuánto me gusta esta alma! ¡Tengo la impresión de que mi alma es una pequeña resonancia o una pequeña repetición suya! […] Todo lo que me gusta es como esta alma. Y esta alma es como todo lo que me gusta. Sólo me gusta esta alma. Y las otras cosas no me gustan, porque no valen nada. Sé que no es un alma, sino que parece un alma, pero es el ideal de mi vida […]. Algo hace que me sienta un poco como si fuese una gota de agua que refleja el sol. Soy la gota de agua, allí está el sol, pero viendo la gota se puede ver reflejado el sol entero. A la manera de miniatura y de reflejo, no substancialmente, contengo toda esa alma».
Aquí se aborda un aspecto poco comentado, pero riquísimo, misterioso y cumbre dentro de la Iglesia, y que el autor de estas líneas cree que fue el «nexo neural» por el cual el Dr. Plinio se identificó con ella: una visión excelsa de toda la creación, transmitida por Nuestro Señor Jesucristo, en cuanto cabeza, a su Esposa Mística. Visión que, llevada a sus últimas consecuencias, redunda en la unión de este mismo orden del universo con el propio Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en quien todo está y fuera del cual nada existe.
En efecto, Dios está presente en todas las cosas de diferentes maneras: por esencia, es decir, manteniendo a cada instante lo que ha creado; por potencia, porque todo está sometido a Él, que tiene el poder de aniquilar cualquier criatura; y por presencia, porque desde la eternidad todo está bajo su mirada.3 Sin embargo, esta teoría de las tres presencias, que generalmente se estudia en los textos de los teólogos, ¡en la Iglesia se encuentra de forma viva!
La visión sacral del orden del universo, transfundida por la Iglesia en el alma del Dr. Plinio, lo definía entera y profundamente y dio consistencia a su vocación, porque incluso antes de conocer la doctrina sobre la Iglesia Católica, la gracia y todo cuanto más tarde llegó a conocer, amó este orden con todas las fuerzas del alma porque intuía su correlación con Dios. La siguiente descripción ayuda a clarificar este tema:
«Hay algo que podríamos llamar la columna vertebral de mi pensamiento y que lleva consigo un amor graduado a todo lo que es verum, bonum y pulchrum —verdad, bondad y belleza. Este amor constituye el elemento fundamental a través del cual me uno a la Santa Iglesia Católica. Porque llegué a conocer a la Santa Iglesia Católica como el foco de esta actitud de alma y la aconsejaba en todos los sentidos y a todo propósito, por eso he amado tanto a la Iglesia. Pero lo es porque amé ese principio originariamente. Esto le da al alma mucho orden y también mucho desapego. Pues junto con este orden viene el gusto de amar todas las cosas sin que sea por la relación que tienen conmigo, sino por la relación que tienen con Dios. Es la práctica del amor a Dios».
Así fue desarrollándose él, en plena fidelidad a la alianza establecida desde el primer momento en que sintió la consonancia con el alma de la Iglesia. El siguiente fragmento es una profesión de fe y al mismo tiempo una confesión de ese sentimiento:
«La actitud de mi alma cada día, cada minuto, cada momento es la de buscar con los ojos de la Iglesia Católica, estar imbuido de su espíritu, tenerla dentro de mi alma, estar yo dentro de ella, […] vivir sólo para ella, de tal manera que pueda decir cuando muera: “¡En realidad, fui un varón católico y todo apostólico, romano, romano y romano!”. […] Si quieren conocerme y seguirme, procuren ver de qué manera existe en mi alma el espíritu de la Iglesia. […] ¿Cómo podría este amor ser como es, sin que yo viese a la Iglesia de un determinado modo? Lo que se ama, se ama porque se ha visto, se ama porque se ha comprendido, se ama, en fin, porque se ha adherido con toda el alma; pero de tal manera que la palabra adherir dice poco: uno está entrañado, ha penetrado, se ha dejado penetrar, ha establecido un connubio de alma indisoluble y completo, tanto cuanto la debilidad humana lo permite, ¡para la vida y la muerte, para el tiempo y la eternidad! Así es mi pertenencia a la Iglesia Católica y se puede decir, de alguna manera, lo que San Pablo dijo acerca de Nuestro Señor Jesucristo: “Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20). Yo estoy llamado a que esto se realice de la siguiente manera: “No soy yo el que vive, sino que es la Iglesia Católica Apostólica Romana la que vive en mí”».
«Sin la Iglesia Católica yo no tendría sabiduría»
En varias conferencias a lo largo de los años afirmó taxativamente que había tomado como modelo a la Santa Iglesia, adoptando una posición hacia ella de continua obediencia.
«Desde pequeño, viendo a la Iglesia Católica, y no sólo a ella, sino también aquello que de ella se vertió en la sagrada civilización cristiana, lo consideré todo como cierto, infalible, indiscutible, punto por punto, esforzándome en investigar cada vez que no entendía una cosa, preguntándome: “¿Qué principio de sabiduría hay detrás de esto? Tengo que adivinar y conocer este principio de sabiduría”. […] Y éste ha sido el embeleso de toda mi vida: ver a la Iglesia actuante en los dogmas, leyes, disciplinas, instituciones, en las grandes cosas y en las más pequeñas, incluso en la forma de los ornamentos de un sacerdote».
Si su mirada posaba, por ejemplo, en la celebración de una misa, analizaba los gestos, la calma con que el sacerdote y los monaguillos se movían por el presbiterio, las reverencias que hacían al rezar el confíteor, los espléndidos colores de los ornamentos… Y se preguntaba: «¿Quién inventó esto? ¿Quién fue el hombre que, por primera vez, determinó que en la misa eso se debería hacer así? No fue un hombre, ¡fue la Iglesia!». Y de una minucia extraía una comprensión densa, que le permitía adentrarse más en el espíritu de la Iglesia. «Solamente más tarde supe que el alma de la Iglesia Católica era el Espíritu Santo. Y Él, presente en todas aquellas manifestaciones, era quien sugería a los hombres de la Iglesia ir seleccionando, a lo largo de los siglos, estas maravillas. Fue Él quien hizo nacer en la Iglesia estos reflejos de Dios».
Para el Dr. Plinio, los encantos de la Iglesia no se limitaban a tal o cual aspecto, sino que todo lo que se relacionaba con ella era divino, y no dejaba nada sin amar…
«Mi espíritu se volvió afortunadamente incapaz de actuar a no ser en función de Nuestro Señor y de la Iglesia. Porque ése es el patrón por el cual todo se juzga correctamente. […] Pero noto que esa incapacidad es lucidez: me doy cuenta de que no veo, y de que lo poco que veo, lo veo mejor mirando a través de eso; y que a través de eso ¡lo veo todo!». «Así conseguí ser fiel, así adquirí la sabiduría. No lo fue por algo creado en mi propia cabeza. Con qué amor lo digo: lo he aprendido de la Iglesia Católica, como un hijo aprende en brazos de su madre. Sin la Iglesia Católica este hijo no tendría ninguna sabiduría. Todo viene de ella: viene la gracia, viene la enseñanza, ¡viene todo!».
Una vida marcada por la fidelidad a la Iglesia
El autor ha visto al Dr. Plinio conmovido hasta las lágrimas solamente por dos razones en su vida: en ciertos momentos, por el recuerdo de su madre, Dña. Lucilia, sobre todo justo después de su fallecimiento; y en otros, a propósito de la Santa Iglesia. De éstos, los tres momentos más emotivos fueron, sin duda alguna, los siguientes: cuando, a finales de la década de 1950, se retiró a una pequeña sala de la casa donde solía reunirse con sus seguidores, y lloró larga y copiosamente, al prever por el discernimiento de los espíritus las situaciones difíciles por las que la Iglesia tendría que pasar; en la Semana Santa de 1966, hablando una vez más de los sufrimientos de la Iglesia; y, por último, el 7 de junio de 1978, aniversario de su Bautismo, al oír que hacían una referencia a él en cuanto hijo y fruto de la Santa Iglesia: Vir catholicus, et totus apostolicus, et «totissimus» romanus.4 ¡Este elogio le arrebataba el corazón porque era lo que más podría causarle honra, alegría y gloria!
Las palabras pronunciadas en esta última ocasión no contienen una rigurosa descripción doctrinal acerca de lo que es la Iglesia, sino que en ellas se expresa la poesía de un varón que habla bajo la acción del Espíritu Santo, al contemplar a la Iglesia de forma directa y profunda:
«Esa Iglesia, a la que amo tanto que hasta me veo incapaz de hablar sobre ella. Y simplemente con pronunciar su nombre ya soy incapaz de decir después la inmensidad de elogios y de amor que en mi alma existen. […] Mientras la Iglesia exista en la tierra, mi vida tendrá razón de ser. Si algún día ella muriera, yo moriría amándola, con un amor que, de alguna manera, tiene rasgos de adoración. Pero cuando la viese morir, yo moriría también, porque la vida ya no valdría nada. Mis huesos se descoyuntarían, toda mi vida se desarticularía, porque su sol ya no estaría presente: la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana».
En esa circunstancia intentó explicar la razón de aquel llanto. El autor cree que la fuerte emoción que se apoderó de él fue porque la gracia de unión con la Iglesia era tan robusta, auténtica e irresistible que en su corazón ya no había espacio para nada más, al igual que Santa Teresa de Jesús, cuyo amor tan vivo por Dios la llevaba a sentir que su alma era prisionera del cuerpo. Así fue el amor de Plinio Corrêa de Oliveira por la Iglesia durante su larga y luminosa vida, amor siempre creciente que se desdoblará en mil y un fulgores. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de
Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV;
Heraldos del Evangelio, 2016, v. I, pp. 211-222.
Notas
1 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la perfección cristiana. Madrid: BAC, 2006, p. 741; ARINTERO, OP, Juan González. La evolución mística. Madrid: BAC, 1952, p. 481, nota 1.
2 El elemento esencial del matrimonio místico es la unión permanente e indisoluble con Dios, que tiene como principio la simple posesión del estado de gracia. (cf. ROYO MARÍN, op. cit., pp. 741-743).
3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 8, a. 3.
4 Del latín: «Varón católico, todo apostólico, plenamente romano».