Al final de la década de 1960, los sábados por la tarde el Dr. Plinio solía invitar a algunos de sus discípulos, incluso provenientes de otros países, para conversar en la pizzería Giordano, situada en la avenida Brigadeiro Luís Antônio. Este lugar tan sencillo y popular fue durante muchos años escenario de una afectuosa convivencia entre padre e hijos.
Una flor rodeada de horrores
Encontrándose allí les hizo interesantes comentarios acerca de la inocencia, así como de aquellos que la abandonan. Muy impactantes debieron ser la conversación y las reflexiones del Dr. Plinio sobre tan pungente realidad, como para que, más de diez años después, las recordara perfectamente en una reunión con algunos de sus seguidores:
«Me llamaba mucho la atención la insensibilidad de las almas hacia su inocencia primeva. Yo me acordaba con saudades de la mía, pero interiormente gemía de dolor al ver la inocencia de tantas personas perdida, deshecha, y el rincón áureo1 de sus almas transformado en un depósito de toda especie de recuerdos inútiles, ¡una auténtica basura interior! Cada vez que pensaba en esto se producía en mí una serie de impresiones de tristeza, abandono, infidelidad, descarrío; entonces innumerables crímenes, ingratitudes y pecados cometidos en el mundo me venían a la mente con tanta fuerza que se asociaban por analogía con imágenes y figuras concretas, sin que yo tuviera la más mínima intención de transformarlas en símbolos, sino que sucedía por una natural correlación».
En estas palabras se nota claramente la profundidad de su discernimiento de los espíritus al analizar fenómenos que se daban en lo más recóndito de los corazones. En efecto, la descripción de tales figuras hará que usted, lector, se pregunte respecto a la naturaleza de esta meditación, sospechando si no se trataba, en realidad, de un fenómeno de carácter místico:
«Imaginaba, por ejemplo, un terreno lleno de trozos de diferentes botellas, como los que se ponen encima de los muros, para que no se pueda dar un paso sin cortarse los pies del modo más cruel y sangriento. Debajo había pedriscos polvorientos, tan calentados por el sol que quemaban, y en un rincón se veía un cactus espinoso. Todo allí representaba una agresión, pero de ese cactus brotaba una flor que, en medio de aquel horror, todavía conservaba cierta vitalidad y podría transformarse en una maravilla. No obstante, acabaría marchitándose infructífera si nadie atravesara los fragmentos de vidrio y fuera a cogerla».
«Hay momentos, Madre mía…»
Mientras así reflexionaba sobre la inocencia de ciertas almas, reducida a una flor de cactus cercada de horrores, alguien le preguntó si no podría componer una oración pidiendo la restauración de esa inocencia primaveral. Entonces, con toda naturalidad les dictó, de un tirón, a los que estaban en la mesa:
«Hay momentos, Madre mía, en que mi alma se siente, en lo que tiene de más profundo, tocada por una saudade indecible. Tengo saudades de la época en que yo os amaba y Vos me amabais, en la atmósfera primaveral de mi vida espiritual. Tengo saudades de Vos, Señora, y del paraíso que ponía en mí la gran comunicación que tenía con Vos. ¿No tenéis también Vos, Señora, saudades de aquel tiempo? ¿No tenéis saudades de la bondad que había en aquel hijo que fui? Venid, pues, oh la mejor de todas las madres, y por amor a lo que florecía en mí, restauradme. Recomponed en mí el amor a Vos, y haced de mí la plena realización de aquel hijo sin mancha que yo habría sido si no fuese tanta miseria. Dadme, oh Madre, un corazón arrepentido y humillado, y haced lucir nuevamente ante mis ojos aquello que, por el esplendor de vuestra gracia, yo comenzara a amar tanto y tanto.2 Acordaos, Señora, de este David, y de toda la dulzura que en él poníais. Así sea».
De improviso y con toda fluidez, como el agua de una fuente, había brotado de los labios del Dr. Plinio la plegaria por siempre llamada Oración de la Restauración.
El gemido de un alma pura
Era la manifestación de un sentimiento que el Dr. Plinio llevaba en el fondo de su corazón. «Evidentemente, yo la hice para que otros la rezaran, pero expresaba mi propia alma; es como yo me siento de cara a mi inocencia», comentaría dos décadas después.
Y sería aún más explícito en posteriores circunstancias, en las que trasparecería con mayor brillo su rectitud ante los dones que había recibido de la Providencia en la primera etapa de su vida: «Mucho de lo que hay en la Oración de la Restauración son recuerdos de mi infancia. Me sentía atraído por toda clase de cosas maravillosas, y ¡no se pueden imaginar cuánto había de inocente, de brillante y de esplendoroso en mi alma!». Y añadía: «Dicté esa oración pensando en mí mismo, por el pavor de no haberlo conservado todo. Desearía poder rezar, antes de morir, aquella oración de Nuestro Señor, alterándola un poco, en la que decía: “De los que me diste, no he perdido a ninguno” (cf. Jn 18, 9); entonces a mi me gustaría afirmar: De lo que me diste, no he perdido nada, ¡no he dejado que cayera ni siquiera una gotita de mis primeras gracias! Pero tenía miedo de que no fuera así».
De hecho, consideraba necesario limpiar su alma de cualquier posible mancha y de ese modo restauraría la inocencia que temía haber arañado en algo y de la cual sentía unas saudades indecibles. E incluso en los últimos meses de su vida reforzaría esa idea, inspirada por el deseo de corresponder a la gracia con toda la perfección posible: «Es el inexorable recelo de no haber sido como debiera, gimiendo a los pies de Nuestra Señora y pidiéndole para serlo, por fin. La Oración de la Restauración se reduce a eso».
Sí, la Oración de la Restauración es el sentimiento interior, el gemido de un alma pura, llena de saudades y deseosa a toda costa de restablecer una comunicación, un estado místico de relaciones con María Santísima y con el mundo sobrenatural, en parte disminuido por la prueba de la aridez, pero con respecto al cual esa alma se reputaba infiel y deudora. El Dr. Plinio atravesará las décadas con la esperanza de recuperar esa convivencia y volver a aquella época de consolación, alcanzando la plenitud de lo que otrora había poseído.
Por eso, nadie la rezó con tanta piedad y profundidad como él, para quien llegó a tener tanta importancia que, de entre los centenares o miles de oraciones que compuso, ésa fue la única memorizada y diariamente rezada en el momento de concluir la acción de gracias después de la comunión.
Sin embargo, el sentido de tan bellas palabras no se lo aplicaba únicamente a sí mismo y a su situación personal.
Como el hijo pródigo que regresa a la casa paterna
Dirigiéndose a sus hijos espirituales más jóvenes durante una conferencia, comentaba: «La Oración de la Restauración narra la historia de casi todas las almas. Salieron inocentes del baptisterio e inocentes dieron sus primeros pasos en la vida. Pero después, ¡cuántas no vienen a perder esa inocencia, en mayor o menor profundidad! La oración se refiere, pues, al paraíso que había sido esa comunicación con Nuestra Señora en aquel período. Nada puede expresar mejor la alegría de la infancia, de la inocencia, en la cual se encuentra los ángeles. ¡Felices los que no la hayan perdido! ¡Felices también los que la recuperaron! ¡Más felices los que suben al Cielo con ella!».
Aunque siempre explicase el significado de tal oración como una alusión a la felicidad diáfana de la inocencia bautismal, la interpretaba, además, refiriéndose a las gracias que le eran dadas a alguien durante el amanecer de su vocación. Y mencionaba de manera especial la situación de los llamados a seguirlo y formar parte de su obra que, por infidelidad, abandonaban las vías del embelesamiento y dirigían su atención hacia las banalidades del mundo. Éstos deberían suplicar con vehemencia la gracia de la conversión, a la que incluso ya le había puesto un nombre:
«Es, por excelencia, la oración del “Grand Retour”.3 Quien la medita punto por punto verá en ella la actitud del hijo pródigo cuando vuelve a la casa paterna. Es un alma otrora embriagada de alegría por la convivencia con Nuestra Señora, que después se apartó de Ella de un modo miserable. Intentó vivir donde está la muerte y se hundió en el pecado, pero, de vez en cuando, la gracia busca a ese ingrato y le inspira ciertos recuerdos: se acuerda de aquellos momentos, se siente amargado y le pide a Nuestra Señora que restablezca aquella convivencia».
En otra circunstancia, el Dr. Plinio mostraba cuán necesario era implorar más allá de la mera restauración de la fidelidad abandonada: «Pedimos la reintegración de nuestra alma de todo lo que ha perdido y, más aún, que Dios nos dé, a ruegos de Nuestra Señora, gracias mayores que aquellas que nos habría dado si no lo hubiéramos perdido».
Las inagotables bellezas de una oración
Por otra parte, quería animar igualmente a los hijos fieles, quienes, afligidos sin culpa por el eclipse de las primeras gracias, deberían rezar con fervor la Oración de la Restauración. A lo largo de los años, las metáforas sobre el asunto se sucederían unas tras otras en reuniones y conversaciones, siempre más bellas y, a menudo, maravillosas, como esta: «La Oración de la Restauración actúa como ciertas aves que vuelan sobre el mar, mojan la punta del ala y después suben de nuevo. Así, aquel buen deseo desciende hasta nosotros y, cuando nos toca la punta de ese “ala”, revivimos. Es un minuto en el que nos sentimos como si se hubiera realizado el pedido de la oración».
O como la siguiente, que pareciera tener resonancias de las parábolas evangélicas: «Un hombre tenía en su casa un cuadro ante el cual se sentaba habitualmente, porque le gustaba mucho mirarlo. Ahora bien, se quedó ciego y ya no podía verlo. Entonces, la gente le proponía que lo vendiera: “No ves el cuadro y no te aporta ningún beneficio. Podrías, por el contrario, comprar algo más conveniente para tu situación actual, como un aparato para escuchar música”. Él entendía el evidente sentido práctico de la sugerencia, pero se acordaba del cuadro y comprendía también la infidelidad que cometería vendiéndolo. Pues, aun sin verlo, revivía lo que antes contemplaba al tenerlo cerca. Esta fidelidad al cuadro que ya no veía es nuestra fidelidad al esplendor matutino de nuestra vocación cuando, por disposición de la Providencia, ya no la vemos. Y hay una gracia vinculada a aquel texto, por la cual se nos concede hacer vivo aquel pasado al rezar la oración».
Tal vez sea aún más consoladora la figura que utilizó durante una conversación: «La Oración de la Restauración representa una mirada hacia atrás en plena lucha, para ver si, en las dificultades del presente, por lo menos en el recuerdo de las venturas del pasado encontramos aire para respirar y continuar navegando». Y, en otra ocasión, explicaba el sentido de la oración imaginando la situación de un pobre prisionero, que al contemplar un extenso paisaje exclamase: «¡Qué maravilla! Aunque, por desgracia, sólo puedo verlo desde la ventana de mi celda. El panorama es hermoso y me encanta, pues me hace comprender la belleza de aquel tiempo en que cabalgaba al galope, en medio del esplendor de aquella verde pradera».
¿Cómo describir, sin embargo, todo el significado contenido en esas simples líneas? Es una oración destinada a atravesar los siglos y permanecer hasta el fin de los tiempos, siempre repetida y meditada, siendo consuelo y caricia maternal para los abatidos por la culpa o por la prueba, faro de seguridad para los desorientados, visión grandiosa para los que quieren elevarse por encima de la banalidad grisácea de una vida sin horizontes.
Oración simple y grandiosa, angélica y profética; oración de cruzados, oración mística; oración de rocío, emocionante y pungente, hecha para conmover corazones de piedra; oración de contemplación, llena de significado y simbología; oración acompañada de dones y gracias, que contiene una fuerza misteriosa; oración bella, útil e indispensable, que señala el camino y conquista lo imposible; oración de perdón y de esperanza, restauradora de la inocencia perdida; oración de confianza y de alegría, que nos hace sentir el afecto de Nuestra Señora; oración pliniana, pensada para mover el Corazón Inmaculado de María. ◊
Extraído, con adaptaciones, de:
El don de la sabiduría en la mente, vida y obra
de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio, 2016, v. IV, pp. 243-251.
Notas
1 Con tal expresión se refería el Dr. Plinio al resto de inocencia que, según afirmaba, permanecía en el fondo del alma de numerosas personas, a partir del cual, con el auxilio de la gracia divina, se podría operar la reconquista de aquellas almas hacia la virtud y el bien.
2 En 1978, el Dr. Plinio le añadió este fragmento a la Oración de la Restauración, con el deseo de subrayar, aún más, las notas de la contrición y del arrepentimiento, concluyendo definitivamente su redacción.
3 Del francés: Gran Retorno.
Quién pudiese haber visto al Sr. Dr. Plínio un sábado por la tarde en la pizzería Giordano, haberle escuchado… ¡y haberse entregado a él! Como padre de los Heraldos del Evangelio –según nos enseña la Santa Iglesia en la teología de los fundadores–, es en su seguimiento que los llamados a esta familia de almas reciben las gracias propias al cumplimiento de su vocación: Incluida la eminente gracia de la Restauración. Y fue en aquel restaurante donde él compuso la «Oración de la Restauración», tesoro de amor recto y –al tiempo– confiante, que verifica lo dicho: Recitándola una sola vez, Nuestra Señora comienza en el alma dicha “Gran Vuelta”, prometiendo gracias mayores que las perdidas.
Antonio María Blanco Colao
Asturias – España