Al rezar ante la imagen del Corazón de Jesús, Dña. Lucilia se asemejaba a la llama de una lamparita que arde junto al Santísimo Sacramento: encendida sólo para Dios, ajena al entorno, triunfante en medio de las tinieblas.

 

Con el transcurso de los años, Dña. Lucilia se vio obligada a reducir, poco a poco, sus tareas domésticas, pues, como era natural, le iban faltando las fuerzas. Sin embargo, no se quedaba inactiva y ocupaba los ratos libres con su quehacer preferido: la oración, la silenciosa intimidad con el Sagrado Corazón de Jesús.

Contemplación y oración

Bajo la misericordiosa mirada de una bella imagen permanecía las mañanas en su cuarto pasando infatigablemente las cuentas de su rosario, alternando el rezo de éste con letanías y novenas que habitualmente rezaba, además de otras oraciones, en general sacadas de su libro de piedad predilecto, el Goffiné,1 que poseía desde su juventud.

Una de sus oraciones preferidas era la Novena irresistible al Sagrado Corazón de Jesús, que debe haber rezado con mayor insistencia en los períodos de prueba.

Otra oración con la cual Dña. Lucilia imploraba también la protección divina era el Salmo 90, que copió con su bonita letra. Estos luminosos versículos, inspirados por el Espíritu Santo, los rezaba, seguramente, teniendo en vista, en primer lugar, las luchas de su «filhão»2 y los obstáculos que éste encontraba.

A lo largo del día, según las circunstancias e intenciones por las que rezaba, Dña. Lucilia hacía sus oraciones en diferentes lugares de la casa: andando lentamente por el pasillo; sentada en el comedor mientras miraba la puesta de sol sobre los árboles de la plaza Buenos Aires; en el cuarto de su hijo, delante de las imágenes que estaban sobre la mesita de noche; o, con más frecuencia, en el despacho, sentada en la mecedora, que hacía balancear casi imperceptiblemente, pareciendo estar envuelta en diáfana nube de serenidad.

Quien la viese entonces no sabría decir si había interrumpido sus oraciones vocales para meditar o viceversa…, pues contemplación y oración constituían un todo en su espíritu.

Testimonio de sus peticiones y sus actos de adoración

Con la llegada de la ancianidad, Dña. Lucilia se habituó a rezar hasta altas horas de la madrugada delante de la imagen de alabastro del Sagrado Corazón de Jesús que presidía el salón principal de la casa. Cuando el Dr. Plinio volvía, tras una noche de intensa actividad, aún la encontraba en ese sitio, a menudo de pie, erguida a pesar de la edad, con los labios muy cerca del Corazón de Nuestro Señor, a veces con los ojos cerrados, y rosario en mano. Daba la impresión de que acababa de hablar con Jesús en aquel instante.

Conforme a la intensidad del empeño que ponía al formular sus intenciones, colocaba reverentemente la punta de sus finos dedos sobre los divinos pies o las adorables manos del Salvador. Quien la viese rezar así —con tanta humildad, plenamente convencida de ser amada por Nuestro Señor, y recelosa de faltar a la delicadeza y a la reverencia a Él debidas— no podría dejar de conmoverse profundamente.

¡Cuántas peticiones por sus más allegados, cuántas consideraciones con respecto de la vida, de las luces y de las cruces en esta existencia terrena, de las glorias o tragedias de la cristiandad, no le habrá presentado al divino Redentor!

Junto al Sagrado Corazón de Jesús, Dña. Lucilia se parecía en ciertas ocasiones a la llama de una lamparita que arde delante del Santísimo Sacramento. Está encendida sólo para Dios, nuestro Señor, ajena a lo que pasa alrededor, pero sobre todo no se apaga, no disminuye, triunfa suavemente en medio de las tinieblas, intacta en una especie de trono, en su holocausto, en el círculo rubro donde está el aceite del que se abastece.

Doña Lucilia el 18 de marzo de 1968, casi a un mes de su fallecimiento, con la imagen del Sagrado Corazón de Jesús ante la que solía rezar

Doña Lucilia rezó tanto delante de la imagen del Sagrado Corazón de Jesús del salón que a ésta quedó vinculado, de modo imponderable, algo de su persona. En los pies, en la rodilla izquierda y en las manos de esa imagen, ligeramente marcados por sus besos, dejó Dña. Lucilia el testimonio de la insistencia de sus peticiones y de la intensidad de sus actos de adoración.

En coloquio con el divino Redentor

Inmersa en la oración, con frecuencia no se daba cuenta de la llegada de su hijo, a lo que contribuía la disminución progresiva de su audición. Él, no queriendo interrumpirla, anunciaba su presencia con un leve toque de mano, al cual Dña. Lucilia respondía con un discreto gesto con los dedos, como diciendo: «Hijo mío, te hago una señal tan sumaria porque estoy en coloquio con Nuestro Señor y ante Él cualquier persona es nadie…». Y permanecía en la misma actitud de recogimiento, rezando, rezando…

Pero si la oración se prolongaba mucho, el Dr. Plinio intentaba convencerla de que se fuese a dormir. Doña Lucilia, queriendo ganar un poco más de tiempo, respondía:

Filhão, espera un poquito; ve haciendo tus cosas que dentro de poco termino.

Otras veces el Dr. Plinio se aproximaba por detrás, sin hacer ruido, y de modo afectuoso la envolvía con sus brazos. Doña Lucilia, sabiendo que era su hijo, no manifestaba la menor sorpresa, se volvía calmamente, lo besaba e intercambiaba con él algunas palabras. En esas ocasiones en que ella interrumpía sus oraciones, era bonito ver cómo cambiaba de modo lento y ordenado su estado de espíritu, pasando de la consideración de lo Infinito para lo finito, con armonía y naturalidad.

Acabada la breve charla, si Dña. Lucilia hacía ademán de volver a rezar, el Dr. Plinio intentaba convencerla cariñosamente de que se fuese a dormir.

El Dr. João Paulo, su marido, a veces se despertaba e iba al salón a llamarla. Y exclamaba con cierto énfasis, abriendo los brazos de modo muy peculiar:

—Señora, ¡las tres de la mañana…, señora!

Doña Lucilia, sin perturbarse, se volvía ligeramente hacia su esposo y le hacía una discreta señal con la punta de los dedos, indicándole que iría enseguida. A lo que él replicaba:

— ¡Ah, no! No va a venir, sino que se quedará rezando.

Ella, sin responder, continuaba un poco más, concluía la oración, hacía lentamente la señal de la cruz, besaba por última vez la imagen del Sagrado Corazón y entonces se dirigía hacia el cuarto tranquilamente. 

Extraído, con pequeñas adaptaciones, de:
Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima:
LEV; Heraldos del Evangelio,
2013, pp. 550-553.

 

Notas

1 Manual del cristiano, del P. Leonardo Goffiné (1648-1719).
2 Aumentativo de «filho», hijo en portugués. Término usado cariñosamente por Dña. Lucilia para dirigirse al Dr. Plinio, desde que era pequeño. Preferimos mantener la escritura original a cualquier traducción, al considerarla más expresiva.

 

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1 COMENTARIO

  1. Como «una lamparilla a los pies del Sagrado Corazón» era la venerable Sra. Dña. Lucilia –queda claro en la revista Heraldos del Evangelio de agosto del 2021–, ¡y qué luz la suya! Extraído este artículo del libro «Doña Lucilia», de autoría de nuestro Fundador Mons. João Clá, cuán agradecidos le quedamos por introducirnos tan encantadoramente (o tan lucilianamente) en la pequeña gran intimidad de esta resplandeciente unión de almas con la madre del Sr. Dr. Plínio, con su propio hijo, y de los tres con el Sagrado Corazón. Que ella nos alcance una fe como la suya: Humilde e insistente, serena e intensa, seria y confiada, amorosa y reverente, ardiente y delicada, discreta… ¡y triunfal!

    Antonio María Blanco Colao
    Asturias – España

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