Enemigos irreconciliables se coligan para poner a prueba a la Sabiduría encarnada. En su respuesta, el Señor muestra el entendimiento que debe haber entre la esfera temporal y la espiritual, legándonos una valiosa enseñanza.

 

Evangelio del XXIX Domingo del Tiempo Ordinario

En aquel tiempo, 15 se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. 16 Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias. 17 Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?». 18 Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis? 19 Enseñadme la moneda del impuesto». Le presentaron un denario. 20 Él les preguntó: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?». 21 Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22, 15-21).

I – El misterio de la complicidad del mal

La escena narrada por San Mateo en el Evangelio que la Iglesia ha elegido para la liturgia del vigésimo noveno domingo del Tiempo Ordinario congrega a dos facciones contrarias: la de los fariseos y la de los herodianos. Estos dos grupos, aparentemente enemigos irreconciliables, se confabulan contra el Hijo de Dios y osan ponerlo a prueba.

Los fariseos habían constituido un penoso código legal, a fin de explicar los principios de la fe y la moral que están contenidos en los textos sagrados. Para los miembros de esa secta la verdad se ceñía a las interpretaciones, generalmente erróneas y desviadas, de sus maestros y escribas. Esa falseada religión anhelaba a toda costa la independencia económica de Israel en relación con cualquier otro pueblo, incluido el romano, el cual dominaba por entonces Palestina imponiéndoles a sus ciudadanos el pago de impuestos, entre otros deberes.

En ese sentido, las expectativas mesiánicas de los fariseos se alimentaban del anhelo de una liberación política de Israel que le diera a la estirpe de Abrahán la soberanía administrativa. De este modo, pensaban, se cumplirían las profecías que auguraban para Sion una futura gloria hecha de triunfo material, gracias a la cual afluirían a las arcas del Templo riquezas provenientes de los cuatro rincones de la tierra.

Parábola de los viñadores homicidas –
Biblioteca del monasterio de Yuso, San Millán de la Cogolla (España)

Dicho sentimiento religioso de emancipación del poder civil contraponía a los fariseos con los herodianos, los cuales, como bien indica el nombre de esta facción, se definían partidarios del rey Herodes. Para estos últimos la prevalencia de la autoridad temporal era indiscutible. Un líder político, imbuido de la realeza, debería gobernar al pueblo elegido, como habían hecho los antiguos monarcas, concediéndosele a la esfera espiritual tan sólo protección y relativa libertad.

Ambas visiones se enfrentaban con vehemencia y se establecía una lucha a primera vista implacable entre los adeptos de la supremacía civil y los de la dominación religiosa. Sin embargo, los dos partidos se presentan ante el divino Maestro mancomunados en siniestro consenso, deseosos de tenderle una trampa. ¿Cómo se explica tan escandalosa contradicción? ¡He ahí el misterio de la complicidad del mal!

Conviene aclarar que en este caso concreto cada bando esperaba encontrar en el Mesías un aliado político para imponer su propia filosofía espuria y obtener de manera definitiva la preeminencia sobre el otro. Ni fariseos ni herodianos pretendían seguir modestamente al Ungido del Señor. Ambicionaban, cada uno a su manera, dominar al futuro Salvador con el fin de transformarlo en un instrumento de sus intereses.

La irrupción inesperada y grandiosa de Nuestro Señor los sorprendió por completo, dejándolos desorientados y sin base para concretizar sus egoístas planes. Por eso, aunque se detestaban, se aliaron para intentar eliminar al enemigo común. Ese misterio de complicidad del mal —ya que no podemos pensar en una unión tratándose de hijos de las tinieblas— se explica fácilmente si comprendemos la psicología de los demonios.

El pseudorreino del Infierno está constituido por espíritus rebeldes, orgullosos y, por tanto, rencorosos entre sí. El factor de coligación es el odio al bien, pasión tan intensa en ellos que les hace superar las divisiones impuestas por el choque de los caprichos y los criterios propios. Del mismo modo, la falsa religiosidad de los fariseos y el falso monarquismo de los herodianos se alían contra el verdadero Mesías. No obstante, el divino Salomón saldrá de esa trampa con la más fina e insuperable sabiduría.

II – La sabiduría divina inquirida por la hipocresía humana

El episodio que narra el Evangelio de este domingo tiene lugar después de que Nuestro Señor Jesucristo contara tres magníficas parábolas que desenmascaraban la falsedad y la malicia de los fariseos y los dejaban en pésima situación ante la opinión pública.

La primera, la de los dos hijos, termina con una amarga y frontal recriminación del Señor contra los príncipes de los sacerdotes y los maestros de la ley: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas van por delante de vosotros en el Reino de Dios» (Mt 21, 31). A continuación, al tratar sobre los viñadores homicidas, Jesús profetiza su muerte por obra del sanedrín: «Pero los labradores, al ver al hijo se dijeron: “Este es el heredero: venid, lo matamos y nos quedamos con su herencia”. Y agarrándolo, lo sacaron fuera de la viña y lo mataron» (Mt 21, 38-39). Finalmente, valiéndose de la imagen de un banquete nupcial el Redentor anuncia la exclusión de la descendencia humana de Abrahán de la Nueva Alianza, sellada con la sangre preciosa del Cordero divino, y su futura sustitución por la gentilidad (cf. Mt 22, 1-14).

Heridos en su soberbia, los fariseos no lograron contener más su odio. Por eso deciden solicitar la colaboración de los detestables herodianos, a fin de extender un lazo mortal al Autor de la vida.

Ciegos como el demonio

En aquel tiempo, 15 se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta.

La pasión del orgullo trae como consecuencia la ceguera espiritual. Después de haber experimentado en numerosas ocasiones la superioridad de Jesús, impotentes ante su elocuencia divina, los fariseos vuelven a la carga. Participaban de ese gaudium phantasticum del demonio que, en su estulticia, pretende destronar a Dios.

Pero en esta ocasión no podían fallar. Necesitaban orquestar un plan engañoso, meticulosamente calculado, para inducir al Maestro al error y, así, llevarlo a la muerte.

Parábola del banquete de bodas, por Pietro de Lignis – Museo Quiñones de León, Vigo (España)

La táctica «princeps» del mal

16 Le enviaron algunos discípulos suyos, con unos herodianos, y le dijeron: «Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad, sin que te importe nadie, porque no te fijas en apariencias».

He aquí el misterioso acuerdo entre enemigos irreconciliables, con el fin de eliminar al adversario común. Los fariseos no osan exponerse, porque estaban bastante desgastados ante el pueblo. Por tal motivo envían a unos discípulos en su lugar, tratando de coger desprevenido a su contendiente al disfrazar la trampa bajo las apariencias de una curiosidad de estudiantes. Los herodianos harían el papel de testigos, como quedará claro más adelante.

Los jóvenes aprendices de rabino, no obstante, estaban adiestrados hasta en los últimos detalles. Para distender aún más al Maestro sería preciso montar una farsa toda hecha de adulación. Soberbios como eran, los fariseos conocían por experiencia propia la capacidad de debilitar las resistencias morales que el vaho seductor de la vanidad posee. Por eso instruyeron a sus discípulos a que lisonjearan a Jesús, dirigiéndole elogios que instigaran el orgullo. Entonces llevaron a cabo la estrategia princeps del mal. ¡Estultos! No se dieron cuenta de que se encontraban ante el hombre modesto por excelencia: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29).

La malicia de los fariseos se muestra aquí en todo su realismo, lo que les hace merecedores del epíteto de hijos del padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). De hecho, ninguno de aquellos discípulos se creía los elogios que le hacían al Salvador, por lo cual se ponía de manifiesto que eran tan falsos y embusteros como sus maestros.

En su sabiduría divina, el Señor había contemplado esa escena desde toda la eternidad y ahora comprobaba, mediante su conocimiento experimental, lo que ya conocía. ¡Era imposible engañarlo!

Detalle de «El denario del César», por Philippe de Champaigne –
Museo de Bellas Artes, Montreal (Canadá)

Un callejón sin salida

17 «Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?».

Un fariseo principiante, que representaba a sus condiscípulos, le plantea una cuestión crucial: «¿Es lícito pagar impuesto al César?». Con esta pregunta pretendía conducirlo a un callejón sin salida: si respondía afirmativamente, lo acusarían de blasfemar contra el Templo —al cual debían destinarse, en exclusividad, los recursos de los hijos de Israel—, lo que le convertiría en reo de muerte; si, por el contrario, optaba por la negativa, allí estaban los herodianos para inculparlo de sedición contra el poder del emperador, lo que igualmente le acarrearía la pena capital.

Se daba, pues, uno de los choques más agresivos de aquellos potenciales deicidas contra el Señor de los vivos y de los muertos. Pero aún no había llegado su hora y Jesús escaparía de la trampa del cazador con una respuesta inédita.

La inseguridad más grande de la Historia

18 Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús: «Hipócritas, ¿por qué me tentáis?».

Si Salomón había sido alabado por su sabiduría, ¡he aquí a alguien mayor que él! Se trataba del creador de la sabiduría del ilustre sucesor de David, aquel quien, en su divinidad, es la propia Sabiduría en esencia. ¿Quién había más sabio que Él? No obstante, antes de abordar el problema, Nuestro Señor hace hincapié en desenmascarar la falsedad de los aprendices de fariseo al llamarles con el merecido apelativo de «hipócritas».

¿Qué habrán sentido esas crías de víbora al contemplar la mirada serena, luminosa y seria de Jesús, que se fijaba en ellos con la sinceridad característica de la Verdad? Y, ante la justa recriminación del Maestro, ¿cómo reaccionaron? Si la inseguridad y el miedo humanos pudieran ser medidos con aparatos, ¡en ese instante habrían registrado un récord insuperable en la Historia!

Sin embargo, Jesús quería salvarlos y era por su bien por lo que les reprendía.

Armonía divina entre la esfera espiritual y la temporal

19 «Enseñadme la moneda del impuesto». Le presentaron un denario. 20 Él les preguntó: «¿De quién son esta imagen y esta inscripción?». 21 Le respondieron: «Del César». Entonces les replicó: «Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios».

Desde siempre el Señor tenía lista la salida perfecta para la emboscada mortal que le habían montado sus adversarios. Esboza de forma magnífica una doctrina nueva a los oídos de los fariseos y de los herodianos, dejándolos desarmados. Nadie se esperaba una respuesta tan justa y equilibrada que, al definir la verdad, no se posiciona a favor de ninguno de los bandos en litigio, sino que explica la armonía que ha de existir entre el altar y el trono.

San Gregorio VII – Iglesia de San Sebastián, Antequera (España)

La sociedad temporal tiene por finalidad propia cuidar de los asuntos relacionados con el bienestar humano, fomentando la laboriosidad y la virtud, castigando el crimen y favoreciendo el desarrollo de la nación. De esta forma, al promover la paz y crear las condiciones necesarias para que la verdadera religión irradie su luz sobrenatural, el poder civil establece las bases terrenas para que los hombres vivan con dignidad y progresen, propiciando indirectamente que alcancen también la felicidad celestial.

La sociedad espiritual, a su vez, existe con el fin inmediato de llevar a las almas a la salvación eterna y necesita de los buenos servicios del orden temporal para ejercer con tranquilidad y eficacia su misión.

Por lo tanto, se trata de dos ámbitos distintos, pero profundamente vinculados entre sí: uno secular y otro religioso. Ambos son queridos y bendecidos por el Altísimo y deben relacionarse en concordia. Por eso el Señor afirma: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». En efecto, el César recibió su poder de Dios, para gobernar con justicia, respetar la religión y defenderla.

Esta doctrina llegó a una magnífica explicitud con el surgimiento de la civilización cristiana, una era bendita en que el sol de la Iglesia iluminaba con sus rayos la dimensión temporal de la vida, transfigurándola a la manera de los vitrales de las catedrales atravesados por la luz del astro rey, en una manifestación efusiva de sana vitalidad, de verdadero progreso y de sacralidad.

III – ¿Qué darle al César y qué a Dios?

El Evangelio de este domingo es de gran actualidad, pues muestra la armonía que debe reinar entre el poder espiritual y el temporal. Las dos esferas existen, cada una en su campo de acción específico, con el objetivo de llevar a los hombres a la consecución del fin para el cual Dios los creó.

En el libro del Génesis trasparece con claridad adamantina la finalidad temporal de la existencia humana en este mundo, cuando el Creador le dice a Adán: «Dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven sobre la tierra» (1, 28). Al poner al hombre como su dominador, el Señor quería que llevara a la Creación, con sabiduría e inteligencia, a un esplendor de prosperidad y belleza, de modo que la hiciera agradable a sus ojos.

Es evidente, sin embargo, que Adán no se sentía llamado únicamente a cuidar de las realidades creadas, por muy encantadoras que fueran, sino que aspiraba a una meta sobrenatural y eterna, la cual quedó comprometida después del pecado. Cabe recordar que el Edén era el jardín de las delicias sobre todo por el encuentro cotidiano del hombre y de la mujer con Dios, que bajaba a la hora de la brisa de la tarde para conversar con ambos (cf. Gén 3, 8).

El pecado trajo consigo la ruptura de la armonía original entre la esfera temporal y la espiritual, que se relacionaban de forma tan perfecta en el Paraíso. Desde entonces han surgido disensiones entre los que abogan por la supremacía del poder temporal sobre el espiritual y los que defienden la exclusividad de la sociedad religiosa descartando la existencia del ámbito civil.

En el cenit de la Edad Media, por ejemplo, tuvo lugar la primera tentativa revolucionaria por parte de ciertos emperadores de usurpar el poder propio de la Iglesia al nombrar a obispos en su territorio sin la aquiescencia del Papa. Este abuso de autoridad temporal originó la famosa querella de las investiduras que duró siglos y tuvo como fruto gloriosos martirios, como el de Santo Tomás Becket en Inglaterra. Papas enérgicos, entre ellos San Gregorio VII, supieron hacer que se respetara la superioridad de la esfera religiosa ante los abusos de poder del Imperio, sin pretender con ello anular en absoluto la autoridad de los soberanos. Por otra parte, reyes santos, como San Luis IX de Francia, gobernaron la esfera civil imbuidos del espíritu del Evangelio, constituyéndose en celosos protectores de los derechos de la Esposa Mística de Cristo.

Adán construyendo una casa – Iglesia de Santa María Magdalena, Troyes (Francia)

Creado del barro, pero a imagen y semejanza de Dios

El sapiencial principio de «darle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» se aplica también a la existencia diaria de cada hombre. En efecto, Adán fue creado del barro para subrayar su dimensión material, pero fue hecho a imagen y semejanza de Dios por su capacidad de participar de la vida divina. Después del pecado original esas dos realidades se hacen la guerra entre sí, como enseña San Pablo (cf. Rom 7, 14-23), convirtiéndose en un verdadero desafío mantener el justo equilibrio entre las apetencias del «César» y los anhelos espirituales. Sin embargo, nada es imposible con el auxilio de la gracia.

Debemos cuidar nuestra salud y bienestar, alimentándonos y descansando el tiempo conveniente. Sería antinatural hacer tabla rasa de la dimensión corpórea para dedicarnos exclusivamente al espíritu. Sólo almas con un llamamiento excepcional, como Santa Catalina de Siena, logran vivir a la manera de los ángeles, sin alimentarse ni dormir.

Además, nos vemos solicitados por las actividades corrientes, que el propio Dios nos impuso, como el trabajo profesional o doméstico, la educación de los hijos y la manutención de la familia. Ese es el buen orden de las cosas establecido por la Providencia.

Pero las realidades temporales no pueden ser obstáculo o impedimento para lo más importante, es decir, la participación de la naturaleza divina concedida en el santo Bautismo. La idea de prescindir, discriminar o despreciar la dimensión sobrenatural constituye una peligrosa herejía, que conduce al hombre y a la sociedad hacia su disolución.

Conscientes de haber sido alzados muy por encima de nuestra naturaleza, necesitamos compenetrarnos de las riquezas espirituales que nos han sido confiadas. La propia fragilidad derivada del pecado original nos debe llenar de temor de Dios porque, como afirma San Pablo (cf. 2 Cor 4, 7), llevamos tesoros preciosísimos en vasijas de barro.

El sacramento del Bautismo nos eleva a la categoría de hijos de Dios; por tanto, pertenecemos de pleno derecho a la familia divina y somos coherederos de la gloria celestial de Nuestro Señor Jesucristo. Pagó el caro precio de nuestro rescate mediante su sacrificio en lo alto del Calvario, a fin de liberarnos de las garras esclavizantes del demonio y concedernos los torrentes de benevolencia y misericordia que harán de los más miserables pecadores, dignos conciudadanos de los ángeles.

Tengamos también en cuenta que, por así decirlo, una gota de gracia es más valiosa que todo el resto del universo creado.1 De manera que si en nuestra vida privada o social no le atribuimos la relevancia debida al don sobrenatural recibido gratuitamente gracias a la sangre preciosísima de Jesús le estamos negando a Dios lo que le pertenece.

Sacramento del Bautismo – Iglesia de Saint-Patern, Vannes (Francia)

Absoluta supremacía divina

Como consecuencia de ello, por encima de las leyes de los hombres están los mandamientos divinos, de perfección insuperable, los cuales dan sentido pleno a la existencia humana, tanto en su dimensión terrena como en la espiritual.

Así pues, es indispensable que, cada uno según su estado, atienda con honestidad, disciplina y esmero a las necesidades temporales, pero conservando una noción clara de que éstas no pueden deteriorar ni poner en riesgo la gracia que habita en el interior de nuestro corazón y constituye para nosotros una garantía de eternidad. Al contrario, al subyugar las malas pasiones y tendencias desordenadas, hemos de construir un palacio interior en el cual refuljan, al mismo tiempo, el brillo diáfano y ordenado de la naturaleza y el esplendor maravilloso de la gracia.

Y cuando la salvaguarda de las realidades temporales perjudique a las espirituales, nos corresponde optar siempre por estas últimas, recordando el principio dado por el Señor: «¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma?» (Mc 8, 36). Por lo tanto, teniendo que elegir entre Dios y el César, la preferencia será invariablemente Dios.

Si una comodidad ilícita, un lucro deshonesto o una amistad dañina inducen a pecar, rechacémosla con intransigencia, pues nada vale más que el tesoro de la gracia. San Luis IX, en su testamento, aconsejaba al heredero del trono de Francia: «Hijo, debes guardarte de todo aquello que sabes que desagrada a Dios, esto es, de todo pecado mortal, de tal manera que has de estar dispuesto a sufrir toda clase de martirios antes que cometer un pecado mortal»2. En eso consiste, en la fuerza del término, dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.

De esta determinación firme y equilibrada surgirán damas y varones santos, capaces de gobernar a su pueblo con justicia y de procurar el verdadero progreso social, así como de elevar magníficas catedrales, hechas de luz, haciendo de la vida en este mundo un espejo del Paraíso, conforme pide el padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo».

 

Notas

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I-II, q. 112, a. 1.
2 SAN LUIS DE FRANCIA. Testamento espiritual a su hijo. In: COMISIÓN EPISCOPAL ESPAÑOLA DE LITURGIA. Liturgia de las Horas. 5.ª ed. San Adrián del Besós (Barcelona): Coeditores Litúrgicos, 1998, vol. IV, p. 1136.

 

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