Una gracia que marca la vida

En una circunstancia extrema, Nuestra Señora quiso confirmarle al Dr. Plinio su maternidad y predilección, a fin de prepararlo para todos los reveses y luchas que aún tendría que librar el resto de su vida.

El día 2 de diciembre de 1967, el Dr. Plinio canceló la habitual conferencia semanal que les daba a sus discípulos; y sólo salió por la tarde, para comulgar en el santuario del Sagrado Corazón de Jesús. Cuando se bajó del automóvil, nos sorprendió verlo andando con auxilio de un bastón y calzando en el pie derecho una simple zapatilla. Su fisonomía estaba muy abatida. Sin embargo, con su invariable finura, evitaba que quienes lo saludaban notaran nada de su malestar físico.

Al día siguiente, domingo, no se encontraba con fuerzas para salir de casa a fin de cumplir el precepto, y le llevaron la sagrada comunión. Una persona, que tuvo la oportunidad de estar con él por la mañana y por la tarde, contó que le impresionó la elevada temperatura de su mano cuando le saludó. Los días siguientes, la fiebre superaría los 39 ºC. A pesar de ello, mantenía inalterable amenidad, nobleza y distinguidos modales, tal como lo había aprendido de su extremosa madre, Dña. Lucilia.

Las narraciones que, tiempo después, él mismo hizo, revelan la enorme prueba que enfrentó en aquella ocasión:

«Cuando me apareció esa especie de absceso, [en el pie derecho], inmediatamente recordé el pensamiento que tuve mientras veía el documental1; percibía que algo disparatado me estaba ocurriendo. Me vi obligado a quedarme en casa unos días, pero empeñándome todo lo posible para que mi madre no se diese cuenta de nada. Mi penoso caminar sólo se hacía posible con el auxilio de unos apoyos».

De hecho, la mañana del día siguiente, lunes, el Dr. Plinio recurrió a los médicos y se vio introducido en un túnel, a primera vista, sin salida. Los resultados de las pruebas del laboratorio revelaron una grave crisis de diabetes. Le fue prescrito un reposo absoluto, una dieta estricta, medicamentos y control glucémico para combatir rápidamente los trastornos orgánicos producidos por la enfermedad. No obstante, quedaba un problema no menos trágico: la gangrena en el pie derecho.

Las primeras curas fueron hechas por los médicos en la propia residencia del Dr. Plinio. Después llamaron a un especialista, quien concluyó que era necesaria una urgente cirugía para acabar con esa grave infección.

Esa misma noche, con los debidos cuidados, fue trasladado al Hospital Sirio-Libanés, donde fue operado. Allí permanecería unos días de convalecencia.

La mayor prueba de su vida

Sin embargo, la situación no dejaba de ser preocupante para el Dr. Plinio. Era plenamente consciente de lo fuerte que había sido sacudida su salud e, incluso, veía de cerca la muerte, como narraría poco tiempo después: «Me preguntaba a mí mismo, a la postre, no sería ese el momento en el que Nuestra Señora, cansada de mí, liberaría mi alma. Esa era mi gran aprensión y mi gran angustia. Aunque Ella me ampararía hasta en ese extremo y yo moriría con los ojos puestos en su misericordia».

Sí, en el lecho de su enfermedad confiaba en esa misericordia y no temía por su salvación eterna; con todo, ¿qué sería de la institución que había fundado, cuyo crecimiento tan sólo estaba comenzando? Siempre había tenido el presentimiento y la esperanza de ver su apostolado expandirse y lograr la victoria, pero ahora era asaltado por una duda lancinante: ¿se le habrían cerrado las posibilidades de cumplir su misión hasta el final? Y, después de su muerte, ¿se desmoronaría su obra? Así expresaba su perplejidad, al dejar consignados para la Historia los episodios que ocurrieron en esos días: «Estaba seguro de que mi fallecimiento en aquella coyuntura acarrearía la ruina del esfuerzo que empezaba a desarrollarse con vigor y que yo deseaba ardientemente llevar a cabo para mayor gloria de Nuestra Señora, antes de morir».

Si bien que lo peor de su sufrimiento era esta continua interrogante: ¿Acaso no sería él el responsable de esos acontecimientos, debido a alguna incorrespondencia a la gracia? Luego, ¿su obra no alcanzaría todo su cometido por culpa suya? Y esa grave enfermedad, ¿no constituiría un castigo de Nuestra Señora? Y se preguntaba:

«¿No seré yo el miserable, el individuo pésimo, por cuya infidelidad las cosas no van como deberían? Esto es lo que más me atormentaba. Pues si supiera que la misión finalmente se cumpliría, le diría a Nuestra Señora: “Madre Mía, me entrego en los brazos de vuestra misericordia insondable. Expiaré mis faltas confiando en vuestro perdón”. Pero pensar que el plan no se realizaría ¡por mi culpa! Eso me partía el alma».

Una estampa procedente de Genazzano

Con su salud debilitada, el Dr. Plinio se preguntaba: «¿No será que Nuestra Señora, cansada de mí, liberará mi alma?»
El Dr. Plinio en noviembre de 1967

El 16 de aquel mes de diciembre de 1967, primer día de la novena de Navidad, fue sábado. El calor, a pesar de las nubes que cubrían el sol, aún se hacía sentir al atardecer, volviendo más penosa la inmovilidad del Dr. Plinio en la cama. Ya no tenía fiebre, es verdad, pero su organismo se encontraba muy debilitado. El encanecimiento de sus cabellos se acentuó un tanto en aquel período, su peso había disminuido y su rostro estaba demacrado por el trauma de la enfermedad y las preocupaciones. No obstante, se mantenía siempre afable y paternal con todos.

Hacia las seis recibió la visita de algunos discípulos procedentes de Minas Gerais, los cuales venían acompañados por dos integrantes de su obra más veteranos. El autor de estas líneas, que lo estaba asistiendo, ya estaba en el cuarto.

El Dr. Plinio se alegró mucho de verlos y, nada más iniciar la conversación, uno de ellos le comentó que le pidieron a un amigo, aprovechando su paso por Roma, el favor de comprarles un determinado cuadro, con el objeto de llevárselo a él de regalo.

Se trataba de una estampa enmarcada de Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano, Mater Boni Consilii, copia del milagroso fresco que allí se encuentra desde el siglo XV. Mientras abrían el embalaje, el Dr. Plinio comentó:

—Hace poco leí un libro sobre la imagen de Genazzano.

Lectura providencial, motivo de consolación

De hecho, ocho meses antes había leído una obra en francés referente a la historia de Nuestra Señora del Buen Consejo, de autoría de un sacerdote misionero en Australia, Mons. Dillon,2 el cual había pasado un largo período en Genazzano y fue testigo de algunos de los milagros que ocurrieron allí. Describía, principalmente, el fenómeno sobrenatural del cambio de colores y de expresión que se producía en el fresco y mencionaba la abundancia de mociones interiores que las personas recibían delante de él, confirmadas por manifestaciones exteriores de su fisonomía. Y tales comunicaciones se daban, incluso, a través de las reproducciones de la imagen de Genazzano.

A pesar de las pruebas por las cuales estaba pasando, el Dr. Plinio experimentó una gran alegría espiritual durante su lectura, realizada a lo largo de varias noches, antes de acostarse.

Conforme lo iba leyendo, comprendía cómo la devoción a Mater Boni Consilii era propicia a incentivar la virtud de la confianza, que tanto necesitaba en aquella etapa. Y, después de haber subrayado varias partes del libro, le dedicó una conferencia a la historia de Nuestra Señora del Buen Consejo de Genazzano. Además, había hecho numerosos comentarios al respecto con ocasión de un simposio, realizado con los miembros del grupo de Minas Gerais; tales alusiones a esta advocación fueron las que llevaron a algunos de ellos a encargar la copia del fresco.

La gracia de Genazzano: sonrisa y promesa

El Dr. Plinio se encontraba casi sentado en la cama, reclinado en varias almohadas, cuando le entregaron el cuadro de Mater Boni Consilii. Entonces fue apoyado sobre sus piernas y lo sujetó con las dos manos.

Absorto, encantado, verdaderamente emocionado, durante veinte minutos se quedó contemplando la estampa, sin desviar la mirada de ella y manteniendo un silencio únicamente interrumpido por exclamaciones:

—¡Qué magnífica imagen! ¡Impresionante, extraordinaria! Pero ¡qué maravilla! ¡Qué comunicativa es! Miren, parece que quisiera hablar. Ha cambiado de color. ¡Ahora tiene otra expresión! ¡Qué bondadosa, qué maternal! Está sonriendo, ¡está dispuesta a ayudar! No tengo palabras; ¡uno no sabe qué decir!

En efecto, aunque no describiera todo lo que vio en la imagen, los presentes coincidieron en afirmar que la estampa de la Santísima Virgen mostró una intensa manifestación ante él, variando su expresión y cambiando de colores, como si, de hecho, le sonriera. Así, sin la menor duda, la experiencia interior que el Dr. Plinio denominaría en adelante «gracia de Genazzano» fue una auténtica y profunda gracia mística, cuyo sentido estaba claro. Y a él se le veía transformada su fisonomía, reflejando una consolación extraordinaria, ¡casi un éxtasis!

Portada e interior del libro «La Vierge Mère du Bon Conseil», propiedad del Dr. Plinio

Más tarde tuve la oportunidad de preguntarle al respecto y él me descubrió lo que había pasado en ese momento. Y, posteriormente, numerosas veces hizo referencia a ese acontecimiento en conversaciones e, incluso, en conferencias públicas. «En el momento en que miré la estampa, me dio toda la impresión de que la imagen se animaba, sonreía y me hacía entender, por el juego fisonómico, que yo debía tener una confianza plena», diría veinte años después.

«No tengo ninguna duda de que fue una gracia, una promesa», repetirá siempre, sin vacilar; y en otras ocasiones se referirá a la «sonrisa-promesa de Nuestra Señora». Pero ¿cuál fue esa promesa que le había sido transmitida?

Sin oír propiamente una voz, el Dr. Plinio sintió en el fondo de su alma una caricia de María Santísima, con un clarísimo significado: «Hijo mío, no te perturbes. Confía, porque tu obra será concluida y cumplirás por entero tu misión». Esta garantía era precisamente lo que más deseaba, pues resolvía el terrible problema que lo estaba afligiendo.

Además, aquella consolación interior conllevaba también una nota especial de ánimo y de incentivo para la lucha, como describiría en otra ocasión: «¿Qué fue la gracia de Genazzano? Una manifestación específica de cariño, pero con la actitud de una reina que le dice a su soldado: “No te amedrentes ni retrocedas, porque yo asumo la responsabilidad”. Todo en ella era discretamente majestuoso, serio y materno, como quien afirma: “Pasarás por pruebas que te horrorizarán y te asustarán, mas recuerda lo que te estoy diciendo ahora: ¡Yo lo venceré todo!”». Y el mensaje fue tan patente y definido, que no daba margen a la menor duda, como es característico de la comunicación profética. «Tuve la certeza como de quien oye claramente una palabra dicha», reconocía con toda modestia. De tal forma esa gracia de certeza comenzó a actuar en su alma, facilitándole soportar el peso de las pruebas, que comentó conmigo la pregunta que a veces se hacía a sí mismo: estando auxiliado por tanta certeza, ¿tendría él algún mérito por creer en aquello que le había sido prometido?

En una palabra, la gracia del 16 de diciembre de 1967 consistió exactamente en la confirmación y en la certeza del total cumplimiento de la misión del Dr. Plinio y de la continuación de su obra, o sea, la derrota de la Revolución y la implantación del Reino de María.

Cualquiera que lo viera entonces tendría la impresión de estar contemplando a un cruzado que habría caminado cientos de kilómetros y librado innumerables batallas, pero que, finalmente, lograra entrar en Jerusalén y llegar hasta el Santo Sepulcro donde Nuestro Señor Jesucristo había sido depositado. Presentaría todos los signos del cansancio y de la lucha, no obstante sentiría una enorme consolación. Así se encontraba el Dr. Plinio: todo su sufrimiento parecía haber sido compensado por la gracia recibida y se adentraba en una nueva fase de su vida espiritual.

Al día siguiente, 17 de diciembre, el cirujano consideró que el estado de salud del Dr. Plinio había mejorado notablemente y, contra todo pronóstico, le dio de alta.

La virtud de la confianza a lo largo de toda la vida

«Los oídos de mi alma entendieron la promesa de la Madre del Salvador. Por lo tanto, ¡adelante!»
El Dr. Plinio en 1969

Conversando con él por aquellos días, el Dr. Plinio me comentó que había estado analizando la fisonomía de los médicos a fin de entender su propia enfermedad y percibió que los datos que había obtenido mediante esta observación, enriquecidos por el carisma del discernimiento de los espíritus, no se armonizaban con las informaciones que ellos le proporcionaban. O sea, había compuesto bien el cuadro de la situación y comprendió que su recuperación se debía mucho más a la intervención de Nuestra Señora que a los cuidados médicos.

De hecho, la gracia de Genazzano había sido de una importancia fundamental para su restablecimiento. Y, a partir de 1967, él mismo dirá que sin aquel auxilio sobrenatural habría muerto muchas veces.

«No he vivido sino de la gracia de Genazzano», afirmará más de quince años después de aquel acontecimiento, acrecentando luego: «Sin la gracia de Genazzano, mi corazón habría dejado de funcionar hace mucho tiempo y estaría muerto». Y también: «Con tantas preocupaciones, si no fuese por la promesa de Genazzano me hubiera muerto, pues no habría aguantado las incertidumbres y las dudas. Pero aquella promesa era una garantía. Debo continuar en paz, procurando alargar mi vida, no porque mis ojos hayan visto al Salvador, sino porque los oídos de mi alma entendieron la promesa de su Madre. Por lo tanto, ¡adelante! Así es posible conservar la tranquilidad y la estabilidad en la confianza».

«Cuando enfermé, incluso antes de recibir la gracia de Genazzano, me di cuenta de que mi único deber era tener una confianza tan plácida y entera, que ni siquiera me pregunté mucho acerca de mi enfermedad. Me mantenía informado, pero absolutamente nunca angustiado. Y la gracia de Genazzano confirmó esa conducta: cuando me enteré de la naturaleza de mi enfermedad, comprendí que si hubiera zozobrado en la vorágine de la desconfianza, la evolución del mal habría sido irremediable».

De este modo, su vida estuvo siempre cimentada en la esperanza, de principio a fin. Y, enfrentando siempre las apariencias que le indicaban lo contrario, creyó en la palabra interior pronunciada por Nuestra Señora y esperó el cumplimiento de esa promesa. Esta virtud, infundida en su alma en el Bautismo, lo acompañó especialmente a lo largo de la enfermedad de 1967 y no lo dejaría ni siquiera en la hora de la muerte. 3 

 

Notas


1 El 5 de noviembre de 1967, el Dr. Plinio asistió, desde un sitio muy destacado, a una misa solemne celebrada en la catedral de São Paulo. Distintos aspectos de la ceremonia y del público fueron filmados en el interior del templo y en las escaleras. Días después le invitaron a la proyección del documental. Cuando se vio en la pantalla, se asombró de ver cómo su vigor físico había mermado, probablemente por alguna enfermedad grave.

2 Se trata del libro La Vierge Mère du Bon Conseil, de Mons. Georges F. Dillon, editado por Desclée de Brouwer en 1885.

3 Texto extraído, con adaptaciones, de: Doña Lucilia. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, pp. 618-619; El don de la sabiduría en la mente, vida y obra de Plinio Corrêa de Oliveira. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2008, v. IV, pp. 281-295.

 

1 COMENTARIO

  1. Dice un refrán español que «de bien nacido es ser agradecido»y eso es lo que brota del Alma al deleitarse con éste relato de Monseñor Juan sobre nuestro padre el Sr Doctor Plinio!!. Gratitud inmensa por haber correspondido enteramente a esta Gracia sublime de confianza que le otorgó Nuestra Señora del Buen Consejo. Gracia por la cuál todos nosotros, Heraldos del Evangelio, estamos hoy de pié,en lucha, sabiendo que la Victoria es de Ella y qué por más difíciles que sean nuestras pruebas,se nos ha regalado esta certeza. Imitemos y admiremos esta actitud de Alma de Dr Plinio para llegar a ser dignos hijos suyos.

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