Un cuento de abandono y confianza

«Es ahora o nunca. Sólo hay una manera de salvarme», pensó el conejo, mientras el arma del cazador y las furiosas miradas de los perros le apuntaban.

Entre los fundamentos de la pequeña vía abierta por Santa Teresa del Niño Jesús se encuentran el abandono y amor filiales que debemos tener hacia Dios, aun cuando lo consideremos como justo Juez al que daremos cuenta de todas nuestras acciones. Nos basta el humilde reconocimiento de nuestra debilidad, porque un padre no castiga al hijo que se acusa, sino que lo estrecha junto a su corazón.

Entre los relatos biográficos de la santa de Lisieux, se cuenta que transmitió esta preciosa lección a su inseparable hermana Celina al recordar un cuento que ambas habían leído en su infancia.1 La historia no ha registrado los detalles de esa inocente narración, pero bien podemos imaginarlos…

*     *     *

Cierto día, un rey muy poderoso se preparaba para una gran cacería en sus dominios. Antes de partir, le preguntó a uno de sus sirvientes:

Umberto, ¿está todo listo?

Sí, majestad, los perros reales ya están en la entrada del bosque.

—Entonces, ¡vamos! ¡La mañana promete!

Ese día, algunos perros de caza comenzarían su «carrera», tras meses de exhaustivo entrenamiento. ¡Eran bastantes! Habían sido adiestrados para encontrar y acorralar a la presa, aunque nunca la atacarían sin una orden, pues le correspondía al rey dar el tiro certero.

Ahora bien, en aquel bosque vivía un conejo muy blanco que se consideraba impresionantemente rápido y que demostraba una osadía fuera de lo común, por lo que todos los animales lo llamaban Valiente. Sin embargo, mayor que su coraje era su orgullo…

Mientras caminaba garboso por la fresca hierba, escuchó un alboroto. Se apoyó sobre sus patitas traseras y levantó sus grandes orejas, percibiendo inmediatamente que se trataba de una carrera: «Seguro que esos cobardes animaluchos han avistado otro depredador», pensó.

Decenas de animales pasaron delante de él alertándole del peligro:

¡Corre, Valiente! —le dijo doña Corza.

Esta vez no es un cazador cualquiera, pues su séquito es numeroso —comentaba sin aliento el Sr. Patavo, un sabio pato.

¡Síguenos!le aconsejó Horacio, el viejo jabalí—. Nos refugiaremos al otro lado del bosque.

Con sus cuatro patitas ya puestas en el suelo, tranquilo pero arrogante, Valiente les contestaba:

¡Sois todos unos miedosos! Siempre he logrado enfrentarme a todos los peligros. Ah, esta será otra ocasión en la que todos huiréis, mientras yo me mostraré audaz y veloz.

Así que el presuntuoso conejo se subió a una roca a esperar el enfrentamiento. Al rato, vio acercarse un opulento grupo de perros, que movían sus colas enérgicamente. Todavía seguro de sí mismo, pensó: «¡Saldré bien de ésta como siempre!».

En el lado opuesto, el paje le preguntó a su señor:

—Majestad, los perros han detectado una presa. Están muy inquietos.

Suéltalos. Veamos si hacen bien su trabajo.

En cuanto la jauría se sintió libre, corrió hacia Valiente. Para demostrar su agilidad, el conejo sólo empezó a huir cuando aquella se encontraba a unos metros de distancia. De hecho, ¡era muy rápido! Pero ¿qué significaba eso en comparación con esos perros de pura raza eximiamente entrenados para cazar?

¡Pobre animalito!… En determinado momento su agotamiento llegó al extremo. El pequeñito objetivo ya no podía esquivar a tan diestros perseguidores. Valiente iba disminuyendo la velocidad debido al cansancio hasta que… ¡quedó acorralado! Rodeado de la guarnición canina, se dio cuenta de su férreo orgullo, reconoció su debilidad y contingencia:

¡Ay, Dios mío! Si hubiera aceptado los consejos de los otros animales no estaría enfrentándome a la muerte. Esta desgracia se debe a mi gran arrogancia…

A su alrededor, los perros enseñaban sus afilados dientes, gruñían, ladraban y echaban espuma. El miedo se apoderó de su corazoncito y temblaba todo su cuerpo.

Entonces se acercó el criado y, justo detrás de él, el monarca, que se había bajado de su corcel.

Umberto, los perros me han sorprendido. Demostraron una disciplina y una obediencia completas. Enhorabuena por su buen adiestramiento.

—¡Que todo se haga para servicio de su majestad!

A una orden, las fieras abrieron paso al rey. Cuando la presa levantó la vista y vio acercarse a aquel hombre, lo reconoció: «¡Oh! ¡Éste es el dueño del hermoso castillo de la montaña! Siempre he oído hablar bien de él…».

El monarca se detuvo frente a Valiente, dispuesto a quitarle la vida. En aquel ínterin, en una fracción de segundo, Valiente concluyó: «Sólo hay una manera de salvarme. Es ahora o nunca». En un acto de absoluta confianza, tomó un último aliento, se inclinó en reverencia, cogió impulso y… saltó a los brazos del rey. Éste, sorprendido y viendo tal abandono, se encariñó con el animalito y no permitió que lo tocaran. Lo sujetó con cuidado y se lo llevó consigo.

Pero la historia de Valiente no acabó ahí.

Se montó en el caballo, salió del bosque, atravesó los jardines reales y entró en el castillo. ¡Todo ello en brazos del rey! Por muy maravillosos que fueran los ambientes de su entorno, Valiente no prestaba atención a nada más que a su salvador. Era agradable ver cómo el conejito estaba tan sereno en los brazos de su protector.

Valiente pasó a llamarse Confianza, pues por esta virtud merecía convivir con la familia real

Al entrar en una de las habitaciones, oyó una voz muy dulce:

Papá, ¿cómo ha ido la cacería de hoy? —era la hija del monarca.

Éste se sentó a su lado y le enseñó lo que llevaba.

Mi pequeña reina —le dijo—, la cacería de hoy ha sido especialmente para ti.

La niña abrió los ojos de par en par, pasó delicadamente los dedos por el suave pelaje de Valiente y, en un gesto de gratitud, besó y abrazó a su padre y rey.

Evidentemente, la princesa estaba encantada. Cuidó del animalito con mucho amor e hizo de él su compañía favorita. Le puso el nombre de Confianza, pues gracias a esta virtud el conejo merecía convivir con la familia real.

*     *     *

He aquí la actitud que debemos adoptar ante el Rey de reyes. Si el miedo a la justicia divina, que en este cuento está representada por los perros de caza, nos asalta y perturba, el único refugio que podemos encontrar son los brazos de nuestro Juez y Padre.

No permitamos nunca que nuestro corazón se turbe a causa de nuestras miserias. Éstas no importan siempre y cuando reconozcamos nuestras faltas, pidamos perdón de ellas y nos abandonemos al amor del Sagrado Corazón de Jesús. De grandes pecadores, podemos pasar a convertirnos en hijos predilectos, porque, además de la protección de nuestro Redentor, recibiremos las caricias de la Virgen, bajo cuyos cuidados está todo aquel que confía. ◊

 

Notas


1 Cf. SANTA TERESA DE LISIEUX. Conselhos e lembranças. 7.ª ed. São Paulo: Paulus, 2006, p. 52.

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Del mismo autor

Artículos relaccionados