Aceptar con modestia y fidelidad los designios divinos, a pesar de todos los infortunios, conmueve el corazón de Dios, el primero en darnos ejemplo de amor generoso y desinteresado.

 

Al considerar la vida de los hombres providenciales de la Historia, percibimos que la confianza ha sido el denominador común que marcó la trayectoria de todos ellos. Es lo que ocurrió con los santos patriarcas, los profetas, los jueces, los Apóstoles, las Santas Mujeres, los mártires… en fin, con las innumerables almas que a lo largo de los siglos se mantuvieron fieles a aquel que les había conferido una vocación especial, consumada en la realización de una promesa.

Incluso podemos afirmar que ese camino se abrió con nuestro primer padre cuando, después del pecado original, recibió el anuncio de la venida de un Redentor. Atravesó este penoso valle de lágrimas penitenciándose por su falta, sustentado por la esperanza de que un día la promesa de Dios, finalmente, se cumpliría. Adán confió y, en consecuencia, tuvo en su descendencia una veta de almas llamadas a brillar por una heroica convicción de la victoria, a pesar de todos los desmentidos.

Como parte de ese enorme caleidoscopio de varones y damas de la confianza que surgieron a lo largo de la Historia, reflexionaremos ahora sobre la figura de un personaje del Antiguo Testamento que con su ejemplo marcó las páginas de la Sagrada Escritura.

Alma íntegra y fiel

Entre los judíos llevados en cautiverio a Nínive por los asirios había un hombre justo y temeroso de Dios, que desde su infancia se había mantenido fiel a la ley. Tobit era el nombre de ese varón de modélica virtud.

Llevar una vida íntegra en medio del horror del mundo pagano constituía una prueba ante la cual muchos judíos prevaricaban, acabando por ceder a una especie de unanimismo de cara al mal. Tobit, no obstante, preservó su alma de las depravaciones de los gentiles que vivían a su alrededor.

Ahora bien, «porque tuvo presente al Señor y le amó con todo su corazón» (Tob 1, 13), el Altísimo le dispensó muestras de especial protección: Tobit conquistó cierta benevolencia del rey asirio y, por ello, gozaba de mayor libertad en la sociedad ninivita. De ella se valía para fortalecer, consolar y animar a algunos buenos que aún quedaban en aquellas duras penas del exilio.

Modesto  «vencedor» de Dios

Generoso y sin pretensiones, se dedicaba a sus hermanos con solicitud impar, sin preocuparse de sus propias comodidades. Siempre mantenía encendida la esperanza de que Dios reuniría en una nueva Jerusalén a los deportados de su pueblo esparcidos por las naciones (cf. Jer 31, 10-40).

Sin embargo, a las grandes vocaciones no les basta únicamente con ser intrépidas delante de los hombres: es necesario escalar la cima del heroísmo, «venciendo» a Dios. Sí, porque —¡oh misterio!— a menudo la Divina Providencia se complace en aparecer «indiferente» ante su propia causa y aparentar ser enemiga de los que con más celo luchan por su gloria… Su verdadera intención, empero, consiste en promover en estas almas el brillo de una virtud que le es absolutamente irresistible: ¡la modestia!

Combatir, por tanto, con perseverancia invencible a pesar de todos los infortunios, teniendo como único objetivo el triunfo de Dios en la tierra, conmueve al Creador, el primero en darnos ejemplo de amor infinito y desinteresado: al entregarnos a su Hijo unigénito, nos rescató de la muerte en que yacíamos por nuestra propia culpa. A esa prueba de modestia fue sometido Tobit cuando, pese a sus buenas obras, se quedó ciego.

Él, que siempre había hecho el bien, ¿recibía como recompensa la pérdida de la vista? Al final, ¿qué mal había practicado para merecer tamaña desventura? Si no fuera un hombre recto y santo, su actitud ante tan trágico accidente habría sido de rebelión e inconformidad. ¡Cuántas y cuántas incomprensiones de sus más allegados no deben haberle turbado su interior!

Solamente un alma adornada de una confianza heroica podría, ante tal situación, discernir y aceptar los designios de lo alto. Tobit supo dar su «sí» a la voluntad divina, porque «como desde su niñez vivió siempre en temor de Dios y guardó sus mandamientos, no se quejó contra Dios por la desgracia de la ceguedad que le envió; sino que permaneció firme en el temor de Dios, dándole gracias todos los días de su vida» (Tob 2, 13- 14).

Tobías y el ángel, por Davide Ghirlandaio – Museo Metropolitano de Arte, Nueva York (EE. UU.)

Delicadeza propia a las almas desinteresadas

Poco tiempo después, al sentir cercana su muerte, Tobit se vio en la necesidad de preparar a su hijo, Tobías, para que asumiera el cargo de jefe de familia. Entonces lo llamó y trató de afirmar en su espíritu, a través de consejos, todo lo que le había transmitido mediante el ejemplo.

A continuación, aun sabiendo que corría el riesgo de fallecer sin tener a su hijo a su lado, le incumbió que emprendiera un viaje en busca de la devolución de un préstamo que, tras su muerte, le proporcionaría cierta estabilidad a su esposa.

A través de esa actitud, característica de las almas desinteresadas, Tobit denotó poseer una inmensa delicadeza de espíritu y un completo abandono en las manos de la Providencia. Además, porque supo dar admirables muestras de abnegación, preocupándose más con el bienestar de los demás que con el suyo propio, ¡enseguida pudo ver los frutos de su edificante acto de generosidad!

Tras ver confirmada su decisión al encontrar a un «gallardo joven» (Tob 5, 5) dispuesto a acompañar a su hijo durante el viaje, Tobit se despidió de Tobías, seguro de que dentro de poco lo tendría de vuelta sano y salvo.

Se iniciaba así la aventura de Tobías, quien obtendría más tarde muchas victorias gracias a la fe rutilante de su santo padre. Quién sabe si no sería esa certeza inquebrantable en la protección divina la que «obligó» al mismo Dios a atender a Tobit en todos sus anhelos.

Un amargo cáliz conduce a la victoria

Pasado el tiempo previsto para el regreso de su hijo, Tobit empezó a inquietarse: «¿Por qué Tobías tarda tanto? ¿Porqué se demora lejos de sus padres?».

Sin embargo, muchas cosas ocurrieron durante el viaje… Con el auxilio del arcángel San Rafael, el «hombre fiel» (Tob 5, 4) que se había ofrecido a acompañar a Tobías, estaba siendo trazado divinamente el futuro de su familia. Mientras que a Tobit le era pedido el tormento de la espera, su hijo recibía a Sara como esposa. Juntos vencieron de modo magnífico la maldición que pesaba sobre ella y se convirtieron en padres de una bendecida descendencia. No obstante, nada de eso se le presentaba claramente y por eso padecía atrozmente la ausencia de su hijo.

Ese es el momento del consummatum est (cf. Jn 19, 30) de los varones de la confianza: tras arrojarse en las manos del Todopoderoso seguros de que Él los amparará, tienen que sorber el amargo cáliz de la espera, mientras que el tiempo, que les perfora el corazón, parece desmentir la promesa depositada en su alma. Y al constatar su «fracaso», después de arriesgar el todo por el todo, como que «entregan su espíritu» a la intervención divina en un nuevo y más heroico acto de confianza: «Incluso frente a la no realización de mis esperanzas, ¡aún confío! Dios me dará la victoria».

Consumada la «pasión de la confianza», se concretizan todos los deseos.

El arcángel San Rafael con Tobías – Iglesia de Saint-Sulpice, Fougères (Francia)

El final de una venerable trayectoria

Es lo que sucedió con Tobit, el cual no sólo recibió de vuelta el valor de su préstamo, sino que también le fue restituida la vista y multiplicada su descendencia. Al regresar del viaje con la hiel de un pez que San Rafael le había indicado como remedio, y acompañado de Sara, su esposa, Tobías le abrió los ojos a su padre para que contemplara un futuro mucho más glorioso. Por eso Tobit declara en su plegaria:

«¡Oh alma mía!, bendice al Señor, porque el Señor Dios nuestro ha librado a su ciudad de Jerusalén de todas sus tribulaciones. Dichoso seré yo si algunas reliquias de mi descendencia lograren ver el resplandor y la gloria venidera de Jerusalén. De zafiros y de esmeraldas serán entonces labradas las puertas de Jerusalén, y de piedras preciosas todo el circuito de sus muros. Todas sus calles serán enlosadas de piedras blancas y relucientes; y en todos sus barrios se oirán cantar aleluyas. Bendito sea el Señor que la ha ensalzado; y reine en ella por los siglos de los siglos» (Tob 13, 19-23).

La venerable trayectoria terrena de Tobit se encierra con la transmisión de su invencible esperanza a sus descendientes: «A la hora de su muerte llamó a sí a su hijo Tobías, y a los siete mancebos hijos de éste, nietos suyos, y les dijo: “Presto sucederá la ruina de Nínive; pues la Palabra del Señor no puede faltar; y nuestros hermanos que están dispersos fuera de la tierra de Israel, volverán a ella; y será repoblado todo aquel país desierto, y reedificada de nuevo la casa de Dios, que fue allí entregada a las llamas, y volverán allá todos los que temen a Dios; y las gentes o gentiles abandonarán sus ídolos, y vendrán a Jerusalén para morar en ella; allí se regocijarán todos los reyes de la tierra, adorando al Cristo Rey de Israel”» (Tob 14, 5-9).

¡La Santa Iglesia vencerá!

Difícil sería narrar aquí, paso a paso, todo el desarrollo de la vida de este personaje, marcada por la sublime protección del arcángel San Rafael. Sin embargo, estas consideraciones son suficientes para que comprendamos el valor inestimable que posee a los ojos de Dios la confianza de sus elegidos en las promesas que Él, en su infinita bondad, les hace en lo hondo de su alma.

El ejemplo de Tobit nos llena de esperanza en la victoria de la Santa Iglesia, sobre todo en estos tiempos en que la humanidad está inmersa en el olvido de Dios. Ocurra lo que ocurra, la Esposa de Cristo triunfará, porque así lo prometió el divino Redentor: «Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Y para que nuestra fe no languidezca ante las pruebas y desmentidos, fijemos lo ojos en los grandes modelos de confianza que están a nuestro alcance, a fin de que podamos contemplar, aún en esta vida, la Jerusalén celestial en todo su esplendor.

 

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