Es necesario actualizar los paisajes del presente creando obras «estéticamente consagradas», en armonía con los exuberantes panoramas concedidos por Dios a nuestro querido Brasil.

 

si lo bello es aquello que agrada a la vista, conforme afirma Santo Tomás de Aquino,1 podemos decir que Brasil fue agraciado con un inmenso tesoro de encantos naturales.

De hecho, el territorio nacional alberga riquezas inigualables. Bajo la simbólica égida de la Cruz del Sur se extienden bosques, praderas y regiones desérticas, llanuras y cadenas montañosas, rodeados de vastas zonas costeras salpicadas por islas paradisíacas. En ellas habitan una fauna y una flora variadísima, matizada con colores casi infinitos…

No sin razón, muchos portugueses de la época del Descubrimiento pensaban que habían encontrado el Edén, tal era la fascinación que el Nuevo Mundo les provocaba. «Ciertamente si el paraíso terrenal en alguna parte de la tierra está, estimo que no estará lejos de aquellas regiones»,2 escribió admirado el navegante italiano Américo Vespucio en 1502.

A esas maravillas de la naturaleza, no obstante, se le suma el arte humano. Cuando éste se une armoniosamente a un panorama parece que le confiere algo de religioso y de sagrado, pues la belleza de las obras creadas refleja no sólo la sabiduría y el ingenio del artífice, sino también su fe.

La lección de Venecia

El Grande Canal de Venecia con el palacio Cavalli-Franchetti
en primer plano y la basílica de Santa Maria della Salute al fundo

Con respecto a esto, el filósofo Roger Scruton, recientemente fallecido, comentaba sobre Venecia: «¿Quién puede dudar, al visitarla, que esa exuberante flor del esfuerzo estético no estaba enraizada en la fe y regada con lágrimas penitenciales? De seguro que si hoy queremos construir asentamientos deberíamos prestar atención a la lección de Venecia. Tendríamos que comenzar siempre con un acto de consagración, ya que de este modo echaríamos las verdaderas raíces de una comunidad»3.

En efecto, el arte de la proverbial ciudad italiana, no solamente en la basílica de San Marcos —cuyo «brillo no es de este mundo»4, como también decía el pensador británico—, sino en todo su conjunto, manifiesta algo de divino, de trascendental y de sublime, que nos transporta a realidades supramundanas. Para encantarse con la ciudad flotante, denominada «Serenísima», basta no tener el corazón insensible como el de la condesa Anna de Noailles que tras arribar a una de sus márgenes exclamó en tono burlesco: «Trop de beauté!», demasiada belleza.

En realidad, esta dama francesa estaba profundamente equivocada, porque una de las características fundamentales de la belleza es la proporcionalidad: en ella no hay exageraciones. Unido al esplendor, lo bello nos encanta y nos inspira para, finalmente, confortarnos y elevarnos hacia lo más alto del firmamento.

El ejemplo de Brasil

En los últimos cinco siglos no le faltaron a Brasil lo que podríamos llamar, siguiendo la terminología de Scruton, «actos de consagración estéticos».

Catedral de Olinda (Brasil)

Por cierto, la primera Misa en suelo brasileño —y primer acto oficial de la nación—estuvo adornada con una rústica y tosca cruz, pero compensada con un «altar muy bien arreglado»5, como atestigua Vaz de Caminha, y que se armonizaba con cánticos litúrgicos intercalados por el sonido de las aves nativas y el murmullo sosegado del mar.

Vista aérea de Ouro Preto con la iglesia de San Francisco en primer plano

Más tarde, el celo misionero edificaría catedrales como la de Olinda, en el estado de Pernambuco, enmarcada por el azul turquesa del océano y por frondosas palmeras. Por su parte, la iglesia de San Francisco de Asís, de Ouro Preto, en Minas Gerais, enclavada entre valles y montañas, consagra la obra del famoso escultor Aleijadinho en medio a una atmósfera confortable y plácida, cuya fe exhala un bálsamo casi místico. Finalmente, no podríamos omitir al Cristo Redentor de Río de Janeiro, monumento arquetípico de devoción, con sus brazos extendidos para acoger a los peregrinos y, al mismo tiempo, enaltecer el escenario fantástico que lo envuelve.

Ahora bien, retomando la idea del pensador inglés podríamos preguntarnos: ¿Cómo se ha de construir hoy armonizando belleza y fe?

Mirando hacia el pasado…

Para responder correctamente, conviene que dirijamos la mirada al pasado.

Cuando los valerosos monjes de antaño erigían un monasterio en la cima de una montaña, enfrentado todas las dificultades que eso conlleva, lo hacían con el objetivo de estar «más cerca» de Dios, en todos los sentidos. Sangre, sudor y lágrimas regaban el suelo de aquellas construcciones religiosas, dando lugar a las nupcias entre la belleza y la fe. El esfuerzo valía la pena, pues la proximidad con lo sobrenatural vuelve pequeño cualquier sacrificio.

Mont Saint-Michel (Francia)

Aquellos religiosos del medievo se guiaban implícitamente por el principio más tarde enunciado por Winston Churchill: «Damos forma a nuestros edificios y luego nuestros edificios nos dan forma a nosotros». Y lo aplicaban con una visión trascendente y perenne. Sus construcciones estaban destinadas a atraer y formar no sólo los corazones de su misma generación sino también a los de las venideras. No en vano abadías como la del monte Saint-Michel (Francia) reúnen aún hoy día a millones de visitantes al año.

Al contrario de lo que pregona la mentalidad «descartable» tan en boga en nuestro tiempo, un edificio religioso debe ser el prototipo de lo bello, pues solamente lo bello es perenne, como eterno es el propio Dios. Lo feo, a su vez, es transitorio y por eso mismo, inútil. Si una edificación nos causa horror a la vista también nos genera malestar y, por consiguiente, nadie desearía vivir en ella, precisamente porque «deformaría» el alma.

…a fin de construir el presente

¿Y hoy? ¿Aún es posible unir en Brasil, o en cualquier país, una arquitectura impregnada de fe y adornada por un bello escenario?

Quien recorre la sierra de la Cantareira, al norte de la capital paulista, siente su atención atraída por la basílica de Nuestra Señora del Rosario, de los Heraldos del Evangelio, que pretende ciertamente empaparse de las fuentes clásicas del arte religioso, aunque con sólidos rasgos de originalidad. El edificio sagrado, enmarcado por la Mata Atlântica (bosque tropical atlántico, en español), conjuga lo maravilloso, la solemnidad y la devoción. Por su parte, la casa Lumen Maris, en Ubatuba, también de los Heraldos del Evangelio, asoma intrépidamente sobre una colina bordeada por algunos de los paisajes más encantadores del litoral brasileño.

Puesta de sol en la Casa de Formación Thabor, Caieiras (Brasil)

Pues bien, estos son dos ejemplos contemporáneos de cómo la belleza y la fe no están anticuadas. El patrimonio histórico y la naturaleza han de ser preservados, pero es necesario actualizar los paisajes del presente creando obras «estéticamente consagradas», en armonía con los exuberantes panoramas concedidos por Dios a nuestro querido Brasil.

La fe para los brasileños no exige pruebas. Está proclamada por la naturaleza y por los edificios que por ella fueron erigidos.

 

Notas

1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. I, q. 5, a. 4, ad 1.
2 VESPUCIO, Américo. Mundus Novus. Carta a Lorenzo di Pierfrancesco dei Medici. In: Novo Mundo: as cartas que batizaram a América. Rio de Janeiro: Fundação Darcy Ribeiro, 2014, p. 10.
3 SCRUTON, Roger. The Beauty of Belonging. In: www.plough.com.
4 Ídem, ibídem.
5 CAMINHA, Pero Vaz de. A carta de Pero Vaz de Caminha. Rio de Janeiro: Agir, 1965, p. 52.

 

 

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