El pecado de nuestros primeros padres significó para la naturaleza humana una auténtica tragedia, cuyas nefastas consecuencias se transmitieron a la posteridad de Adán a través de Eva, «la madre de todos los que viven» (Gén 3, 20). En contrapartida, el Señor le recriminó a la serpiente tentadora: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará» (Gén 3, 15). Fue necesario esperar algunos milenios para que, como una especie de réplica, la Providencia mandara a esa nueva Eva —identificada por la Tradición con la Santísima Virgen—, que repara la culpa de la antigua y aplasta al demonio.
San Agustín se pregunta por qué Dios aguardó tanto tiempo para rescatar al género humano y responde que, por ser algo que se poseería para siempre, la Redención debería ser largamente prenunciada por una serie de heraldos (cf. In Ioannis Evangelium. Tratactus XXXI, n.º 5), el último de los cuales fue sin duda la propia María. Su fiat no solamente anunció, sino que hizo efectivo el adviento del Mesías (cf. Lc 1, 38), y en su claustro virginal, por un misterio insondable, su sangre se fundió con la sangre redentora —Sanguis Christi, sanguis Mariæ—, confirmando simbólicamente su papel, aunque relativo, en la remisión sacrificial del primer pecado.
Ya en el Calvario, durante los padecimientos de Cristo, el llanto de Nuestra Señora anunciaría la Redención. Tras la crucifixión, el cuerpo de Jesús sería llevado nuevamente al regazo de su piadosa Madre, cuyas lágrimas se mezclarían con la sangre salvadora. Finalmente, en Pentecostés, por medio de Ella se iniciaría el nuevo régimen de gracias nacidas por el sacrificio del Cordero Divino.
Consideradas estas cosas, se puede concluir la misión corredentora de la Madre de Dios no tan sólo porque pontífices y teólogos se hayan pronunciado en ese sentido, sino también por la propia congruencia de los hechos narrados en la Sagrada Escritura.
Analizada de una manera superficial, la expresión Corredentora puede parecer excesiva. No obstante, si este y tantos otros títulos atribuidos a la Virgen por la Iglesia a lo largo de los siglos fueran fruto de piadosas exageraciones, sería difícil entender por qué Ella prenunció en el Magníficat que todas las generaciones la llamarían bienaventurada (cf. Lc 1 48).
Si María Santísima fuera solamente Madre, como pregonan los luteranos, ¿cómo se explica que Ella, a través de los siglos, haya engendrado hijos redimidos por la promesa del Salvador (cf. Jn 19, 26-27)? Si fuera una mujer cualquiera, como se escucha en círculos anticatólicos, ¿por qué su divino Hijo la enviaría como mensajera en diversas apariciones a través de los tiempos? Estas interpelaciones sólo refuerzan en nuestros corazones el papel central de María en los designios divinos.
Pléyades de santos, Papas y la misma Virgen prenunciaron una futura era mariana, para la cual Ella ya está preparando a sus hijos predilectos. Considerando el paroxismo de pecado al que ha llegado el mundo hodierno, ¿por qué no suponer que esto se materializará por medio de una analógica «redención», cuyas características aún no nos han sido desveladas? Nada más plausible. Y, si nuestra hipótesis se confirma, nuevos atributos marianos brotarán de los labios de los fieles, confirmando el famoso dicho de San Bernardo: «De María nunca se dirá lo suficiente». ◊
Salve María, buenos días hermanos Heraldos del Evangelio, gracias por enviar la Revista en formato digital, que nuestro Señor y Nuestra Madre Santisima nos bendiga a todos amén.
Excelente editorial. La corredención de la Virgen es central y fundamental para todos los católicos y devotos de Ella. A pesar que hay algunos que se dicen católicos que niegan o menosprecian esa corredención.