La batalla más grande de la historia fue anunciada por el Protoevangelio: «Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; ésta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón» (Gén 3, 15). Se traza así el eterno combate entre los hijos de la Virgen y el linaje de la serpiente.
Al contrario de las disputas meramente terrenales, en este combate espiritual la lucha se decide ante todo por la fidelidad de la retaguardia, condición para el éxito de la vanguardia. De hecho, la contemplación es el presupuesto de las buenas acciones, y la oración el preámbulo de todo apostolado. Baste citar, como ejemplo, que Santa Teresa del Niño Jesús se convirtió en el faro de las misiones incluso escondida en la penumbra del Carmelo.
Para ser digno receptáculo de Jesús, la Virgen Santísima fue preservada de toda corrupción, colmada de gracias y bendita sobre todas las mujeres. Su «fíat» brotó como corolario del intenso amor de la «esclava del Señor» (Lc 1, 38).
La Encarnación del Verbo motivó una de las mayores exultaciones angélicas, el canto del Gloria in excelsis Deo. La alegría de María fue serena, tranquila y silenciosa: conservaba en sí todos los acontecimientos, meditándolos en su corazón (cf. Lc 2, 19).
Mientras Jesús afrontaba a los fariseos, desenmascaraba al sanedrín o expulsaba a los mercaderes del Templo, su piadosa Madre permanecía plácidamente en la retaguardia, intercediendo ante el Padre. Y durante la Pasión, ante su Hijo elevado de la tierra como «signo de contradicción» (Lc 2, 34), María fue traspasada en el alma por una espada, pero persistió en paz.
La muerte del Salvador tampoco ofuscó el alma de la Virgen, concebida sin la mancha original, porque «el aguijón de la muerte es el pecado» (1 Cor 15, 56). En los días en que el cuerpo de Jesús reposaba en el sepulcro, la Iglesia permanecía como dormida en Nuestra Señora. Los Apóstoles huyeron, el velo del Templo se rasgó y las tinieblas cubrieron el orbe. María, sin embargo, se mantuvo fiel y en una quietud similar a la que había expresado antes de su «sí» a la voz del arcángel.
La Ascensión coronó la victoria alcanzada en el triunfo sobre la muerte, exordio de la glorificación de la Madre de Dios. En Pentecostés, el Espíritu Consolador se posó sobre Nuestra Señora para emanar luego hacia los Apóstoles. A continuación, Pedro y Juan obraron miles de conversiones (cf. Hch 2, 41) y realizaron milagros aún mayores que los del divino Maestro (cf. Jn 14, 12). María, sin embargo, perseveraba en la retaguardia, a la expectativa del reencuentro con su Hijo en los Cielos.
Preservada de la vetusta mácula, la Virgen Inmaculada quedó también exceptuada de sus consecuencias, en particular de la corrupción del sepulcro. El tránsito hacia la Patria reflejaría, por tanto, su vida terrena. Alcanzó entonces el auge de la contemplación a través de la dormición, cuyo éxtasis la condujo a los brazos de Jesús.
En la Asunción, se consolidó en Ella la serenidad con la nota marcial del triunfo: «¿Quién es ésta que despunta como el alba, hermosa como la luna, refulgente como el sol, imponente como un batallón?» (Cant 6, 10). Subió a los Cielos, no porque nos abandonaría, sino para contemplar aún más y así conquistar más victorias todavía para sus hijos. ◊