San Timoteo – Una biografía escrita por Dios mismo

Hijo y hermano espiritual de San Pablo, apóstol salido de las manos del Apóstol, prototipo de obispo, mártir de la increpación. Su historia nos la cuenta el propio Dios.

Hay dos tipos de biografías que conforman el encanto de la historia: por un lado, la de los ilustres, de los famosos, de los héroes que cabalgan en el esplendor del día; por otro, la de los que hicieron del misterio su morada, cuyos más bellos rasgos de alma ha escapado a la fascinación humana, dejando solamente entrever un enorme fulgor detrás del enigma.

De entre tales epopeyas aureoladas de penumbra, como la de Enoc, de Melquisedec o de Elías, emerge la de un varón cuyo nombre es tan conocido por los cristianos como ignorada su historia: San Timoteo.

Entre las epopeyas aureoladas por la penumbra, se halla la de ese varón, cuyo nombre es tan familiar a los cristianos como ignorada su historia

Su vida esquivó la pluma de los hombres. Por eso, Dios mismo se encargó de narrarla, inscribiéndola en la Biblia, el libro más sagrado entre todos. En los Hechos de los Apóstoles, en las epístolas paulinas e incluso en el Apocalipsis aparecen aquí y allá trazos de esa personalidad desconocida pero célebre.

El primer capítulo de esta odisea está redactado, según costumbre del divino Autor, con letras rectas en renglones torcidos.

Confiscado por San Pablo

San Timoteo – Iglesia dedicada a él en Paussac-et-Saint-Vivien (Francia)

Al unísono con Bernabé, San Pablo hacía resonar en Iconio el peligroso nombre del Crucificado…, más arriesgado aún, del Resucitado. El pueblo, enconado por los judíos, se alzó para apedrear a los predicadores, que huyeron hacia Listra, ciudad distante unos cuarenta kilómetros (cf. Hch 14, 1-7). Florecía la primavera del año 40 d. C.

En esa pequeña localidad de Licaonia tomaron como cuartel general la casa de Eunice, una piadosa judía casada con un griego, cuya hospitalidad fue más que recompensada. De hecho, de toda la población, el campo que mejor recibió la semilla del Evangelio fue su hijo Timoteo.

Preparado para la gracia con una esmerada educación religiosa (cf. 2 Tim 1, 5), fue un terreno fértil para la Buena Noticia. Y San Pablo, regándola con el agua del bautismo, hizo fecundar la inhabitación de la Trinidad.

Sin embargo, al Apóstol no le sería dada la alegría de ver los primeros brotes de su sementera. Estando a punto de ser adorado en esa ciudad a causa de un milagro, casi es apedreado por negarse a ser un dios más en el panteón licaoniano. Y así dejaba a Dios la continuación de este libro que acababa de empezar: ese Timoteo de 12 años.

De hijo a hermano

Unos ocho años más tarde el Apóstol regresó a aquella región y se encontró con los frutos de su trabajo. No sólo eso: también descubrió el apoyo para las nuevas angustias que lo afligían. A partir de ese día, serían dos los heraldos del Evangelio que acompañarían a San Pablo: Silas y Timoteo (cf. Hch 15, 40; 16, 3).

Timoteo, el «verdadero hijo en la fe» (1 Tim 1, 2), se convertía ahora en el «hermano y colaborador de Dios en el Evangelio» (1 Tes 3, 2).

Comenzaba entonces la etapa de oro de su vida. La del oro que se refina en el horno de la convivencia con el maestro y en el crisol de las batallas. Dejó el hogar paterno para, sin intervalos, seguir a su padre espiritual por Frigia, Galacia, Misia y Tróade; Samotracia, Neápolis y Filipos (cf. Hch 16, 6-12). Éste era el ritmo del combate apostólico que le esperaba en adelante. De ciudad en aldea, del éxito a la decepción, de la esperanza a la lucha, allá iban ellos, los soldados del Señor.

Eunice y Timoteo – Iglesia de San Lorenzo, North Hinksey (Inglaterra)

No obstante, los sufrimientos morales tonificaban a Timoteo más aún que las fatigas del cuerpo. En Filipos, Pablo y Silas fueron arrestados por expulsar un demonio; Timoteo, sin embargo, quedó fuera de las cadenas… (cf. Hch 16, 23-24). ¿Por qué no iba a merecer también él la honra de los grilletes y los azotes?

Dios diseñaba esta epopeya, pero ahora con rubescentes trazos de sangre de alma: con la soledad.

Apóstol salido de las manos del Apóstol

Ése no fue el único momento en que San Timoteo se vio privado de su inseparable amigo. Fueron muchas las misiones que desempeñó solo: fue enviado a Macedonia a una delicada tarea (cf. 1 Tes 3, 2), llevó a los corintios la primera de las cartas de aquella iglesia (cf. 1 Cor 4, 17), acudió en ayuda de los filipenses (cf. Flp 2, 19).

Con todo, el gran Apóstol de las gentes se separaba de su amado discípulo únicamente cuando las circunstancias no le permitían otra cosa: «No pudiendo aguantar más —escribía añorante—, preferimos quedarnos solos en Atenas y enviamos a Timoteo» (1 Tes 3, 1-2). A los corintios les exhortaba vivamente que lo devolvieran sin demora: «Que venga adonde yo estoy, pues lo estoy esperando» (1 Cor 16, 11)… Poco antes de su martirio, le imploraría directamente a su hijo en la fe: «Procura venir enseguida a mi lado» (2 Tim 4, 9).

Preparado para la gracia con esmerada formación religiosa, Timoteo se convirtió en el principal fruto del apostolado de San Pablo en Listra

Unidos en la acción, aún más lo estaban en la caridad. Esto es lo que dice Pablo acerca de Timoteo: «mi colaborador» (Rom 16, 21), el «hijo querido» (2 Tim 1, 2), el «hombre de Dios» (1 Tim 6, 11), «Timoteo, el hermano» (Col 1, 1) , el «buen soldado de Cristo Jesús» (2 Tim 2, 3) que «trabaja en la obra del Señor como yo» (1 Cor 16, 10).

Como San Pablo… Era, por tanto, el alter ego,1 el «otro yo» del gran San Pablo. «No tengo a nadie —añadiría en la Epístola a los Filipensestan de acuerdo conmigo que se preocupe lealmente de vuestros asuntos. […] Conocéis su probada virtud, pues se puso conmigo al servicio del Evangelio como un hijo con su padre» (Flp 2, 20.22).

Él era el descanso del infatigable, el refrigerio de esa alma de fuego, el apóstol salido de las manos del Apóstol.

La última prueba de amor

El único momento en que la ausencia de Timoteo en los Hechos de los Apóstoles nos sorprende es durante el último viaje de San Pablo. Sigue a su padre espiritual en la subida a Tierra Santa; sin embargo, de esta ocasión no sabemos nada del discípulo omnipresente. No se le menciona con Pablo en Jerusalén, ni en Cesarea, ni siquiera de camino a Roma. Lo cierto es que aparece como coautor de las cartas desde la prisión romana: a los filipenses, la segunda a los corintios, a Filemón, componiendo así las seis cartas que suscribe con San Pablo.2

Sintomático: tras un período de discreción, el aprendiz empezaba a «coejercer» las funciones del fundador. Es la señal de que ya estaba plenamente configurado por la convivencia con él y por imitarlo en todo: «Tú», escribiría Pablo al discípulo perfecto, «me has seguido en la doctrina, la conducta, los propósitos, la fe, la magnanimidad, el amor, la paciencia, las persecuciones y los padecimientos, como aquellos que me sobrevinieron» (2 Tim 3, 10-11).

Había llegado, pues, el momento de la postrera misión. Movido por las profecías sobre la vocación de Timoteo (cf. 1 Tim 1, 18), San Pablo ya lo había elevado a la condición episcopal (cf. 2 Tim 1, 6). Ahora le legaba la parte más preciada de su herencia: la iglesia de Éfeso.3

Obispo encarcelado

La célebre urbe de la Antigüedad, situada junto al mar Egeo, estaba destinada a mayores glorias en la era cristiana. De hecho, la Virgen, apartándose de la vieja Sion, se instalaría en ese «corazón del campo de apostolado de los discípulos»4 que era Éfeso.

San Pablo consagra obispo a San Timoteo, de Ludwig Glötzle – Catedral de San Ruperto, Salzburgo (Austria)

Allí vivió Ella con San Juan, desde el comienzo de las persecuciones anticristianas en Jerusalén hasta el final de su vida terrena. Allí la habrá conocido Timoteo cuando acompañaba al Apóstol durante tres años de predicación (cf. Hch 20, 31). De allí partió Ella hacia el Cielo. Desde allí se extenderían los primeros brotes de la devoción mariana. Allí, siglos después, sería proclamada solemnemente como la Virgen Madre de Dios.

De entre los galardones marianos, a los efesios no les faltaría el mayor de todos los honores: la lucha, dentro y fuera de la comunidad. Fuera, el paganismo blasonaba del afamado templo de la ciudad, persiguiendo a quienes se oponían al grito: «¡Grande es la Artemisa de los efesios!» (Hch 19, 28). Dentro, abundaban «supuestos maestros de la ley» (1 Tim 1, 7) que echaban la cizaña en los sembrados de Pablo.

La batalla interna y externa de la iglesia de Éfeso sería la digna misión de Timoteo, lo que llevó al Apóstol a motivarlo: «Sostén el noble combate»

Batalla interna y externa, digna misión para San Timoteo. No sin razón, el maestro le advertía: «Timoteo, hijo mío, te confío este encargo […] para que combatas el noble combate» (1 Tim 1, 18).

De los primeros enfrentamientos del obispo no sabemos nada, salvo el odio que suscitó. Y, por su magnitud, lo doloroso de los golpes que asestó. En efecto, durante el período comprendido entre los dos encarcelamientos de San Pablo en Roma, Timoteo fue detenido y liberado (cf. Heb 13, 23).

Lejos de su padre, el Señor no dejaría de redactar la biografía de su Timoteo. En esos párrafos lo haría a través de la pluma de San Pablo.

Correspondencia con su padre

La estrecha convivencia que sustentaba a ambos continuaba por medio de cartas. No obstante, sólo han quedado dos epístolas dirigidas al discípulo.

La primera de las misivas perfila al prelado ideal y las normas con las que debe pastorear su rebaño: «Conviene que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, ordenado, hospitalario, hábil para enseñar» (1 Tim 3, 2). A Timoteo, concretamente, San Pablo le ordena que se haga respetar pese a sus jóvenes 40 años (cf. 1 Tim 4, 12).

Sin embargo, la segunda epístola es más íntima y, casi podríamos decir, confidencial. Suele ser considerada el testamento de San Pablo. En ella, el Apóstol derrama los secretos de su corazón, susurrando a través de su pluma tan a menudo atronadora: «Te tengo siempre presente en mis oraciones noche y día. Al acordarme de tus lágrimas, ansío verte, para llenarme de alegría» (2 Tim 1, 3-4).

¿Qué lágrimas eran ésas? Ciertamente, las de una nostalgia indecible de la época en la cual sentía en sí aquel ambiente primaveral de los primeros tiempos de su vocación. Por eso le exhortaba: «Te recuerdo que reavives el don de Dios» (2 Tim 1, 6).

Sólo eso podría consolar y sostener al discípulo desde el momento en que ya no leería aquellas letras tan fuertemente estampadas en el pergamino. Su padre y fundador subiría, poco después, mucho más allá del tercer Cielo (cf. 2 Cor 12, 2)…, sin retorno.

Dios estaba preparando entonces la última estrofa de su epopeya. Siempre en renglones torcidos.

Mártir de María

El mundo parecía vacío debido a la ausencia de Pablo. Únicamente su último consejo —reavivar la llama del don de Dios— llenaba este vacío. Quizá fue en una ocasión en que meditaba sobre ello cuando llegó a manos de Timoteo un largo pergamino procedente de la isla de Patmos. San Juan le enviaba un libro lleno de misterios, que la posteridad llamaría Apocalipsis. En el manuscrito, cartas a cada uno de los ángeles de las siete iglesias de Asia. «Ángel» aquí, como tantas otras expresiones apocalípticas, alberga más de un significado, y el que seguramente más le interesó a Timoteo era el de obispo. Sobre todo, cuando percibió que la primera misiva iba dirigida al ángel —u obispo— de Éfeso.5

¡Qué sorpresa! Parecían las postreras palabras de San Pablo: «Escribe al ángel de la iglesia en Éfeso: […] Conozco tus obras, tu fatiga, tu perseverancia […]. Tienes perseverancia y has sufrido por mi nombre y no has desfallecido. Pero tengo contra ti que has abandonado tu amor primero» (Ap 2, 1.3-4).

Ardiendo de celo por la honra de la Madre de Dios, San Timoteo mereció la excelsa condición de mártir, quizá el primero en dar su sangre por María

No, no permitiría que, cuando llegara a la otra vida, volver a oír semejante amonestación de boca del divino Juez. Redobló su entusiasmo, inflamó aún más su dedicación, multiplicó sus osadías.

Se dice que el 22 de enero del año 97, la vehemencia de ese fuego, tan nuevo y tan viejo, irrumpía el umbral de su corazón. Era un día festivo para los efesios. Ebrios de paganismo y enloquecidos por el orgullo, exhibían el ídolo de Artemisa.

Esta diosa era una satánica imitación, una inmunda falsificación de la Virgen Madre de Dios. Una deidad sui generis, que adoraban como diosa de la virginidad y la maternidad; a la vez virgen y dispensadora de fertilidad.6 Su impúdica estatua debió hacer vibrar de indignación el alma de Timoteo. Ciertamente llevado por el recuerdo de María Santísima, a quien había conocido en aquella ciudad, increpó a los idólatras.

La reacción fue de odio. Se lanzaron sobre el obispo y, con palos y piedras, lo elevaron a la excelsa condición de mártir. El primero de ellos, tal vez, en tener el honor de derramar su sangre por María.

Dios ponía el punto final a la historia terrena de su Timoteo. Es decir, trazaba en ella la cruz.

«Sois carta de Cristo»

Hijo y hermano de San Pablo, apóstol del Apóstol, prototipo de los obispos, mártir de la increpación y de la devoción mariana. Tanta grandeza inmersa en las brumas de su vida que sólo nos ha llegado porque Dios la ha revelado.

Martirio de San Timoteo – Museo de Arte Walters, Baltimore (Estados Unidos)

Grandeza ésta que provenía esencialmente de una disposición de alma del santo: ofrecer su alma a Dios como un libro limpio, puro, vacío de sí. En las blancas páginas de la modestia, el divino Artista escribió una epopeya inimaginable, un auténtico mito —¡un mito verdadero!— que se proyectará en la eternidad, un himno de perpetua gloria al Creador.

San Pablo nos lo recuerda en una epístola firmada también por San Timoteo: «Sois carta de Cristo, redactada […] no en tablas de piedra, sino en las tablas de corazones de carne» (2 Cor 3, 3). ◊

 

Notas


1 Son ésas las palabras utilizadas por Benedicto XVI (cf. Audiencia general, 13/12/2006. In: Insegnamenti di Benedett XVI. 2006 [luglio-dicembre]. Città del Vaticano: LEV, 2007, t. ii/2, p. 807).

2 A saber: a los colosenses, a los filipenses, la segunda a los corintios, las dos a los tesalonicenses y a Filemón.

3 Cf. Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica. L. iii, c. 4, n.º 5. Madrid: BAC, 2008, p. 124.

4 Clá Dias, ep, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio, 2021, t. ii, p. 541.

5 Sobre la hipótesis de que la carta del Apocalipsis al ángel de la iglesia de Éfeso estuviera dirigida a San Timoteo, véase: Muniesa, D. «Timoteo». In: Ropero Berzosa, Alfonso (Ed.). Gran diccionario enciclopédico de la Biblia. 7.ª ed. Barcelona: Clie, 2021, p. 2491.

6 Cf. Eliade, Mircea. História das crenças e das ideias religiosas. Rio de Janeiro: Zahar, 2010, t. i, p. 266.

 

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