San Gregorio VII – El Papa que venció al mundo

La Iglesia está asediada por varios lados. Por una parte, el poder político amenaza su libertad. Por otra, el dinero es el único señor de un clero mayoritariamente desviado. El desprecio —si no la persecución— al celibato endurece aún más el cerco. ¿Cuál es la solución? Un santo.

Una escena singular se desarrollaba en la fortaleza de Canossa, al norte de la península itálica. Habían pasado tres días desde que un andrajoso, vestido de sayal penitencial, de pies descalzos sobre la nieve y ayunando desde por la mañana hasta la noche, imploraba a gritos y de rodillas entrar en el interior del castillo. Una circunstancia hacía especialmente dramático el espectáculo: azotaba el invierno más despiadado del siglo. No obstante, el inusual aspecto de la escena resultaba menor a los hechos que a los personajes. El que no permitía la entrada era el Papa, y el mendigo era el soberano del Sacro Imperio Romano Germánico, el mayor monarca de Occidente.

¿Qué vueltas había dado la historia para que llegáramos a tal paroxismo?

Enrique IV ante San Gregorio VII, de Taddeo y Federico Zuccari

La guerra esbozada

Durante esos días, del 26 al 28 de enero de 1077, tuvo lugar una de las batallas de la enorme guerra en donde el papa San Gregorio VII desempeñó el papel de general de la Iglesia. Es cierto que redundó en una rotunda victoria del pontífice, pero sólo en uno de los frentes, ya que la Iglesia estaba rodeada por varios lados.

Por uno de ellos, atacaba el emperador Enrique IV, que se reservaba el derecho de investir a obispos y clérigos en sus cargos. Muchas de las tierras imperiales, que se extendían desde la mitad septentrional de la actual Italia hasta los confines, y un poco más allá, de la Alemania de hoy, pertenecían a episcopados y abadías. Ahora bien, como el señor feudal era quien entregaba a los vasallos sus respectivos dominios, el emperador creía que también le incumbía a él ese derecho respecto de los clérigos que tomaban posesión de esas tierras, eligiéndolos. Sin embargo, la elección o confirmación de un obispo sólo puede ser realizada por el sumo pontífice. Se intuye claramente el problema que surgió de esto: el césar nombraba a los prelados a su gusto, sin requerir el consentimiento papal. He aquí un primer y gravísimo problema… que no llegaba solo.

Al ser muy rentables las tierras que les correspondían a los clérigos ilícitamente investidos por el emperador, empezó el comercio de estas funciones: proliferaba la simonía, el nefasto sacrilegio ya practicado por Simón el Mago (cf. Hch 8, 18-24), de someter lo sagrado al dinero. Ese segundo mal engendraba un hijo peor que su padre, es decir, un clero enteramente volcado en el lucro, investido en las funciones eclesiásticas sin la supervisión de Roma: he ahí la ecuación que resulta en la disipación de los que fueron llamados a ser la «luz del mundo» (Mt 5, 14) por su ejemplo. Así pues, los escándalos morales de tales sacerdotes se multiplicaban, especialmente en lo que respecta al celibato que debían guardar. Era éste un tercer lado del asedio contra la santa e inmortal Iglesia.

San Gregorio discernió con claridad toda esa situación. Impertérrito, decidido, audaz, declaró la guerra. Irrumpía el rutilante período de la reforma gregoriana.

Pero ¿cómo había surgido este glorioso Papa?

De Hildebrando a Gregorio VII

Penumbroso y envuelto en el misterio como el dilúculo es el amanecer de la vida de ese pontífice. El nacimiento de Hildebrando, así se llamaba, tuvo lugar probablemente entre 1015 y 1023, en la aldea de Sovana, en la Toscana. No sabemos nada, o casi nada, de su infancia y juventud, salvo que provenía de una familia modesta y plebeya y que, siendo todavía joven, se hizo benedictino en la abadía de Santa María en el Aventino, hija de Cluny, en Roma. Allí formó su personalidad y comenzó a perfilar los rasgos de la historia que escribiría. La moldeó con la mentalidad cluniacense, que por entonces esculpía el esplendor de la Edad Media: su papado llevaría una «impronta monacal»1 y su acción sería la de un religioso ceñido con la tiara.

En la Ciudad Eterna se distinguió hasta el punto de, en 1046, acompañar al papa Gregorio VI a Alemania. Habiendo regresado, fue hecho cardenal subdiácono y desde entonces se convirtió en consejero y secretario de todos los sucesivos romanos pontífices: León IX, Víctor II, Esteban IX, Nicolás II y Alejandro II. Cuando se produjo la muerte de este último, el 21 de abril de 1073, fue aclamado como digno sucesor de San Pedro aún durante las ceremonias fúnebres de su antecesor.

Descontento con esta elección, le pidió al emperador Enrique IV que la vetara. Si el monarca no quisiera hacerlo, prometía una severa e inexorable guerra contra las investiduras laicas y contra la simonía que promovía. Afortunada e inexplicablemente, el soberano ratificó la elección.

Elevado a la sede apostólica, ordenado presbítero y obispo —porque entonces no era más que diácono—, tomó el nombre del primer Papa al que sirvió, Gregorio. «La reforma, por la cual había trabajado y sufrido tanto, bajo sus predecesores, ahora estaba en sus manos».2

Sus medidas no se hicieron esperar.

Abriendo fuego

En el tercer mes del año siguiente, reunió en Roma un concilio en el que se decidió la excomunión de todos los obispos y clérigos simoníacos o fornicadores. De un solo golpe, San Gregorio VII hizo sangrar los distintos rostros de la conjuración que asaltaba a la Iglesia. Al herir a la simonía y a la clerogamia, también sacudía al emperador.

Éste, instigado por los excomulgados, decidió resolver el asunto sin más ceremonias. Cuando el Siervo de los siervos de Dios oficiaba la fiesta de Navidad en la basílica de Santa María la Mayor, una tropa de asesinos entró en el templo acuchillando a los fieles y arrojándose sobre el pontífice. ¡Lo secuestraron! Con el Papa en manos, la banda sacrílega corrió por las calles de Roma para escapar hacia los Alpes, donde el emperador los recibiría. En vano, pues el rebaño defendió al pastor.

Después de tres días de penitencia bajo la nieve, el mayor monarca de Occidente imploraba perdón al Papa, en una estruendosa victoria para la Iglesia

El primer ataque de los infiernos había fracasado. La guerra continuaba…

El 22 de febrero de 1076, Hildebrando celebró otro concilio en la basílica de Letrán. Y Enrique IV jugó la carta del desesperado. Tras el canto del Veni Creator, se levantó un emisario imperial: «El rey Enrique, nuestro señor, nos envía para ratificar sus decisiones irrevocables. […] Te decimos, Gregorio, en virtud de la autoridad real: baja ahora de la sede apostólica, si valoras tu vida. […] ¡Baja! ¡Baja! Tú que estás maldito por los siglos de los siglos».3

Por una de esas ironías de la historia, fueron ellos quienes por amor a su vida se retiraron, ya que los gritos de hostilidad de todos los que participaban en el concilio los impelían a ello. Entonces, el Papa anunció su intención de anatematizar a Enrique IV y sus cómplices. Los padres conciliares reunidos concordaron con el sucesor de Pedro. ¡El emperador fue excomulgado!

Las victorias

Ahora bien, con este acto, todos los vasallos imperiales quedaban ipso facto dispensados de la obediencia que le debían a Enrique. Pero sus súbditos no sólo lo abandonaron, sino que también le exigieron que se reconciliara con la Iglesia antes del 2 de febrero del año siguiente, cuando lo juzgarían por sus múltiples e indescriptibles crímenes, que no consistían únicamente en la desobediencia al papado. Si en esa reunión fuera declarado culpable, lo depondrían definitivamente de su cargo.

San Gregorio tuvo por diadema la virginidad perfecta. María fue su confidente más íntima, la más oída de sus consejeras, la Señora de sus actos

De la misma manera que «la voz del Señor descuaja los cedros» (Sal 28, 5), así una palabra del Papa doblegó al más grande monarca de Occidente. Se trataba de la misma fuerza moral que ya había pesado sobre otros poderosos: el normando Roberto Guiscardo, conquistador del sur de Italia y vencedor en el Bósforo, que fue conquistado por el Papa; el rey de Francia, Felipe I, que oyó las reprensiones pontificias; Salomón de Hungría y Svend II, rey de Dinamarca, entre otros, que sintieron el poder de las llaves de Pedro.

Este jaque mate de San Gregorio VII fue lo que llevó al príncipe a postrarse e implorar perdón —y a conseguirlo gracias a la gran misericordia del santo— en Canossa. Pese a ello, sólo en el concilio ecuménico de Letrán, celebrado en 1123 bajo la égida de Calixto II, sería sellada solemnemente la victoria de la Iglesia en los tres frentes que la asolaban.

Ruinas del castillo de Canossa (Italia)

Ante tales hechos, ojos materialistas podrían ver en San Gregorio al hombre de voluntad acerada, al estadista de amplias miras políticas, al coloso que hizo que Europa se inclinara ante él como no lo hicieron César Augusto, Carlomagno o Napoleón. ¡Qué miope y corto de vista!

Hildebrando, el pobre plebeyo de Sovana, no sería nada si la gracia no lo hubiera transformado en San Gregorio VII.

¿Cuáles fueron entonces las influencias de la vida divina, qué virtudes, qué devociones hicieron de él un hito en la historia universal y una lumbrera en la hagiografía?

Las armas del Papa

San Gregorio VII fue ante todo monje. Y su diadema, por tanto, fue la virginidad perfecta. A pesar de las calumnias —esas sombras con las que la envidia siempre persigue al hombre íntegro— levantadas contra él, nunca una duda invadió a quienes pudieron contemplar su mirada llena de pureza. La «divina María», como él la invocaba, fue la muralla de ésa y otras virtudes, así como su confidente más íntima, la más escuchada de las consejeras, la Señora de todos sus actos. Una prueba más de su santidad, pues no hay santo sin acrisolada devoción a la Madre del Redentor.

¿Cuál fue el efecto de la práctica de la castidad en este varón? «El hombre de manos limpias —exclama Job— redobla su energía» (17, 9). He aquí otra de sus coronas: la valentía de haber enfrentado a toda una época y a una decadencia ya secular del clero; el coraje de desenmascarar el pecado y castigar al pecador. Bien sabía que los pueblos maldecirán y las naciones despreciarán a quien le dice al culpable: «Tú eres inocente» (cf. Prov 24, 24). Lo contrario también es cierto: la historia aclama a San Gregorio entre los mayores hombres que pasaron por la tierra.

Esa firmeza la fortaleció con el «Pan de ángeles» (Sal 77, 25). La divina Eucaristía fue su faro y el arma con la que dispersó a los enemigos de Dios. ¡¿Arma?! Es como lo expresaba: «Las armas […] más eficaces contra el príncipe de este mundo son la comunión frecuente del cuerpo del Señor y la devoción llena de confianza y de ternura a la Virgen Madre de Dios».4

Tal entusiasmo por el sacramento de la presencia real del Señor no podía estar separado del amor al Cuerpo Místico de Jesucristo. «Pocos pontífices han tenido en tan alta estima el sentir de la Iglesia»5 como San Gregorio. Por ella enfrentó las dificultades más grandes, emprendió las más arriesgadas aventuras e hizo lo imposible por defenderla. «Siempre he procurado —escribió en su última carta pastoral— que la Iglesia fuera libre, pura y ortodoxa».6 Libre de la intrusión del Estado en la esfera espiritual, pura en sus ministros, ortodoxa en su doctrina.

Imagen yacente de San Gregorio VII, conteniendo sus restos mortales – Catedral de Salerno (Italia)

Esta tríada de devociones era el intacto broquel que llevaba en el pecho: el fervor por el Santísimo Sacramento, el amor a la Virgen, el desvelo por la Iglesia y el papado.

¿Derrotado?

A pesar de todo esto, este pontífice fue derrotado. Sí, porque habiendo sido expulsado de Roma por el emperador sublevado nuevamente, que se hizo coronar allí por el antipapa Clemente III, entregó su alma a Dios el 25 de mayo de 1085, exclamando: «He amado la justicia y he aborrecido la iniquidad; por eso muero en el destierro».7 ¡Oh dolor! Ser derrotado después de toda una vida de lucha…

Amó la justicia y odió la iniquidad: por su heroísmo ante las persecuciones, se encendió en la Iglesia una luz que nunca se extinguirá

¿Derrotado? Sólo en apariencia, pues el futuro le traería la victoria.8

¿Derrotado? No, porque sus últimas palabras son el testamento y la prueba de su conformidad con Dios, ya que amó y odió lo mismo que Él: «El Señor —canta el salmista— ama a los que aborrecen el mal» (Sal 96, 10).

¿Derrotado? No, ya que, en el momento en que se hundió en la muerte, se encendió para la Iglesia y para el mundo una luz que jamás se extinguirá: un ejemplo de heroísmo para todos los hombres y de santidad para todos los católicos. Sobre todo, un modelo para los sumos pontífices que no toleraron doblegarse ante postulados mundanos.

El día de su «derrota», ese 25 de mayo, es el día en que toda la Iglesia celebra su victoria. ◊

 

Notas


1 ARQUILLIÈRE, Henri-Xavier. Saint Grégoire VII. Essai sur sa conception du pouvoir pontifical. Paris: J. Vrin, 1934, p. 21.

2 CARUCCI, Arturo. San Gregorio VII e Salerno. 2.ª ed. Marigliano: Istituto Anselmi, 1984, p. 41.

3 GOBRY, Iván. Mathilde de Toscane. Condé-sur-Noireau: Clovis, 2002, pp. 46; 48.

4 SAN GREGORIO VII, apud GOBRY, op. cit., p. 32.

5 DANIEL-ROPS, Henri. A Igreja das catedrais e das cruzadas. São Paulo: Quadrante, 1993, p. 142.

6 SAN GREGORIO VII, apud WEISS, Juan Bautista. Historia Universal. Barcelona: La Educación, t. V, p. 357.

7 Ídem, ibidem.

8 «Gregorio moriría sin lograr la victoria. Pero Urbano II, Pascual II y Calixto II reafirmaron y ejecutaron sus decretos» (DURANT, Will. A História da Civilização. A Idade da Fé. Rio de Janeiro: Record, 1950, t. IV, p. 484).

 

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