Novecientos años del Primer Concilio de Letrán – ¿Y si un Papa del siglo XII hablara para nuestros días?

¿Qué habría proclamado Calixto II si en lugar de convocar el Concilio de Letrán en 1123 lo hubiera hecho en 2023?

No sería extraño que usted, lector —precisamente por el hecho de poseer el hábito de la lectura—, ya hubiera realizado el siguiente ejercicio mental: imaginar las reacciones llevadas a cabo por determinado personaje del pasado, si de repente apareciera en nuestro siglo. Es un sano pasatiempo en el que ponemos, como indispensable aderezo de la imaginación, al «hoy» como reo o juez de la historia.

Pues bien, dado que en este mes de marzo se cumplen respetables novecientos años del primer concilio ecuménico de Letrán, creemos que puede ser útil aplicar ese método a tal acontecimiento.

Después de todo, un concilio ecuménico siempre es un hito en la historia de la Iglesia. Convocados exclusivamente por los pontífices, impulsados por el ígneo soplo del Espíritu Santo y dotados de infalibilidad en las declaraciones dogmáticas acerca de la fe y de las costumbres,1 tocan de cierta manera en la eternidad. Por otra parte, al contar entre sus participantes —al menos los visibles— tan sólo entes humanos, acaban también trazando el contorno psicológico de quienes, en cada época, los llevan a cabo.

A nosotros, habituados a la suavidad y al diálogo característicos de nuestro tiempo, nos parece bastante instructivo conocer que no siempre los eclesiásticos pensaron o se expresaron de esa manera.

Papa Calixto II

¿Qué habría proclamado un Papa, como Calixto II, si en lugar de convocar un concilio en 1123 lo hubiera hecho en 2023? ¿Qué errores tendría a bien enfrentar y corregir? Si nos asomamos a las principales determinaciones de Letrán, quizá obtengamos una respuesta.

La cuestión de las investiduras

Todo comenzó con un tema de jurisdicción. Debido a las donaciones de los fieles, obispos y abades se encontraban al frente de grandes extensiones de tierra. Muchas de estas posesiones se enmarcaban en el territorio de señores temporales, que poseían el derecho de vasallaje sobre los titulares de los feudos dentro de sus dominios, incluso si estos últimos fueran hombres de la Iglesia.

Sin embargo, con el tiempo, la prerrogativa degeneró en el abuso de que los laicos comenzaron a elegir a quienes ocuparían los cargos eclesiásticos. De esta y otras confusiones surgió la famosa «querella de las investiduras», la cual se resolvió —al menos en teoría— con el Concordato de Worms, en 1122. En éste se definirían tanto los derechos de la Iglesia como los del Estado: el emperador Enrique V reconocía como atribución exclusiva del Santo Padre la potestad de conferir los cargos eclesiásticos, mientras que el pontífice aceptaba el señorío del monarca sobre los clérigos que le debían vasallaje.2 Aprovechando el momento, el Papa convocó también un concilio para poner fin solemnemente a la cuestión.

De hecho, desde Augusto, Herodes y Pilato hasta hoy, las relaciones entre la Iglesia y el gobierno temporal nunca han sido sencillas. Tal vez teniendo esto en mente, el propio Cristo definió un modelo de convenio: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Lc 20, 25). Sabios términos escogió el Salvador: si el Altísimo domina el universo entero, todo es suyo. Poco debe quedarle al César, a no ser lo que Él mismo le delega…

Respondiendo al mandato de Jesús, Calixto II tuvo el mérito de apaciguar la codicia del emperador, sin privarle a Dios lo que le pertenece.

Es cierto que, en aquella época, la altura moral de un Papa aún le confería una gran autoridad sobre los gobernantes, facilitando esta clase de actitudes; eran otros tiempos, otros hombres, otras circunstancias.

Sin duda, en la actualidad, si quisiéramos conjeturar cómo un pontífice del siglo XII mantendría relaciones diplomáticas con determinados estados, necesitaríamos una buena dosis de imaginación…

Las bóvedas de Letrán

Llega el 18 de marzo de 1123. Occidente y la Basílica de San Juan de Letrán acogen por primera vez un concilio ecuménico. Las campanas repican. La multitud se agolpa para ver el cortejo de más de trescientos obispos seguidos del sucesor de Pedro. Bajo las bóvedas del histórico templo comienzan las sesiones que se prolongarán hasta el 6 de abril.3

En los cánones presentados a los padres conciliares, dos son los objetivos principales: el primero, consolidar el reciente resultado de las negociaciones de Worms; el segundo, contener una nueva decadencia del clero recordando las normas eclesiásticas sobre la simonía y el celibato sacerdotal.4

Simonía y ley de la gravedad

Al igual que ocurre en el mundo físico, existe una especie de «ley de la gravedad» de las instituciones: si no hay un esfuerzo continuo por mantenerlas en ascensión, se desploman. Y uno de los lastres más antiguos, universales y eficaces es el dinero.

En los tiempos de Letrán, recrecía el prestigio de la Iglesia y con él, el de los eclesiásticos; prestigio que la devoción de los fieles lo hacía rentable. Nada más natural, pues, que iniciar un negocio en el cual el oro obtuviera los nombramientos eclesiásticos —nótese bien: natural no es sinónimo de legítimo…

Sobre ello, el concilio se expresó con claridad meridiana. Hacemos hincapié en recordar aquí las palabras del canon, porque hay ciertas leyes —a diferencia de la gravedad— que suelen olvidarse a menudo: «Prohibimos de todo punto que nadie sea ordenado o promovido por dinero en la Iglesia de Dios. Y si alguno hubiere de ese modo adquirido la ordenación o promoción en la Iglesia, sea absolutamente privado de su dignidad».5

Todavía sobre asuntos pecuniarios, el concilio prohibió que los laicos se inmiscuyeran en la administración de los bienes eclesiásticos. En aquellos tiempos, la pastoral seglar se teñía de otros matices…

Un problema multisecular

El tema del celibato, ya debatido exhaustivamente, nos dispensa cualquier presentación.6

Basta mencionar que, una vez más, Letrán recuerda la doctrina por entonces secular de la Iglesia, proclamándola para todos los siglos: «Prohibimos absolutamente a los presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras mujeres fuera de […] la madre, la hermana, la tía materna o paterna y otras semejantes, sobre las que no puede darse justa sospecha alguna».7

Un interrogante que nos responde

Concluido este pasatiempo imaginativo y despidiéndonos respetuosamente de Calixto II que regresa a su era histórica, podríamos atrevernos a indagarle aún por última vez: ¿qué necesidad hay de que nosotros, católicos del siglo XXI, conozcamos las normas dictadas por la Santa Iglesia a un clero de hace poco menos de un milenio?

Quizá el lector se quedaría bastante desconcertado si escuchara al Papa medieval responder con otra pregunta: ¿por qué se insiste en que la Iglesia tiene una moral retrógrada si en el fondo los hombres son siempre los mismos, con los mismos problemas y las mismas soluciones? 

 

Notas


1 Cf. CIC, can. 749 § 2.

2 Cf. ROHRBACHER, René François. Histoire Universelle de l’Église Catholique. 5.ª ed. Paris: Gaume Frères et J. Duprey, 1868, t. VIII, p. 113.

3 Cf. HEFELE, Charles-Joseph. Histoire des conciles. Paris: Letouzey et Ané, 1912, t. V, pp. 630-631.

4 Cf. DH 710-712.

5 DH 710.

6 Al respecto, véase el artículo: MORAIS, Víctor Hugo. «El valor de un alma casta». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. Año XX. N.º 227 (jun, 2022); pp. 16-19.

7 DH 711.

 

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