He aquí dos obras de arte. Cada una de ellas representa a un dios diferente, tal y como lo conciben sus respectivos adoradores. La primera retrata al dios Moloc en el apogeo de su ritual propio. La segunda es una imagen de Nuestro Señor Jesucristo que preside la puerta de entrada de la catedral de Amiens (Francia). El contraste se presta a algunas reflexiones.
El dios Moloc
La primera escena es casi sonora. Apenas se distingue el crepitar del fuego, alto y constantemente alimentado, tan sumergido está él en el ruido que lo rodea. Los timbaleros golpean sus instrumentos con toda la fuerza de sus brazos y de la embriaguez que experimentan en ese supremo momento ritual. Las trompetas resuenan al ritmo cada vez más frenético de la percusión. Un hombre de pie y con los brazos extendidos, desempeñando un oficio supuestamente sacerdotal, parece competir, mediante sus clamorosas plegarias, con el ruido que lo rodea. Otros repiten y repiten, arrodillados, sus retorcidas reverencias. Una multitud amorfa asiste al ceremonial.
Dominando la escena, Moloc: inmenso, sólido, severo, brutal. Su mirada, que nunca se digna dirigirla hacia quienes lo adoran, se vuelve más fría con el fuego encendido bajo la imagen de bronce. Sí, más terriblemente gélida… He ahí el Moloc de los fenicios y cartagineses, el poderoso dios que —según sus creencias— los hacía vencedores ante todos los ejércitos, les garantizaba la lluvia, la cosecha, el comercio; el dios que les daba de todo…, con una terrible condición. Y es para cumplirla por lo que sus adoradores realizan ese rito.1
Aquel hombre, delante de la divinidad, alza en sus brazos a un niño: el más preciado don de la nación, tierno hijo de la más alta aristocracia, el futuro del pueblo, una promesa que empezaba a cumplirse. ¿Para qué lo eleva? Para arrojarlo a los brazos incandescentes del ídolo y que allí muera quemado vivo por las llamas que vivifican al dios muerto. En ese fatídico momento, culminación del culto, toda la cacofonía recrudece en intensidad y delirio para ahogar los gritos del inocente condenado.

El ídolo hirviente desdeña, frío e implacable, la sangre que lo cubre.
He aquí, en bosquejo, el típico culto a Moloc. O, más bien, el típico culto de la Antigüedad. En efecto, este Moloc era llamado Mot en Canaán, Hadad en Siria, Adad-milki en Mesopotamia, Milcom en Amón, Baal en otros lugares… como en Israel, donde «construyeron en honor a Baal recintos sagrados […] para pasar a fuego a sus hijos e hijas en honor de Moloc» (Jer 32, 35).
Los niños servían en estos rituales macabros como una especie de moneda, una mercancía de trueque con el dios: eran ofrecidos a cambio de paz, victorias, placeres, dinero, comodidades…
¡Una abominación incalificable!
El «Beau Dieu» de Amiens
¡Qué contraste con la segunda imagen!

En su fisonomía —solemne, majestuosa, seria— resplandece tanta dulzura, tras la escultura, que hasta la piedra acaricia. Su mirada inmóvil es firme, suave y viva. Su porte es regio, con naturalidad. El manto dobla y desdobla sus pliegues tan bellamente que eclipsa las olas del mar. Su mano izquierda, serena y distendida, sostiene el Libro de la Vida. Su cabello dispuesto con tanto orden que avergonzaría a ejércitos en formación, y con tanta sencillez que deja pasmada a la naturaleza.
Sin darnos cuenta, caemos de rodillas: ¡tal es su majestuosidad! Cuando menos lo esperamos, nos levantamos para abrazarlo: ¡tal es su bondad!
Reúne en sí contrarios armónicos que sólo un alma de descomunal envergadura puede contener: es un Padre indeciblemente grande y, al mismo tiempo, un Rey inexpresablemente dulce y accesible. Resume y sublima en sí los dos aspectos de la grandeza: la superioridad y la dadivosidad.
Es toda la antítesis del monstruo de bronce y fuego que extiende sus manos para consumir a sus jovencísimas víctimas, y cuyo hocico canino parece insaciable de esos corazoncitos que apenas han latido. En cambio, el Beau Dieu de Amiens levanta su diestra para acoger a los pequeños, bendecirlos y protegerlos. Digna representación de aquel que dijo: «Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el Reino de los Cielos» (Mt 19, 14).
Entre los dos señores
Uno mata, el otro vivifica; uno, para dar, exige sangre inocente, el otro, Inocente, nos ha dado su propia sangre. Detrás de uno, el humo negro de los bienes terrenales y efímeros, que se disipa; detrás del otro, un Cielo perenne de luces nos espera.
Son los dos señores que se disputaron, antaño, el imperio de las almas. Incluso Tierra Santa se convirtió en campo de batalla: muchos esperaban al Mesías, mientras otros «inmolaron a los demonios sus hijos y sus hijas» (Sal 105, 37). Más tarde —¡oh, dolor!—, hasta al Hijo de Dios sacrificarían.
Son los dos señores que se disputan, ahora, el imperio de las almas. Moloc tiraniza a quienes, para satisfacer sus conveniencias, diversiones y caprichos, están dispuestos a sacrificarlo todo excepto su placer y egoísmo. Jesucristo, por el contrario, reina amorosamente sobre los inocentes que tienen la valentía de admirarlo en este mundo hecho todo de idolatría del goce, averso, e incluso intolerante, a las enseñanzas evangélicas.
Por lo tanto, no se trata sólo de señores diferentes: son incompatibles y mutuamente excluyentes, y fue el propio Jesucristo quien lo afirmó varias veces (cf. Mt 6, 24; Lc 11, 23). Sólo a uno tendrás que servir. ¿Cuál elegirás? ◊
Notas
1 Cf. Wagner, Carlos González. «Moloc». In: Ropero Berzosa, Alfonso (Ed.). Gran diccionario enciclopédico de la Biblia. 7.ª ed. Barcelona: Clie, 2021, pp. 1725-1727.