Celibato sacerdotal – El valor de un alma casta

Aquellos que abrazan el camino del sacerdocio contraen con la Iglesia un sublime matrimonio. Como Esposa de Cristo, quiere ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo con el que es amada por Jesús.

Entre los temas actualmente en boga destaca el celibato sacerdotal. Como en el Nuevo Testamento no se puede encontrar ningún mandato explícito al respecto, entonces estallan las controversias, las opiniones divergen y el celibato comienza a dividir las aguas en el campo eclesiástico. En la Iglesia latina, los sacerdotes tienen prohibido casarse, pero ¿esto podría cambiar alguna vez?

Hay quien piensa que el problema tiene fácil solución: si el divino Maestro no dio ninguna orden acerca del asunto, en principio bastaría con que un Papa decidiera suprimir dicha norma. En ese caso, no obstante, ¿qué valor se le daría al ejemplo arquetípico de castidad perfecta que el mismo Cristo, Sumo Sacerdote, nos ofreció? Además, la praxis mantenida en Occidente durante siglos no puede ser gratuita. ¿En qué se basa? ¿Cuándo se originó?

Se percibe que la relación matrimonio-sacerdote no es un tema que tenga una explicación rápida, como algunos, para simplificar la realización de sus aspiraciones, lo desearían. Para esclarecer un poco la disputa, se vuelve necesario hacer un análisis no sólo de las Escrituras, sino también de la Tradición.

Sin embargo, ya que toda construcción, incluso la intelectual, empieza por los cimientos, antes habría que entender la idea misma del celibato.

Continencia perfecta y celibato

Desde los primeros siglos de la Iglesia hasta nuestros días, el concepto de continencia es fundamental para designar con claridad la obligación del ministro sagrado. En su etimología latina, significa la facultad de contenerse, de ser dueño de sus inclinaciones carnales y de dominarse a sí mismo, reafirmando la primacía de la ley del espíritu sobre la de la carne.

Esa es la palabra que usó el Concilio Vaticano II al tratar sobre el celibato en el decreto Presbyterorum ordinis: «Continencia perfecta y perpetua por amor al Reino de los Cielos, recomendada por Nuestro Señor».1

Con todo, cabe señalar que la obligación de la continencia perfecta —a la que están vinculados los presbíteros— es aún más profunda que el propio celibato, pues implica la abstención de cualquier acto, interno o externo, contra el sexto y noveno mandamientos del Decálogo.2 Esto quiere decir que mientras la ley del celibato se limita a un impedimento exterior, la continencia consiste en asumir libremente un compromiso de practicar los votos también en el foro interior, de ser continente no sólo a los ojos de los hombres, sino sobre todo a los ojos de Dios.3

Una mirada retrospectiva del celibato

Uno de los aspectos que más admiración despierta de las enseñanzas de la Iglesia es su continuidad histórica, fenómeno que revela una importante verdad: pese a las vicisitudes inherentes a la condición del hombre en esta tierra después del pecado original, quien guía al pueblo de Dios es el propio Espíritu Santo. Por consiguiente, la comprensión del celibato sacerdotal adoptada por el Concilio Vaticano II no tiene nada de contradictorio con lo que ha sido enseñado por el magisterio a lo largo de los siglos.

En sus «primeros pasos», el Cuerpo Místico de Cristo encontró sin duda escollos para establecer esta nueva forma de vida, porque la mayoría de los candidatos a la vida sacerdotal estaba compuesta, en aquellos tiempos, por varones casados. ¿Qué hacer entonces?

Como excelente madre y fidelísima esposa, la Iglesia supo estimular con dulzura y custodiar con firmeza esta dádiva de Cristo, sacerdote y virgen, conforme leemos en un documento de principios del siglo IV, redactado en el Concilio de Elvira, en la actual España:

«Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos; y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía».4

Aunque este canon —la legislación más antigua que nos ha llegado sobre el asunto— no marca el comienzo de la historia del celibato: más bien consistió en un remedio contra la decadencia. Como leemos en una encíclica de Pío XI,5 todo indica que, en aquella época, el celibato era ya una obligación tradicional notoria. El sínodo, de hecho, no hizo más que recordarlo y añadir una sanción para quienes no cumplieran.

Luego, ¿dónde se origina tal praxis?

Según cierta opinión teológica bastante seria,6 una declaración formulada por el Segundo Concilio Africano, del año 390, y después repetida por el importante Concilio de Cartago del 419 —el cual contó con la presencia de doscientos cuarenta obispos, entre ellos San Agustín—, quizá arroje luz sobre la cuestión. En efecto, en ella leemos: «Conviene que los sagrados obispos y sacerdotes de Dios, así como los levitas, es decir, los que están al servicio de los divinos sacramentos, observen una continencia completa, para que puedan obtener fácilmente lo que le piden al Señor; para que también guardemos nosotros lo que los Apóstoles enseñaron y lo que la antigüedad misma ha mantenido».7

San Agustín en el Concilio de Cartago – Convento de San Agustín, Quito.

Afirmación osada. Si creemos en las palabras del concilio —a las cuales asintieron el legado pontificio y los demás prelados que lo componían— hemos de admitir que la ley del celibato encuentra su origen en la predicación de los Apóstoles, o sea, en aquel cuerpo de enseñanzas que forman parte de la divina Revelación, la cual no puede ser alterada ni siquiera por el Soberano Pontífice.8

El sacerdote y su misión

Conocidos los posibles orígenes históricos del celibato eclesiástico, pasemos ahora a considerar sus razones teológicas. ¿Por qué es necesario que el ministro del altar sea continente?

En realidad, la propia misión sacerdotal lo conduce a ello. Como lo atestiguan las palabras del Concilio Vaticano II mencionadas anteriormente, el sacerdote abraza este estado —oneroso desde el punto de vista humano— «por amor al Reino de los Cielos».

De hecho, muchas son las preocupaciones que tiene el hombre casado. Al sacerdote, no obstante, solamente se le pide una, que no comporta divisiones: amar el Reino de Dios, esto es, dejarse consumir por el celo apostólico que inflama a los servidores de Jesús, salvar a las almas y unir el Cielo a la tierra como mediador entre el Creador y la humanidad.

El sacerdote, como Cristo, vive para presentarle al Padre las peticiones de perdón y las súplicas del pueblo. Y no podría haber nada más conforme a la sabiduría divina que elegir por intercesor, de entre los seres humanos, a alguien que padece las mismas necesidades de la naturaleza debilitada por el pecado original y que, precisamente por eso, comprende perfectamente la flaqueza ajena, pues él mismo se siente débil.

De la santidad del presbítero depende la de la humanidad

Aunque igualmente cierto es el verso del poeta portugués Camões: «Un rey débil debilita a los fuertes».9 Para santificar al pueblo y ser agradable a Dios en sus oraciones y sacrificios, el sacerdote no puede ser causa de comentarios que desdoren la imagen de la persona de Cristo, en la cual él actúa, dejándose apegar por los malos hábitos que escandalizan a los pequeñuelos (cf. Mc 9, 24).

Debe mostrarse «como un modelo de buena conducta», «íntegro y grave en la enseñanza», «irreprochable en la sana doctrina, a fin de que los adversarios sientan vergüenza al no poder decir nada malo» de él. (cf. Tit 2, 7-8). A fin de cuentas, representa a Nuestro Señor ante los hombres: «Actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo exhortara por medio de nosotros» (2 Cor 5, 20). De esta forma, el clérigo fervoroso huye de la medianía y busca ser respetado por los suyos, permitiendo así que su actuación tenga más influencia junto a los fieles.

Una condición indispensable para todo lo que significa ese «amor al Reino de los Cielos» es vivir en continencia perfecta e inexpugnable, como Cristo, que «permaneció toda la vida en el estado de virginidad».10 De modo que la integridad de los presbíteros debe ser un arma contra las malas lenguas, porque de su santidad depende la de toda la humanidad.

«Una cosa noble»

Efectivamente, pocos hombres son llamados por Dios a configurarse con su Hijo en el sacerdocio. Este grupo de élite no puede llevar una existencia melancólica o ensimismada, sino que debe mirar hacia la grandeza de su misión y la dignidad que de ella emana. Sólo así estarán suficientemente compenetrados de que su alma debe ser más pura que los rayos del sol, para que el Espíritu Santo nunca los abandone, como afirma San Juan Crisóstomo.11

Y con inmensa amistad el Paráclito les dice por boca del Apóstol: «Quiero que os ahorréis preocupaciones: el soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor; en cambio, el casado se preocupa de los asuntos del mundo, buscando contentar a su mujer […]. Os digo todo esto para vuestro bien; no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones» (1 Cor 7, 32-33.35).

Pero ¿este compromiso no constituirá un peso insoportable? El sacerdote se configura con Cristo, pero no deja de ser hombre, con sus legítimas tendencias… Eso pensarán seguramente algunos que no entienden cómo Dios puede dar un consejo y la Iglesia imponer una regla que contradice las inclinaciones naturales del ser humano. Ignoran, sin duda, que aquel mismo que le coloca la carga, lo sustenta con su brazo, enviándole gracias a su elegido. O tal vez se acostumbraron a contar exclusivamente con las meras fuerzas de la naturaleza.

Lejos de buscar un quimérico término medio por el cual logre satisfacer las solicitaciones de la carne y los anhelos del espíritu, el ministro sagrado debe procurar apoyo en el propio ideal mismo al que dedica su vida, como lo expresó Pablo VI: «El que ha escogido ser todo de Cristo hallará ante todo en la intimidad con Él y en su gracia la fuerza de espíritu necesaria para disipar la melancolía y para vencer los desalientos; no le faltará la protección de la Virgen, Madre de Jesús, los maternales cuidados de la Iglesia a cuyo servicio se ha consagrado».12

Un sublime matrimonio

La Virgen y San Juan Evangelista al pie de la cruz, detalle de «La crucifixión», por Fra Angélico – Museo de San Marcos, Florencia (Italia)

Superlativamente feliz es el sacerdote que puede decir, al terminar el decurso de su existencia terrena: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gál 2, 20). A ese fin glorioso se ha encaminado y se encamina el magisterio de la Iglesia, cuando dicta normas y reglas indicando la práctica de la continencia a los sacerdotes.

En este sentido, es muy elocuente la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, de Juan Pablo II, en la cual resalta el vínculo ontológico específico que liga al sacerdote a Cristo: «El presbítero encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote. […] La referencia a Cristo es, pues, la clave absolutamente necesaria para la comprensión de las realidades sacerdotales».13

La ley eclesiástica del celibato encuentra su fundamento último en la ordenación sagrada, que configura al sacerdote con Nuestro Señor, Cabeza de la Iglesia. Ésta, «como Esposa de Jesucristo, desea ser amada por el sacerdote de modo total y exclusivo como Jesucristo la ha amado».14

Por tanto, el Señor Jesús confía a los varones castos su Esposa Santísima, como confió al apóstol virgen su Madre Inmaculada. Desea de los sacerdotes una fidelidad conyugal intachable, en la que no haya divisiones en la práctica de la caridad: «Encontré al amor de mi alma. Lo abracé y no lo solté» (Cant 3, 4). He aquí lo que les dice la Iglesia a quienes abrazan el camino del sacerdocio y contraen con ella un sublime matrimonio. 

 

Notas


1 CONCILIO VATICANO II. Presbyterorum ordinis, n.º 16: AAS 58 (1966), 1015.

2 Cf. HORTAL, SJ, Jesús. «Comentário ao cânon 277». In: CÓDIGO DE DERECHO CANÔNICO. (12.ª edición revisada y ampliada con la legislación complementaria de la CNBB). 20.ª ed. São Paulo: Loyola, 2011, p. 151.

3Aclarados los conceptos, en adelante utilizaremos el celibato como sinónimo de continencia, ya que ambos son inseparables en la vida del sacerdote.

4 CONCILIO de ELVIRA, can. 33: DH 118-119.

5 «La ley del celibato eclesiástico, cuyo primer rastro consignado por escrito, lo cual supone evidentemente su práctica ya más antigua, se encuentra en un canon del Concilio de Elvira a principios del siglo IV, viva aún la persecución, en realidad no hace sino dar fuerza de obligación a una cierta y casi diríamos moral exigencia, que brota de las fuentes del Evangelio y de la predicación apostólica» (PÍO XI. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 [1936], 25).

6 Para más detalles, recomendamos la sólidamente argumentada obra: STICKLER, Alfons Maria. Il celibato ecclesiastico. La sua storia e i suoi fondamenti teologici. Napoli: Chirico, 2010, pp. 36-42.

7 CONCILIO DE CARTAGO. De continentia, 3: CCSL 259, 117-118.

8 En cuanto a la disciplina en las Iglesias orientales, donde los diáconos y los sacerdotes pueden seguir utilizando el matrimonio después de la ordenación, siempre que cumplan con ciertos requisitos, Stickler explica que fue establecida en el Segundo Concilio Trullano, no ecuménico. Según el autor, se hicieron modificaciones en el texto auténtico de los citados cánones de Cartago, a través de las cuales se pudo introducir la praxis divergente. Aún en sus palabras, aunque Roma nunca diera su aprobación a tales determinaciones, respetó noblemente el cambio en la antigua regla de la continencia (cf. STICKLER, op. cit., pp. 97; 110).

9 CAMÕES, Luis Vaz de. «Os Lusíadas». Canto III, 138. In: Obras completas. Porto: Imprensa Portuguesa, 1874, t. III, p. 129.

10 SAN PABLO VI. Sacerdotalis cælibatus, n.º 21: AAS 59 (1967), 665.

11 Cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO. Sur le sacerdoce, VI, 2: SC 272, 307.

12 SAN PABLO VI, op. cit., n.º 59, 680-681.

13 SAN JUAN PABLO II. Pastores dabo vobis, n.º 12: AAS 84 (1992), 676-677.

14 Ídem, n.º 29, 704.

 

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