A través de sus monjes, San Benito convirtió a un continente entero y en él plantó las raíces de una nueva civilización. El estilo de vida modelado por él es, aún hoy día, una luz para nuestro conturbado mundo.
Al recordar los primeros tiempos de la evangelización de Europa de inmediato nos viene a la mente la figura del gran patriarca del monacato occidental: San Benito de Nursia, y la de sus monjes. En medio del silencio, la disciplina y el trabajo, la oración, el estudio y el ceremonial litúrgico, la Orden Benedictina «ejerció un influjo inmenso en la difusión del cristianismo en todo el continente»1 y marcó 1500 años de Historia.
No obstante, probablemente ni siquiera el propio Benito tuviera claro en los momentos iniciales de su misión el enorme llamamiento que la Providencia le había reservado de forjar un nuevo tipo humano, suscitado por Dios para renovar la sociedad de su época.
De la fidelidad de un joven, nace una nueva civilización
El joven Benito, nacido en torno al año 480, fue enviado por su familia a la Ciudad Eterna para estudiar. Su alma cristiana, sin embargo, no podía soportar la sociedad romana decadente, convulsionada por las invasiones bárbaras y, sobre todo, por la degradación de las costumbres. Al sentir que su integridad chocaba con el ambiente que lo rodeaba decidió retirarse a la soledad del monte Subiaco, a fin de vivir allí como ermitaño. Quién iba a imaginar que el futuro de la Europa cristiana estaría germinando en una gruta ignota, oculta a los ojos de los hombres…
En el 529 marchó de Subiaco hacia el monte Cassino e iniciaría aquí con algunos discípulos una experiencia de vida comunitaria bajo su dirección. La regla enseñada por el santo fundador a los monjes tenía por objeto, en su esencia, «instituir una escuela del servicio divino»2.
En su acción evangelizadora los benedictinos —como pasaron a ser llamados sus hijos espirituales— se esparcieron por toda Europa fundando monasterios que determinaron con el signo de la fe el origen de varias naciones, como Inglaterra, Alemania, Austria o Suecia. Y lo hicieron valiéndose únicamente de su influencia religiosa. A través de los cantos, del celo por el esplendor litúrgico, del eximio modo de cultivar la tierra y de la caridad para con los pobres marcaron el ambiente con el «ora et labora» y el buen olor de sus virtudes.
Lentamente la voz de San Benito se extendió por toda aquella tierra (cf. Sal 18, 5) y se convirtió en padre de una civilización nacida de la contemplación, del amor a Dios, de la escucha de la Palabra, en suma, del «sí» generoso de un joven a su gran llamamiento.
Camino seguro hacia Dios y hacia el progreso
Con el surgimiento de Cluny, los monasterios benedictinos constituirían una especie de confederación de abadías que permitió irradiar más lejos y con mayor penetración la mística y el ideal de vida de la Orden. Impulsada por ellos, la Edad Media produjo sus más sazonados frutos en materia espiritual, cultural y artística.
Cluny dejó huella entre los hombres de su época debido «a su “decoro” (decor) y a su “esplendor” (nitor) […], que se admiran sobre todo en la belleza de la liturgia, camino privilegiado para llegar a Dios»3.
Al proclamar a San Benito como «Patrón principal de toda Europa»4, Pablo VI reconocía las maravillas de esa obra, realizada por el santo y sus monjes para la formación de la civilización y cultura europeas. Pero no sólo eso: con ese gesto el pontífice le indicaba al mundo moderno un camino seguro en medio a las transformaciones culturales y religiosas que viene sufriendo.
En ese mismo sentido, Benedicto XVI alertaba de que, para superar los problemas que en nuestros días afligen a Europa —y, mutatis, mutandis, al mundo entero— no bastan medidas políticas, económicas y sociales. Es necesario, ante todo, «suscitar una renovación ética y espiritual que se inspire en las raíces cristianas del continente. […] Al buscar el verdadero progreso, escuchemos también hoy la Regla de San Benito como una luz para nuestro camino»5.
Expansión de los frutos de la Redención
La Santa Iglesia dedica su máximo empeño en promover la salvación de las almas. Pero como corolario de esa primordial misión trata de favorecer toda forma de bien, de belleza, de dignidad en la existencia de los hombres, a fin de glorificar a Dios y facilitar la práctica de la virtud.
Algo análogo pasó con San Benito, el cual «a finales de la Edad Antigua creó un estilo de vida que hizo que el cristianismo superara la época de la invasión bárbara»6. Su elevada virtud actuó como saludable «levadura espiritual», lo que propició que de las ruinas del Imperio romano naciera la Europa cristiana.
El «fenómeno San Benito» muestra que a partir de la vida eclesial, monástica y religiosa se puede influenciar la sociedad temporal de manera notable, positiva y santa. Esa buena influencia no es nada más y nada menos que la expansión de los frutos de la Redención a todos los ámbitos de la actividad humana. ◊