El pequeño Juan María Vianney, con sólo 4 años, aún jugaba cuando al otro lado del mundo se publicaba una profecía sobre… San Juan María Vianney.
San Juan María Vianney, modelo ejemplar de sacerdote abnegado, fue un don enviado por Dios a los hombres de su tiempo y de los siglos futuros
En aquel año de 1790, el P. Manuel Sousa Pereira, OFM, consignaba en la ciudad de Quito (Ecuador) una revelación que la Madre del Buen Suceso le había hecho a la religiosa concepcionista Mariana de Jesús Torres el 8 de diciembre de 1634: «Los sacerdotes desde el siglo xx deberán amar con toda su alma a San Juan María Vianney, un siervo mío, que la bondad divina prepara para hacer un regalo con él en esos siglos, dándoles un ejemplar modelo del abnegado sacerdote. No será de familia noble, para que el mundo sepa y entienda que en el aprecio de Dios no hay otra preferencia sino la virtud a fondo. Ese siervo mío, que como te dije, vendrá al mundo al finalizar el siglo xviii, me amará con todo su corazón».1
El redactor franciscano transcribiría la profecía sin verla hecha realidad. La fe, sin embargo, le decía que en algún lugar la predicción se cumpliría. Después de todo, ya era «al finalizar el siglo xviii»…
Y, de hecho, en la lejana Francia, la Virgen demostraba que nunca miente.
Pastor, soldado y sacerdote
El 8 de mayo de 1786 nacía el cuarto hijo de Mathieu y Marie Béluse. Bautizado ese mismo día, recibía el nombre de Juan María. No era de noble linaje, según las palabras de Nuestra Señora; todo lo contrario, la pobreza formaba parte de los sufrimientos cotidianos de esa familia de pastores de Dardilly.
Siempre muy religioso, Juan María recibió la primera comunión a los 13 años, una edad precoz para la época, y a los 20 ya había discernido que su vocación pastoral trascendía con mucho los rebaños y el cayado: sería en el altar donde inmolaría al verdadero Cordero y en el confesionario donde llevaría sobre sus hombros a la oveja herida.
Para ello intentó aprender latín. Lo intentó…, porque su capacidad no daba para mucho más. Sólo después de una peregrinación, en la que pidió superar su ignorancia, pudo hacer algunos progresos. No obstante, éstos enseguida se vieron truncados por su alistamiento en el ejército napoleónico, en 1809.

Disgustado al ver frustrado su empeño por unirse a la milicia de Cristo y molesto por tener que luchar bajo las órdenes de un usurpador en guerra con el Papa, desertó con éxito de las falanges francesas y entonces llamó a la puerta del seminario mayor. De allí, inicialmente, lo expulsaron, porque no lo consideraban apto para el sacerdocio debido a su rara, por escasa, inteligencia. Sin embargo, tras mil y una pruebas y dificultades fue ordenado sacerdote el 13 de agosto de 1815.
Casi tres años después, en febrero de 1818, lo destinaron al último de los pueblos de su diócesis: Ars, una aldea que albergaba unas doscientas cincuenta almas.
El famoso monumento de Ars
A partir de entonces, ese silencioso rincón se convertiría en un gran centro de espiritualidad.
Ya párroco de Ars, Juan María atraía a las multitudes, que acudían para oír sus consejos o, por lo menos, recibir una mirada suya
De hecho, en poco tiempo las multitudes comenzarían a acudir presurosas. Recorrerían larguísimas distancias para estar con el cura de Ars, para oír sus consejos o por lo menos para recibir una mirada suya. Su presencia atrae, su amonestación conmueve los corazones inflexibles, su ejemplo arrastra. La gente corre a reservar un sitio en la fila para, de rodillas en el confesionario, pedir ayuda al «oído que escucha y no transmite la confidencia más que a Dios», a la «boca que contesta, que guía, que consuela, que ata y desata, [que] es, realmente, la boca de Dios. El párroco de Ars es ese oído y esa boca. Y él lo sabe».2
En realidad, ¡todos lo sabían! Por eso, la espera para ser atendido en confesión se eterniza días y días. Pero vale la pena, porque cuando los hombres, y especialmente los santos, cooperan con la gracia de Dios, realizan verdaderos prodigios en las almas de aquellos con quienes conviven. Con razón, «un santo vivo es más buscado que un santo muerto».3
A pesar de su manera de ser sencilla, de su voz enronquecida por el tiempo y de su apariencia física poco atractiva, San Juan María Vianney, gracias a su alma inocente, su presencia marcada por la virtud y su candidez en el trato con las personas, atraía a almas de todo el mundo. «Un párroco que no come nada, que no duerme, que lo da todo, que reza como no se ha visto rezar nunca, que celebra su misa como un ángel y que embellece su iglesia, es un fenómeno demasiado sorprendente»,4 como para que no se convirtiera en el monumento quizá más visitado de la Francia de entonces.
La enorme atracción que hizo de él el centro gravitacional de toda una época, la ejerció, pues, no tanto por sus labores apostólicas, su gestión parroquial, la creación de grupos y pastorales, la originalidad de sus sermones o incluso los encantos de la música, sino por la vida interior que rebosaba de su alma.
Sacerdote, es decir, ¡todo!
La fascinación que despertaba San Juan María no sólo provenía de la fragancia irresistible de su santidad, sino también de la conciencia plena, profunda y humilde que tenía de su vocación: enseñar, gobernar y santificar a los demás, viviendo para ejercer la misión de ser otro Cristo en cuanto sacerdote.
En la confesión, por ejemplo, «cada vez escucha en Dios y cada vez contesta en Dios; con un gran temblor (no es más que su humilde ministro), pero con el don de todos sus recursos íntimos y con la certidumbre de ser reaprovisionado por Dios».5
Esa compenetración le llevaba a tener una gran veneración por el sacerdocio y a inculcar en sus feligreses un enorme respeto por los ministros de Dios. Sus palabras de predicador son demasiado expresivas como para que no las transcribamos:

«Si no tuviéramos el sacramento del orden, no tendríamos a Nuestro Señor. ¿Quién lo ha puesto allí, en ese tabernáculo? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma a su entrada en la vida? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para darle la fuerza de realizar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavando esta alma, por última vez, en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma muere [por el pecado], ¿quién la resucitará? ¿Quién le devolverá la serenidad y la paz? De nuevo el sacerdote. […] El propio sacerdote no se comprenderá a sí mismo sino en el Cielo… […] ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!»6
Al pie de la cruz, con María
¿Cómo entender la grandeza de un varón a cuyas órdenes Dios desciende del Cielo y las almas muertas resucitan? Lo incomprensible encerrado en esos supremos poderes tal vez fuera lo que más atraía a la multitud, pues el P. Vianney nunca trivializó esos momentos sagrados entre todos. Todo lo contrario, «estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”».7
El santo vivió como consecuencia de la alta estima que tenía por el sacerdocio, hasta el punto de identificarse plenamente con su propio ministerio
El cura de Ars vivió como consecuencia de la elevada consideración que tenía por el sacerdocio, hasta el punto de identificarse totalmente con su propio ministerio. Por eso, era necesario que continuara la obra de la Redención renovando de manera incruenta el sacrificio del Calvario, no sólo en el altar, sino también en su existencia cotidiana. Como San Juan al pie de la cruz, junto a la Madre de Dios, sufría con aquel que se inmola diariamente en la santa misa.

Corona y aureola de todos los santos, la devoción a la Santísima Virgen no podía dejar de adornar el alma de San Juan María. El párroco por excelencia se ponía bajo la mirada y el cariño de la Señora del universo con la entrega y veneración de un niño en su regazo. Por eso decía con conocimiento de causa: «El Corazón de María es tan tierno con nosotros que los corazones de todas las madres juntas no son más que un trozo de hielo a los pies del suyo».8
En el calvario de su ministerio
Si bien es cierto que todo cristiano, amparado por la Reina de los mártires, debe seguir a Cristo en la escuela del sufrimiento, para un sacerdote esta configuración se hace mucho más profunda, ya que debe sufrir por sí y por aquellos que le han sido confiados. De una forma sencilla pero conmovedora, ese punto esencial del cristianismo también fue enseñado por el patrón de los sacerdotes: «La cruz es la escalera del Cielo […]. El que no ama esa cruz quizá podrá salvarse, pero con dificultad: será una pequeña estrella en el firmamento. Aquel que habrá sufrido y luchado por su Dios, brillará como un hermoso sol».9
La vida de San Juan María Vianney estuvo marcada de arriba abajo por los esplendores de ese sol en plena aurora, es decir, de la cruz en los más diversos aspectos, tamaños y pesos: el confesionario, la correspondencia, los desdichados, los importunos, las deudas, el mal humor de su vicario, las molestias del demonio, los dolores físicos, los pinchazos del cilicio, la privación de alimento y de sueño, y también las dudas acerca de su vocación de párroco y la conciencia de su miseria; todo esto le pesaba a la vez.10
El calvario de este párroco ejemplar alcanzó tal extremo que empezó a ser un misterio hasta para la ciencia. Incluso fue examinado por médicos, más de diez años antes de su muerte, que no se explicaban cómo podía seguir vivo en medio de una rutina tan agotadora y repleta de sufrimiento.
Pero como para el cristiano la sangre derramada es semilla arrojada al campo, ¿qué cosecha recibió como premio el arquetipo de párroco?
«¡Ars ya no es Ars!»
Al atisbar su parroquia por primera vez, San Juan María comentó que en aquel momento había sólo un pequeño número de personas —no más de doscientas treinta—, pero que llegaría el día en que Ars no podría contener la cantidad de peregrinos que acudirían allí. Al final de su vida, esta profecía se cumplió al pie de la letra.
«¡Ars ya no es Ars!»,11 predicaba el P. Vianney desde el ambón. Todo había cambiado: los fieles, la Iglesia, incluso la ciudad en su aspecto material. ¡Qué inmensa transformación llevó a cabo un sacerdote en uno de los pueblos más pequeños de Francia!
Con Cristo, con la gracia ministerial recibida en la ordenación, con una profunda y continua devoción a María Santísima, con una vida santa, un sacerdote es capaz de realizar las obras más extraordinarias, ya sea en la conversión de una parroquia, de un país entero o incluso de toda una sociedad.
Y así se entiende cómo «las buenas costumbres y la salvación de los pueblos dependen de los buenos pastores. Si hay un buen sacerdote al frente de una parroquia, pronto se verán florecer las buenas costumbres, la frecuencia de sacramentos y la oración mental».12
El secreto de Vianney
La Señora del Buen Suceso le indica el camino a todo sacerdote fiel: imitar al Cura de Ars, cuyo secreto residía en dar todo de sí
Ahora bien, si el fervor del rebaño depende del pastor, ¿cuál era el secreto del más exitoso de los párrocos? He aquí lo que él mismo responde: «Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada».13
Éste es el epílogo de la gran obra legada por San Juan María Vianney: el secreto del éxito apostólico reside en una intensa vida sobrenatural. Los corazones sólo pueden ser abrasados por el fuego que habita en el sacerdote, las almas darán fruto sólo si son fecundadas por la sangre de su agricultor, el redil tendrá verdes pastos únicamente si su pastor sabe regarlo con el rocío celestial de la gracia.

He ahí el camino de todo sacerdote fiel. Es el camino señalado por Nuestra Señora del Buen Suceso: «Los sacerdotes desde el siglo xx deberán amar con toda su alma a San Juan María Vianney». ¿Y qué significa esto sino que deberán imitarlo? ◊
Notas
1 Pereira, ofm, Manuel Sousa. Vida admirable de la Madre Mariana de Jesús Torres y Berriochoa. Quito: Jesús de la Misericordia, 2008, t. iii, p. 129.
2 Ghéon, Henri. El Santo Cura de Ars. Buenos Aires: Difusión, 1986, p. 75.
3 Idem, p. 71.
4 Idem, pp. 47-48.
5 Idem, p. 75.
6 Monnin, Alfred. Esprit du Curé d’Ars. Dans ses catéchismes, ses homélies et sa conversation. 6.ª ed. Paris: Ch. Douniol, 1868, pp. 117-120.
7 Benedicto XVI. Carta para la convocación de un año sacerdotal con ocasión del 150 aniversario del «dies natalis» del Santo Cura de Ars.
8 San Juan María Vianney. Pensamentos escolhidos do Cura d’Ars. Juiz de Fora: Lar Católico, 1937, p. 37.
9 Ghéon, op. cit., pp. 91-92.
10 Cf. Idem, p. 143.
11 Idem, p. 55.
12 San Alfonso María de Ligorio, apud Chautard, ocso, Jean-Baptiste. El alma de todo apostolado. Sevilla: Apostolado Mariano, 2000, p. 52.
13 Nodet, apud Benedicto XVI, op. cit.