Amado desde toda la eternidad

A sus elegidos, Dios les da todos los dones necesarios para desempeñar su misión específica. ¿Cuál habrá sido el quilate de los dones celestiales concedidos por el Señor al hombre a quien más amó en la tierra?

Con un bonito juego de palabras, replicado por innumerables santos en los siglos sucesivos, San Bernardo de Claraval nos enseña que «la medida del amor a Dios es amarle sin medida».1

¡El amor! He ahí la única respuesta que el hombre, creado por un acto de suma gratuidad divina, puede ofrecerle a su Creador a fin de restituirle tamaña benevolencia, aunque de manera imperfecta. Sin embargo, si consideramos no ya el amor que los hombres le tributan a su Dios, sino el cariño de éste para con sus criaturas, vemos que hay una enorme desproporción, una magnitud infinita, pues ¡Él mismo «es amor» (1 Jn 4, 8)!

Cuando alguien inferior ama a otro de categoría superior, aquel se configura con éste;2 por el contrario, cuando un ser superior se inclina sobre uno inferior, lo atrae hacia sí, elevándolo a su condición. Así, cuando Dios ama a sus criaturas, acaba por conformarlas a su imagen. Para ello, les concede todo el caudal de dones y gracias que necesitan para desempeñar las misiones específicas y sobrenaturales que les confía, como explica Santo Tomás de Aquino.3

El caso arquetípico de esa liberalidad divina se encuentra en la persona de María Santísima. Quiso el Creador que Ella fuera inmaculada en su Concepción, virgen antes, durante y después del parto, y que nunca padeciera corrupción alguna en su cuerpo ni en su alma. Dones altísimos, a Ella concedidos con miras a la singularidad absoluta de la Maternidad divina.

Primeros predestinados con vistas a la Redención

A esta relación de amor entre Dios y su excelsa Madre, Hija y Esposa, se asocia alguien elegido para una misión muy especial en el misterio de la Encarnación: San José.

A los ojos de Dios, la Sagrada Familia de Nazaret participa en el mismo plan salvífico de Dios, desde el decreto de predestinación, único para Jesús, María y José, que son, de modo conjunto y jerárquico, los primeros predestinados con vistas a la Redención.4 Así, ante el egregio llamamiento que recibió San José —nada menos que velar por los mayores tesoros de Dios—, nos preguntamos: ¿con qué dádivas y gracias no habrá sido enriquecida su alma?

Algunos teólogos, como el cardenal Lépicier,5 con la finalidad de trazar el perfil moral de este insigne varón, explican que su grandeza deriva de tres fuentes: primeramente, de sus relaciones con el Verbo Encarnado; en segundo lugar, de sus relaciones con la Santísima Virgen; y, por fin, sus relaciones con la Santa Iglesia.

Analicemos, pues, aunque sea de un vistazo, los incomparables dones que el Señor confió a su castísimo padre, para que admiremos mejor el alcance de ese triple llamamiento.

Participación en la unión hipostática

El orden de la creación encuentra su apogeo en la unión hipostática del Hombre-Dios, en el que la naturaleza humana y la divina están unidas, como en un soporte, en la Persona del Verbo. De esa unión, sólo la santísima humanidad de Jesucristo participa de modo absoluto. Nuestra Señora, a su vez, participa de ese orden de manera extraordinaria e intrínseca, no sustancial sino real, por su cooperación necesaria en el plan divino de la Encarnación.

Junto con María, San José fue llamado a pertenecer de una forma muy cercana a esa altísima realidad, dado su papel directamente vinculado a la Persona del Redentor. Como subraya nuestro fundador, Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, en su obra San José: ¿Quién lo conoce?…,6 la cooperación del Santo Patriarca para la concepción de Cristo no se produjo desde un punto de vista biológico, sino moral, que es el aspecto más noble. Así, esta cooperación con el plan de la unión hipostática fue verdadera, moralmente necesaria e íntima, pues, por su disposición de cumplir la voluntad divina con toda radicalidad y en detalle, se puede afirmar que, de modo implícito, acató en la alegría de su alma el plan de Dios sobre la concepción virginal, aunque no lo conociera en los pormenores.

Además, si San José no hubiera aceptado casarse con María, el Verbo Encarnado no habría podido entrar en el mundo como lo quiso el Creador desde los inicios de la humanidad, es decir, en el seno de una familia bien constituida. Sólo su consentimiento haría posible que Nuestra Señora fuera Virgen y Madre de manera digna y conveniente; y que él, por el derecho a todo lo que le pertenecía a su esposa, fuera también virgen y padre, o mejor dicho, padre virginal de Jesús, «el título más perfecto para referirse a su relación con el Hijo de Dios».7

Un «dios» para el propio Dios

También debe ser considerado como padre real del Señor. En primer lugar, porque las palabras de Dios no sólo simbolizan, sino que, al gozar de eficacia propia, realizan de hecho lo que significan. Ahora bien, Jesús evidentemente le llamó «padre» a San José, lo que es, en sí, una prueba flagrante de su verdadera paternidad. Además, la misma Virgen Santísima confirmó la paternidad virginal de su esposo cuando encontró al Niño Jesús en el Templo y le dijo: «Tu padre y yo te buscábamos» (Lc 2, 48).

Dios llenó el corazón de San José de un amor arraigado por su divino Hijo, superior al de cualquier otro padre
San José con el Niño Jesús – Catedral de San Andrés, Burdeos (Francia)

Otros pasajes de las Escrituras prueban asimismo que la paternidad de San José es real, y no sólo simbólica o jurídica. San Mateo, por ejemplo, enumera la genealogía de Cristo a partir del Santo Patriarca (cf. Mt 1, 16), porque para el pueblo judío la herencia siempre provenía del varón. Y el ángel le confía a José el cometido paterno de imponerle el nombre a Jesús (cf. Mt 1, 21), tarea sencilla, pero en la que está consignada todo el oficio paterno del esposo de María.

De esta prerrogativa legal concedida a San José se deriva su autoridad sobre el Hijo unigénito del Padre eterno. Nos encontramos, pues, ante la inmensa majestad de un hombre «encargado de la conducta de un Dios y colocado como superior de aquel en cuya presencia la más elevada de las criaturas, las supremas jerarquías angélicas, los serafines y los querubines, se prostran y se aniquilan, arrojando sus coronas a sus pies».8 En la hermosa expresión de Thompson, «José estaba, en cierto modo, designado a ser un dios para Dios mismo».9

Capacidad de amar «proporcionada» al Hijo de Dios

En el corazón de un padre verdaderamente digno de ese nombre hallamos un arraigado amor por su hijo. ¿De qué manera, no obstante, podría un hombre tributarle a su propio hijo el amor debido a un Dios, como ocurrió con San José? Ya hemos dicho que la Divina Providencia siempre les concede a sus elegidos todas las gracias necesarias para el cumplimiento de una misión específica. Así, «Dios ha otorgado también a José el amor correspondiente, aquel amor que tiene su fuente en el Padre, “de quien toma nombre toda familia en el Cielo y en la tierra” (Ef 3, 15)».10

Por eso algunos autores llegan a afirmar que en San José había una capacidad de amar, en cierto modo, proporcional al Hijo de Dios: «O [Dios Padre] formó en José un corazón enteramente nuevo o infundió una superabundante ternura en el corazón que ya poseía. Cierto es que Dios lo colmó de un amor que sobrepasa en generosidad y fervor al de cualquier otro padre, pues era necesario que el amor paternal de José alcanzara una medida proporcionada a las perfecciones de este adorable Hijo».11

Por lo tanto, a pesar de no haber contribuido biológicamente a la generación de Jesús, San José lo amó como ningún padre jamás amó a su hijo en toda la historia. Lejos de disminuir su afecto, la virginidad inmaculada de este santo varón lo dilató y purificó, porque al tener un corazón puro, nada terrenal o humano interfirió en el cariño paternal que le consagraba al Niño Dios.

Embajador del Espíritu Santo ante María

La tercera Persona de la Santísima Trinidad también actuó de manera eminente con relación al Santo Patriarca respecto de la Encarnación. Nuestra Señora es Esposa del Espíritu Santo, ya que concibió por obra suya (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35). Pero María es igualmente esposa, y esposa real, de José. ¿Cómo se explica esta paradoja? Al ser invisible, el Paráclito le concedió a su virginal Esposa, como sustituto, un esposo visible, que debería acompañarla a todas partes y prestarle un fiel servicio.12 Como dijeron algunos teólogos josefinos, fue un «vice-Paráclito».

Y hay más. El Santo Patriarca fue el modelo adoptado por Dios para la generación de la humanidad de Jesús. Por tanto, el divino Espíritu Santo hizo que el temperamento, las disposiciones y las inclinaciones de José, así como su propia apariencia física, se parecieran lo más posible a los del Salvador. Tal semejanza era de innegable conveniencia para que Jesús fuera, a los ojos de todos, considerado el hijo real de San José.13

Intercambio de corazones con la Reina de los ángeles

Todos los privilegios del Santo Patriarca analizados hasta ahora derivan, en cierto modo, de su matrimonio con la Virgen Santísima. Tanto su paternidad virginal como su participación en el plan hipostático sólo fueron posibles gracias al verdadero y real connubio contraído entre ellos.

El Paráclito le concedió a su Esposa un esposo visible, al que adoptó como modelo para la generación de la humanidad de Jesús
«Los desposorios de la Virgen», de Juan Correa – Museo de Antequera (España)

Aunque hay quien pone objeciones a la perfección de esa unión, todas las condiciones requeridas para la autenticidad del matrimonio están reunidas en ella: el consentimiento y la donación que los cónyuges hacen recíprocamente de sí mismos, el significado espiritual de esa unión —que representa el desposorio entre Jesucristo y la Iglesia (cf. Ef 5, 32)— y el Hijo.14

Sabemos que el casamiento no consiste únicamente en una mera unión material, sino también, y sobre todo, en el estrecho vínculo que produce, entre los cónyuges, «la unidad de los corazones, de los espíritus, de los sentimientos y de los afectos».15 Para Santo Tomás,16 la esencia misma del matrimonio consiste en esa unión indisoluble de las almas. ¿Qué podemos decir entonces del desposorio virginal entre José y María? Como Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP afirma, era tal la afinidad entre ambos que hubo un verdadero intercambio de corazones, «por el cual las gracias que habitaban en el interior de uno, las vivía el otro en el suyo, permitiéndoles así compartir los mismos anhelos».17

Inmaculado en su concepción, y corredentor

Un hombre llamado a tener tal relación con Nuestra Señora solamente podría estar a una altura moral que escapara a cualquier estándar humano. Ciertamente no era apropiado que la Reina de las vírgenes conviviera con un varón manchado por la concupiscencia y sujeto a los desórdenes del pecado: «Si sólo a los ángeles les fue dado cuidar del paraíso terrenal después del pecado, lo normal sería que Nuestra Señora fuera desposada por un hombre angélico»,18 ya que Ella es el Paraíso del Nuevo Adán.

Entonces, siguiendo la hipótesis teológica de la cual Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, es un ferviente partidario, podemos conjeturar que, así como la Virgen Santísima estuvo exenta de la mancha del pecado original con miras a su maternidad divina, también le convenía a San José —por un don subordinado al privilegio de la Inmaculada Concepción de María, que es exclusivo de Ella— la preservación de toda mancha de pecado, a la vista de su paternidad virginal y de su cooperación con el Salvador y su Madre en la obra de la Redención.

El P. Llamera recuerda que la cooperación redentora de San José «es muy real y objetiva, a la vez que singular […]. Si consideramos el libre consentimiento que prestó a los planes divinos, aceptando su ministerio, sobre cuyo contenido le fueron dadas luces muy particulares, no cabe duda de que su intención abarcó directamente la entrega de sí mismo para la empresa de regenerar a los hombres».19

De esta forma, San José, al tener una misión tan estrechamente ligada a la de María Santísima, no sólo habría sido inmaculado en su concepción, sino que también habría recibido el ministerio de corredentor.20

Patriarca de la Santa Iglesia

Todavía nos queda considerar un aspecto muy importante de la misión de San José: el que había sido llamado a custodiar en la tierra «las primicias de la Iglesia»,21 debía continuar, desde el Cielo, su oficio junto al Cuerpo Místico de Cristo. En otras palabras, por el hecho de ser padre de Jesús, José debía ser también padre de la Iglesia, pues la cabeza no puede separarse de sus miembros.22

Aquel que en la tierra custodió «las primicias de la Iglesia» debería continuar, desde el Cielo, su oficio junto al Cuerpo Místico de Cristo
San José, Patriarca de la Santa Iglesia – Basílica del Sagrado Corazón de Jesús, Roma

¿Y cómo se ejerce ese oficio? De manera paralela a la maternidad espiritual de María para con todos los hombres, San José posee un incalculable desvelo paternal con cada uno de nosotros. Se preocupa, como un buen padre, de nuestras necesidades, corrige nuestros defectos y pecados y nos defiende de nuestros enemigos, especialmente del demonio y sus insidias.

«José era justo»

Cuanto mayor sean los dones recibidos de Dios, mayor serán la gratitud y el amor a Él debidos. ¡Y con qué generosidad los tributó San José!

Al calificarlo como varón «justo» (Mt 1, 19) en las Escrituras, el Espíritu Santo señaló el inmenso grado de caridad que inundaba su alma inmaculada, ya que «un justo es, fundamentalmente, un hombre entregado; es un hombre que reconoce haberlo recibido todo y que, en consecuencia, se considera obligado a devolverle a Dios el honor, la gloria, la alabanza, la adoración y la gratitud por todo lo que ha recibido […]. En una palabra: ser justo es ser santo».23

Santidad: he aquí la manera por la que podemos rendirle a Dios un amor sin medida. Es lo que nos enseña la vida del Glorioso Patriarca; es lo que él, sin duda, desea ardientemente para cada uno de nosotros desde lo alto del Cielo, desde junto a su Hijo divino y su Esposa Santísima. ◊

 

Notas


1 SAN BERNARDO DE CLARAVAL. «Tratado sobre el amor a Dios», c. VI, n. 16. In: Obras Completas. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1993, t. I, p. 323.

2 Cf. SAN JUAN DE LA CRUZ. «Subida del Monte Carmelo». L. I, c. 4, n.º 3. In: Vida y obras. 5.ª ed. Madrid: BAC, 1964, p. 371.

3 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 27, a. 4.

4 Cf. FERRER ARELLANO, Joaquín. San José, nuestro Padre y Señor. Madrid: Arca de la Alianza, 2007, p. 24.

5 Cf. LÉPICIER, OSM, Alexis Marie. São José, esposo da Santíssima Virgem Maria. Campinas: Ecclesiæ, 2014, p. 38.

6 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. San José: ¿Quién lo conoce?… Madrid: Asoc. Reina de Fátima, 2017, pp. 192-194; 199.

7 Ídem, p. 195.

8 THOMPSON, Edward Healy. Vida e glórias de São José. Dois Irmãos: Minha Biblioteca Católica, 2021, p. 378.

9 Ídem, ibídem.

10 SAN JUAN PABLO II. Redemptoris custos, n.º 8.

11 THOMPSON, op. cit., p. 409.

12 Cf. Ídem, pp. 229-230.

13 Cf. Ídem, pp. 220-221.

14 Cf. MESCHLER, SJ, Mauricio. São José, na vida de Cristo e da Igreja. Rio de Janeiro: Vera Cruz, 1943, p. 95.

15 Ídem, ibídem.

16 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 29, a. 2.

17 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Lima: Heraldos del Evangelio , 2021, t. II, p. 334.

18 CLÁ DIAS, San José: ¿Quién lo conoce?…, op. cit., p. 40.

19 LLAMERA, OP, Bonifacio. Teología de San José. Madrid: BAC, 1953, p. 154.

20 Cf. CLÁ DIAS, San José: ¿Quién lo conoce?…, op. cit., p. 204.

21 SOLEMNIDAD DE SAN JOSÉ. «Oração do día». In: MISSAL ROMANO. Trad. portuguesa da 2ª. edição típica para o Brasil realizada pela CNBB com acréscimos aprovados pela Sé Apostólica. 19.ª ed. São Paulo: Paulus, 2015, p. 563.

22 Cf. CLÁ DIAS, San José: ¿Quién lo conoce?…, op. cit., p. 412.

23 SUÁREZ, Federico. José, esposo de Maria. Lisboa: Rei dos Livros, 1986, p. 50.

 

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