Al principio Dios creó el cielo y la tierra y discernió que el conjunto era «muy bueno» (Gén 1, 31) o bello, según una posible traducción del texto griego. De hecho, modeló el universo con dedos de artista (cf. Sal 8, 4) y lo coronó de «gloria y dignidad» (Sal 8, 6). La obra prima del Creador fue el hombre, esculpido a su imagen y semejanza. En él delegó el cuidado de la creación, introduciendo en su interior como un instinto de lo bello, esa especie de «nostalgia» de lo divino que le hace escudriñar lo trascendente en las manifestaciones estéticas.
Más tarde, el Señor guio a Moisés en la elaboración de un símbolo de su alianza con el pueblo, el Arca, colocada posteriormente en el «Santo de los santos» del templo de Salomón. En la plenitud de los tiempos, Jesús reveló ser Él mismo el Templo, que sería destruido y en tres días reconstruido (cf. Jn 2, 19). Y a partir de la fundación de la Iglesia, se convirtió en el fundamento de todos los lugares de culto. La construcción de las iglesias comenzó entonces a franquear la presencia de Cristo entre los hombres. Atacarlas, a su vez, era atacar a Cristo; amar lo feo era odiar a Cristo.
En cambio, contemplar una catedral gótica en la Edad Media era una experiencia verdaderamente mística y trascendente. Se decía que lo que Moisés había velado, Cristo lo revelaba a través de aquellos monumentos de piedra, inundados por la luz tamizada de las vitrales.
Sin embargo, la Revolución no soporta la presencia en este mundo del «más bello de los hombres» (Sal 44, 3), ni la de estas «nietas de Dios» que son sus obras de arte, en especial las sagradas.
La Revolución protestante fue particularmente iconoclasta, como, por ejemplo, en la Inglaterra anglicana, cuando Isabel I ordenó la destrucción de las imágenes sacras de las iglesias, y en la Ginebra de Calvino, cuando éste exigió la purga de toda representación religiosa de sus templos, so pena de «idolatría».
En medio de los alaridos de Voltaire que gritaba «aplastad a la infame» —para él, la Iglesia—, la Revolución francesa promovió el saqueo de monasterios y la destrucción del arte sacro para, en adelante, rendirle culto a la diosa Razón. En todos los lugares de la República debería ser adorada como única divinidad, festejada por su victoria ante el «fanatismo» católico. Incluso las imágenes de los santos fueron decapitadas. Todo en nombre de la «fraternidad»…
Ya en el nombre de la «igualdad», la Revolución comunista perpetró la masiva destrucción de templos y del arte sacro no sólo en la Unión Soviética, sino también en todos los cuadrantes donde supuestamente se respirara el «opio del pueblo» y pudiera ella pisar con sus botas.
Se dice que los mayores enemigos de un gobierno son los de dentro. Por tanto, la peor revolución contra el arte sacro sólo puede venir de falsos profetas, como fue el caso de Judas, otrora íntimo de Jesús, que destruyó el mayor de los templos: la propia «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), después de clamar, supuestamente en favor de los pobres, contra el culto exuberante y embelesado que le tributaba la Magdalena con el carísimo bálsamo de nardo puro (cf. Jn 12, 5).
Así pues, urge una contrarrevolución interna en la Iglesia para favorecer la sacralidad del culto, el arte sacro y la liturgia bien celebrada, como siempre han aspirado los Heraldos del Evangelio. Sólo de esta manera la Iglesia triunfará en toda su gloria, como el Cuerpo de Jesús después de la Resurrección. ◊